¿Recordáis que el año pasado nos
despedíamos diciendo “feliz año nuevo”? Vaya ojo teníamos, ¿eh? Que 2020 ha
sido (está siendo) un año de mierda no lo duda nadie. Así que no le demos más
vueltas: Vaffanculo duemilaventi!
Pero, claro, ahora este puñetero año
siniestro amenaza con cargarse la Navidad. Vale, pues que se la cargue; mejor
eso que acabar boqueando como un pez fuera del agua. No olvidemos que este
bicho es muy chungo y sigue aquí. ¿Qué es terrible no poder abrazar a los seres
queridos? (Joder, qué manía con abrazar...) Pues más terrible aún sería
infectar a tus seres queridos a base de arrumacos. Así que ni abrazos, ni
besos, ni achuchones, salvo con tus convivientes; a esos puedes sobarlos todo
lo que quieras. Y de follar con extraños/as, ni hablamos. Qué triste, ¿no?
¡Pues no! No tiene por qué ser así. Vale,
se supone que en estas fiestas nos reunimos con toda la familia. Pero, ¿de
verdad queréis encontraros con toda, toda, toda la familia? ¿También con ese
cuñado facha? ¿O con esa prima que no para de hablar? ¿O con los horribles
hijos de tu hermano? ¿O con esa tía que tiene una risa tan irritante? ¿O con el
abuelo, que es una máquina tirándose pedos? ¿O con todos esos que ya están
borrachos antes de llegar al segundo plato?
Ya, ya, en tu familia también hay
gente encantadora con la que te encantaría reunirte. Pues no pienses en ellos,
sino en todos aquellos que afortunadamente no vas a ver este año. Parafraseando
a Tagore; no llores por los que no están y te gustaría que estuviesen, porque
las lágrimas te impedirán disfrutar de las jubilosas ausencias. Además, siempre
nos quedará Zoom.
Céntrate en tu familia más próxima.
¿Os queréis? Pues entonces tienes de sobra con eso. Aunque puede que tus hijos
te ignoren y tu pareja quisiera poder ignorarte... Pero da igual: es Navidad,
el momento ideal para fingir. Aunque no, seguro que os queréis. Pues céntrate
en lo que tienes, disfruta de lo pequeño. ¿Que no podéis estar más de seis
juntos? Coño, pero si en mi familia, de pequeño, éramos seis y ya me parecía
una multitud.
Me voy a poner cursi: La Navidad no
está fuera, sino dentro de uno mismo. La Navidad es un estado de ánimo. ¿A que
doy asquito? En realidad, preferiría llamarlo Solsticio de Invierno, que es el
auténtico origen de esta festividad; pero si lo hago se me enfada Casado,
porque, para él, todo lo que no sea cristiano y/o rojigualda es antiespañol.
Igual que para Almeida, el pequeño
alcalde de Madrid. El tío ha puesto, como luces navideñas, una bandera de
España luminosa de más de un kilómetro de largo en el paseo de la Castellana.
En fin, no tengo nada contra la bandera, tampoco a favor; es un símbolo y, como
tal, significa lo que a cada cual le salga de las narices. Pero, ¿no se supone
que la Navidad es una celebración ecuménica que propicia la unión y la
fraternidad? Entonces, ¿a qué viene mezclarla con el puñetero nacionalismo, que
es la esencia misma de la desunión? Al final todo se reduce a ver quién la
tiene más grande. La bandera, digo.
Volviendo al tema inicial, nada en
esta coronavidad va a ser lo mismo. Por ejemplo, yo tengo un ritual: Al llegar
estas fechas, voy al barrio donde vivía, Chamberí, y deambulo por algunas de
sus calles; sobre todo por Manuel Silvela, donde estaba mi primer colegio, por
la parroquia del Perpetuo Socorro o por la plaza de los Chisperos. Luego voy a
la bodega La Ardosa, en Santa Engracia, y me tomo una bravas (quizá las mejores
de Madrid). Es decir, visito los escenarios de mi infancia. Pues bien, este año
no lo he hecho. No me apetece ir con mascarilla y miedo al bicho. Ya volveré el
año que viene.
Afortunadamente, hay cosas que no
cambian, y una de ellas es el tradicional cuento navideño de Babel, tan
entrañable él. Normalmente, al llegar noviembre me pongo a pensar en
argumentos; a veces, porque estoy liado con otras cosas, tardo en encontrarlo y
me entra la paranoia; otras veces se me ocurre a tiempo y me relajo. Este año,
a finales de noviembre tenía dos argumentos para dos cuentos distintos: uno
triste y otro gamberro. Bastantes tristezas hemos tenido este año, me dije, así
que ya sabéis cuál escogí.
Quizá penséis que me inclino por los
cuentos navideños irreverentes y/o traviesos. Y, bueno, es cierto que mi lado
anarco, y mi negro sentido del humor, me llevan a escribir con frecuencia sobre
caníbales, extinciones masivas o demonios. Pero también es verdad que me gustan
los cuentos navideños tradicionales, siempre y cuando sean originales y no
demasiado babosos. Os confesaré que, de todos los que he escrito, mi favorito
es La historia del indiano, un cuento
que es puro buen rollo. Pero es difícil encontrar historias navideñas que no
suban la glucosa; además, creo que tiendo al gamberrismo; debería volver a
tomar la medicación...
El relato de este año se llama “El
poni” y cuenta la conmovedora historia de un tierno Santa Claus. O algo así.
Espero que os guste.
Un año más, amigos, os deseo que
paséis unas fiestas estupendas. Ya os habéis librado de la comida de empresa y
os vais a librar de los parientes pesados, ¿qué más le podéis pedir a la vida?
Sed felices, cuidaos mucho, quedaos en casita –que es donde mejor se está- y no
toqueteéis a los extraños. Queridos merodeadores: un gran y virtual abrazo de
oso (amoroso)
El poni
By César Mallorquí
Como buen Santa Claus que era, a
Germán le encantaban los niños y la Navidad. Por eso cada año, cuando la ciudad
se vestía de luces de colores y el aire se llenaba de villancicos, Germán se
ponía un traje rojo con ribetes blancos y acudía a distintos centros
comerciales para atender pacientemente las peticiones de los niños.
Lo hacía por ellos, por los niños,
pero también por el dinero que le pagaban, una cantidad que le venía muy bien
para complementar su magra pensión. Y, justo es reconocerlo, Germán era un
excelente Santa Claus. No necesitaba barba postiza, pues la suya era blanca,
larga y algodonosa, y tampoco requería un traje acolchado, pues era de natural
entrado en carnes. Además, tenía la edad adecuada: setenta y dos años. La
verdad es que, incluso con traje de calle, Germán parecía Santa Claus. Eso por
no mencionar su carácter, tranquilo, cariñoso, bonachón y apacible (...)
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