Quienes seguís este blog sabéis que no suelo utilizarlo para darme autobombo, pero ésta es una ocasión especial. He ganado la vigésima edición del Premio Edebé de Literatura Juvenil con mi novela La isla de Bowen. ¡Bravo, hurra por mí! Vale, sí, es la cuarta vez que lo gano, pero la última fue hace diez años y, qué queréis que os diga, me encanta ganar premios.
Regresé ayer mismo de Barcelona y todavía estoy un poco mareado de tanto ajetreo. El martes 24 fui en AVE a mi ciudad natal y, tras pasar por el hotel, cené con Susana Vallejo, ganadora de la anterior edición, excelente escritora y aún mejor persona. El miércoles dediqué todo el día a entrevistas y filmaciones, de acá para allá, junto con el premiado en la modalidad infantil, Fernando Lalana, que por cierto es un tío la mar de majo. Por la noche me fui a cenar con mi mujer y un amigo, para celebrar el premio. Acabamos a las tantas. Yo estaba hecho polvo, que uno está mu mayor y ha tenido mu mal rodaje. El jueves por la mañana, Fernando y yo fuimos a la editorial para firmar los contratos, charlar un rato con el personal de Edebé y comer con el director general y la directora editorial. Por la tarde, la ceremonia de entrega. Estuvo muy bien, fue todo de maravilla, un acto divertido y brillante, pero... agotador y mareante. Te saludan y felicitan decenas de personas y a todas tienes que atenderlas con una sonrisa. Aunque no las conozcas. O, lo que es peor, aunque deberías conocerlas, pero no te acuerdas ni remotamente de quiénes son. Con todo, fue muy agradable, aunque cansado.
Por ser la edición número veinte de los premios, la editorial reunió a (casi) todos los premiados de ediciones anteriores y, poco antes de empezar la ceremonia, nos hicieron una foto de grupo, que es la que preside este post. Allí me reencontré con viejos amigos y conocidos a quienes no veía desde hace tiempo. El calvorotas del fondo soy yo.
Hablando de la novela ganadora, La isla de Bowen es esa historia “al estilo Verne” que estaba escribiendo y de la que os hablé en alguna ocasión. Veréis, escribí La isla de Bowen para mí; era un regalo que me hacía a mí mismo. La escribí sin pensar en nada ni en nadie, sin tener en cuenta las modas, sin plantearme la edad de los lectores, sin ponerme más cortapisas que mi propio criterio. ¿Qué pienso sobre el resultado final? Bueno, poco importa la opinión de un autor sobre su propia obra, ¿verdad? Por un lado adoro la novela, por otro la odio (la he releído demasiadas veces mientras la corregía). ¿Responde a mis expectativas? Pues... creo que sí, pero me falta perspectiva.
No obstante, ha ocurrido algo que me resulta muy gratificante. Como es natural, cuando ganas un premio todo el mundo alaba tu novela, pero nunca he recibido tantas y tan entusiastas alabanzas como en esta ocasión. El fallo fue unánime. Un par de miembros del jurado le pidieron a la editorial mi dirección de e-mail y me escribieron felicitándome (algo, por lo visto, inaudito). Durante la ceremonia de entrega, varios jurados se acercaron a mí para darme las gracias por el buen rato que les había hecho pasar. En la editorial están entusiasmados con la novela. Lo cierto es que todos lo que la han leído hablan muy bien de ella. Así que cabe la posibilidad de que La isla de Bowen no esté del todo mal...
En cualquier caso, os garantizo que, en cierto modo, La isla de Bowen es la novela menos juvenil que he escrito. No porque no pueda disfrutarla un adolescente (claro que puede), sino porque está escrita para un cincuentón que adora la novela de aventuras clásica y, en especial, a Julio Verne (aunque también a Wells, y a Hergé, y a Conan Doyle, y a Stevenson...). La isla de Bowen es un destilado de todos los relatos de aventuras que leí durante mi juventud. Y también es la primera novela de ciencia ficción que he escrito en mucho tiempo. Aunque, eso sí, ciencia ficción arcaica; la clase de ciencia ficción que podría haberse escrito a principios del siglo pasado. Eso es parte de su gracia. La novela, ambientada en 1920, está dividida en dos partes: la primera es aventura clásica en estado puro; y en la segunda comienzan a aparecer los elementos de ciencia ficción, pero siempre en el marco del género de aventuras...
Bueno, ya hablaré en otra entrada sobre este tema: mi particular teoría sobre el género de aventuras. Ahora sólo quiero compartir con vosotros la alegría por el premio obtenido. Más abajo, en letra pequeña, os adjunto el discursete que pronuncié durante la ceremonia de entrega de galardones. Dije más cosas, pero eso es lo que llevaba escrito.
Hola, buenas tardes.
Cuando uno recibe algo, lo primero que hay que hacer es dar las gracias. Así que gracias en primer lugar a los miembros del jurado por haber elegido mi novela. Espero que no se hayan equivocado demasiado. Gracias también a la editorial EDEBÉ, no sólo por convocar estos galardones, sino por la difícil tarea de mantener viva la llama de la cultura y la literatura en estos tiempos oscuros. Gracias por último al escritor francés Julio Verne, porque él fue la principal fuente de inspiración de mi novela.
Este acto que hoy celebramos es muy especial. No sólo porque se trata de la vigésima edición del Premio Edebé, sino también, y sobre todo, porque probablemente será la última. Eso, por supuesto, en el caso de que los mayas tengan razón y este año llegue el fin del mundo. Así que, aprovechando que el Apocalipsis se acerca, me gustaría dedicarle este premio y mi novela a cuatro personas muy especiales para mí. Tres de ellas se encuentran aquí, con nosotros, y la cuarta no está muy lejos.
En primer lugar, se lo dedico a Pepa, mi mujer, porque sin ella jamás habría escrito nada. Pepa es esa mujer maravillosa que está al lado de un chico muy alto.
En segundo lugar, se lo dedico al chico muy alto que está junto a mi mujer. Es mi hijo Pablo.
En tercer lugar... Veréis, yo nací aquí, en Barcelona, hace tanto tiempo que no sé si por entonces aún se llamaba Barcino. El caso es que mi familia se trasladó a Madrid cuando yo sólo tenía un año de edad, y en esa ciudad he vivido siempre. Sin embargo, son muchos los lazos que me unen a Barcelona, y el mayor de ellos, el más intenso, son mis padrinos, el matrimonio formado por José María Gispert y María Luisa Lafuente.
José María es un galán maduro que está por ahí, acompañado por su encantadora hija Mireia, y este premio también está dedicado a él.
En cuanto a María Luisa... Cuando yo era pequeño y jugaba a escribir, mi madrina me decía: “tú serás escritor”. Luego, cuando yo estudiaba Ciencias de la Información, ella seguía diciendo: “tú serás escritor”. Mucho después, cuando durante más de veinte años me dediqué al periodismo y la publicidad, María Luisa insistía: “tú será escritor”. Y finalmente, cuando le regalé mi primer libro publicado, María Luisa me dedicó una sonrisa socarrona y tuvo la delicadeza de no decirme: “ya te lo dije”.
María Luisa no ha podido estar hoy aquí, con nosotros. Padece la enfermedad del olvido. No obstante, por adivinar tan claramente mi futuro, por ser tan dulce, generosa, inteligente y buena, este premio está especialmente dedicado a María Luisa Lafuente, ahijada de mi padre y, a su vez, mi querida madrina.
Muchas gracias a todos por estar aquí.