Hace poco, un amable merodeador de Babel se lamentaba de la tendencia de nuestra generación a prohibir. En realidad, bastante gente –casi todos progresistas, personas de izquierdas; aunque en cierto sentido, el económico, también muchos de derechas-, bastante gente, insisto, sostiene que no debería prohibirse nada, que prohibir es una actitud fascista. “Prohibido prohibir”, rezaba la consigna de mayo del 68.
Y, la verdad, es una idea que suena bien, sugerente, acariciadora. ¿A quién le gusta que le prohíban algo? De hecho, toda prohibición lleva implícita una invitación a infringirla. Si alguien dice: “prohibido comer bosta de vaca”, me entran unas ganas enormes de ponerme ciego a boñigas, y no por cuprofagia, sino por rebeldía. Y esto es así no tanto porque me impidan hacer algo (que a lo mejor ni siquiera deseo, como en el caso de la bosta), sino por el hecho de que alguien se arrogue el poder de decidir lo que puedo o no puedo hacer. Porque toda prohibición lleva implícito el concepto de “poder”; en caso contrario, ¿quién dictaría las prohibiciones y quién las impondría? El poder, por supuesto, adopte la forma que adopte. Y como siento un profundo recelo hacia el poder, reconozco que me resulta atractivo ese lema del prohibido prohibir. Sintoniza con mis fobias y mis filias.
Hasta que me paro a pensarlo con detenimiento y tropiezo con la cruda realidad. Vamos a ver, ¿prohibido prohibir... todo? ¿No deberían prohibirse el asesinato, el robo, la tortura, las violaciones o el maltrato infantil? O, descendiendo un peldaño en la escala de la gravedad, ¿deberían prohibirse las direcciones prohibidas, los semáforos, los ceda el paso y los stop? Y ya adentrándonos en lo más nimio, ¿qué pasa con los juegos? Todo juego tiene unas normas que incluyen restricciones. ¿Deberíamos olvidarnos de ellas y mover la reina como un caballo o aceptar pulpo como animal de compañía? Algo falla en eso del “prohibido prohibir”. De entrada, si suscribimos el principio humanista de que mi libertad acaba donde empieza la tuya, ahí nos topamos con un buen montón de restricciones “naturales”, por decirlo así. Prohibido agredirte, prohibido invadir tus propiedades, prohibido restringir tu derecho de expresión o, por ejemplo, prohibido hacerte un pijama de saliva sin tu consentimiento (en el caso de que seas Halle Berry).
La verdad –y aunque suene fachorra decir esto-, creo que las prohibiciones, además de inevitables, son imprescindibles para nuestro desarrollo como seres sociales. Incluso diría que son absolutamente necesarias para nuestro equilibrio psicológico (y si no el nuestro, al menos sí el de los demás). Ya sé que me pongo pesado contando anécdotas personales, pero como el blog es mío os jorobáis, así que os voy a contar no una, sino dos.
La primera sucedió hace, puf, no sé cuántos años; probablemente a mediados o finales de los setenta. Era invierno; seis amigos/as estábamos en un pueblo de la sierra de Madrid pasando el fin de semana. Una tarde, después de comer, salimos a dar un vuelta por el campo y allí, en medio de una pradera, nos encontramos con una más o menos joven madre que jugaba al balón con su hijo de seis o siete años de edad. Nos pusimos a hablar con ella y descubrimos que era periodista, que estaba separada y que era muy, pero que muy moderna y enrollada. En cuanto al niño, sólo adelantaré que se trataba de una criatura de aspecto angelical, lo cual demuestra que el rostro nunca es el espejo del alma. En fin, tras dar un paseo, invitamos a la madre a tomar un café en casa y allí nos dirigimos. Preparamos una cafetera, nos acomodamos los adultos en el salón, formando un corro con las sillas y los sillones, y seguimos charlando. Entre tanto, el niño se puso a jugar con el balón. La pregunta es: ¿cómo jugaba al balón? Pues giraba alrededor de nosotros y hacía rebotar su pelota contra nuestras cabezas. Algo muy molesto, creedme, pero la madre no decía nada. Y es que la madre era tan moderna, tan modernísima, que, según confesó orgullosa, seguía fielmente las enseñanzas educativas del Dr. Spock. No, no me refiero al orejudo de Star Trek, sino a Benjamín Spock, un pediatra norteamericano que a finales de los 40 escribió una serie de libros donde preconizaba que los niños debían ser educados sin ningún tipo de prohibiciones –lo que podrían traumatizarles-, permitiendo así el libre y armónico desarrollo de su naturaleza. En resumen: a aquel niño no le había reñido nunca nadie, siempre había hecho lo que le había salido de las narices.
Bueno, tras dar unas cuantas vueltas peloteando contra nuestros cráneos, aquella semilla del demonio decidió que mi cabeza, quizá por ser la más grande, era la más adecuada para convertirse en su frontón exclusivo y, a partir de aquel momento, comenzó a hacer rebotar la pelota, una y otra vez, contra mi nuca. Vale, era un balón de plástico y el niño no tenía mucha fuerza, pero ¿os imagináis lo irritante que puede ser un constante golpeteo contra la cabezota? Al cabo de unos minutos, me volví hacia el niño y, con gélida sonrisa, pero fingidamente dulce tono, le pedí por favor que dejara de darme pelotazos. Entonces, la madre intervino y me espetó: “No le hagas caso; enseguida se aburrirá y se pondrá a hacer otra cosa”.
Pero, ¿cómo no iba a hacerle caso si no paraba de aporrearme la mollera? Además, aquel monstruo, lejos de aburrirse, parecía infatigable, una mente obsesiva que había encontrado el objetivo de su existencia en el acto de arrearme pelotazos. Y así siguió un buen rato, pum-pum-pum-pum..., hasta que el azar y la balística unieron sus fuerzas para que la pelota, en uno de los rebotes, cayera en mi regazo en vez de volver a las manos del niño. Oh, santa Madona, qué satisfacción experimenté en aquel momento... Me volví hacia el niño, que tendía los bracitos, impaciente, exigiéndome la devolución de la pelota, y le sonreí con ternura. “Toma, guapo”, dije; y le lancé el balón. Se lo lancé con fuerza; es decir, con toda la fuerza que pude imprimirle al esférico sin que el gesto me delatase. Bastante fuerza, digamos.
La pelota, bendita sea, impactó vigorosamente contra la cara del niño, que se cayó de culo y rompió a berrear como un poseso. Me levanté inmediatamente, deshaciéndome en disculpas. “Pobrecito”, dije, secretamente orgulloso de mi puntería; “¡“la he tirado demasiado fuerte. ¿Te he hecho pupa?”. "¡SÍÍÍÍÍÍÍÍ!”, aulló el niño para mi íntima satisfacción. Afortunadamente, la madre creía tanto en la libertad de acción de su retoño como en su derecho a sufrir sin que ningún adulto le prestase particular atención, de modo que la cosa no pasó de ahí. Tras unos cuantos minutos de sonoros alaridos, el niño se sorbió los mocos, cogió su balón y se puso a jugar. Pero, atención amigos míos, aquel cachorro de Satanás continuó rebotando la pelota contra la cabeza de todos los presentes, salvo una: la mía.
Y es que yo, probablemente por primera vez en su existencia, había plantado una severa restricción frente a él. Un castigo, dirá alguien; pero no, no era un castigo porque no hubo reprimenda. Ni siquiera fue una lección, sino una advertencia. Aquel pelotazo quería decir: “Ojo, chaval, la cabeza de ese tipo grande y barbudo es tabú. Porque puede que tu madre sea un cordero contigo, y puede que el resto de la gente que hay aquí esté tan bien educada como para aguantarte en silencio, como a las almorranas, pero ese tipo grande y barbudo tiene los suficientemente pocos escrúpulos como para permitirse sacudirle un balonazo en los morros a un niño tan pequeño como tú sin que su conciencia vacile ni un segundo. Ya, ya sé que en el fondo no tienes la culpa; los responsables son tu madre y el Dr. Spock, pero consuélate pensando que este balonazo que acabas de recibir es la primera lección que te da la vida acerca de lo que puedes y no puedes hacer”. Sí, eso decía el pelotazo, y hay que reconocer que era un pelotazo de lo más locuaz.
La segunda anécdota ocurrió en 1983 y también tiene que ver con un niño. Resulta que un matrimonio venezolano, a quienes había conocido un par de años antes en Caracas, vino a Madrid de vacaciones. No importa cómo se llamaban; baste decir que ambos se dedicaban al mundo del espectáculo y que eran muy populares en su país; sobre todo él, un conocidísimo actor, presentador de TV y locutor. Además, estaban podridos de pasta. Por último, tenían un hijo de unos once o doce años que les acompañaba en sus vacaciones europeas. Ese niño, como descubriría poco después, era el ejemplo perfecto de hasta qué punto unos padres ricos pueden maleducar a su primogénito consintiéndoselo todo. Era un monstruo, pero el muy cabrón disimulaba; por lo menos al principio.
En fin, llegó la familia venezolana y nos fuimos a cenar con ellos; mi hermano, mi cuñada, mi mujer y yo. Durante la cena, el niño se portó razonablemente bien; supongo que estaba bajo los efectos del jet lag. Pero después de la cena decidimos ir a tomar una copa a no sé dónde; como había dos coches, el matrimonio fue con mis hermanos y su hijo con mi mujer y conmigo. Así que nos dirigimos los tres al aparcamiento, pagué, me dieron una ficha y nos montamos en el coche. Al llegar a la salida, el niño me dijo que quería echar la ficha en el aparato y yo, tan paternal como cándidamente, se la entregué. Él, sentado en el asiento trasero, bajó la ventanilla, sonrió malignamente... y arrojó la ficha cuan lejos pudo. Me quedé mirando el lugar de aquel oscuro aparcamiento por donde había desaparecido la ficha, tragué saliva, conté hasta cien y me recordé a mí mismo que el infanticidio está castigado con severas penas de cárcel. Luego, bajé del coche y me puse a buscar la ficha. Tardé mucho en encontrarla, mucho, mucho, mucho, pero finalmente di con ella. Cuando regresé al coche, el niño me pidió que le entregara otra vez la ficha, asegurándome que no la iba a tirar y que se limitaría a meterla en el aparato. Le expresé con claridad que ni jarto de vino pensaba darle otra vez la ficha, la eché personalmente en el cestito que había junto a la barrera y nos pusimos en marcha.
Yo debí de ser una de las escasas personas que había osado negarle algo a aquel pequeño villano y la cosa no pareció gustarle, porque entonces, de repente, se puso a darme guantazos en la cabeza (¿qué tendrá mi ilustre cráneo para cierto tipo de niños?). Atención: ya no estamos hablando de un niñito de seis o siete años, sino de un chaval preadolescente sin duda entrenado en sacudirle con entusiasmo a la servidumbre de su mansión caraqueña. Aquel hijo de puta, en resumen, me estaba arreando con todas sus fuerzas y me estaba haciendo verdadero daño. Le pedí que parara y él me respondió con una enérgica colleja. Le exigí que parara y él repitió la agresión. Entonces, recurrí a las amenazas: “Si vuelves a pegarme, paro el coche y te meto en un cubo de basura”, dije. ¿Qué hizo la alimaña? Levantó un pie y me propinó un patada en el cráneo, un contundente puntapié que lanzó mi cabeza hacia delante y me hizo ver las estrellas. Luego, después de las estrellas, lo vi todo rojo.
La gracia divina (la divinidad en concreto fue Thor, dios de la guerra) quiso que pocos metros por delante de nosotros hubiera un contenedor de basura. Paré el coche, abrí el contenedor y saqué al niño del vehículo. Tuve que sacarle a rastras, lo reconozco, y eludiendo las patadas que dirigía a mis partes nobles, pero yo era más fuerte, así que lo alcé del suelo, lo cogí por los tobillos y lo introduje cabeza abajo en el contenedor, dejándolo suspendido en el aire, con la cara muy próxima a las malolientes bolsas de basura que allí se amontonaban. Entonces le dije: “Escucha, comadreja: si vuelves a pegarme, a tocarme o tan siquiera a mirarme, te juro que te arranco los higadillos, te echo a un contenedor y nadie volverá a saber de ti”. Lo mantuve unos cuantos segundos más suspendido sobre la basura y luego lo devolví al interior del coche. El niño se encerró en un reconcentrado mutismo y no volvió a pegarme, ni a hablarme, ni a mirarme siquiera. Eso sí, nada más reencontrarse con sus padres, me señaló con un acusador dedo y les dijo: “¡Me ha metido en un cubo de basura!”. Yo me limité a sonreír con inocencia y respondí: “Estábamos jugando”. El caso es que, durante el resto de la estancia de los venezolanos, aquel engendro malcriado se mantuvo a una prudente y muy satisfactoria distancia de mí. Yo, de nuevo, era tabú.
Cuento estas dos anécdotas para ilustrar hasta qué punto la carencia de restricciones puede, durante el proceso de formación, crear monstruos. Ambos niños, cada uno a su manera, habían sido criados sin imposiciones, sin prohibiciones, de tal modo que su ego se expandía por todas partes, eran el centro del universo, podían hacer lo que les viniera en gana. Y no creáis que eso era así sólo porque se trataba de niños; con los adultos poco habituados a las restricciones sucede lo mismo. Lo que pasa es que un adulto no será tan directo (no me aporreará la cabeza, espero), actuará de forma más taimada y al final será mucho más hijo de puta que un niño. A fin de cuentas, un psicópata no es más que un ser humano sin limitaciones éticas, todo ego, un enorme YO.
Prohibido prohibir es una frase bonita, tentadora, pero sólo podría llevarse a cabo si fuéramos buenos. El problema es que no lo somos. Si permitimos que un ser humano se desarrolle en total libertad, sin recibir la menor imposición, sin que nadie le plantee prohibiciones ni límites, lo que obtenemos no es el buen salvaje de Rousseau, sino un mono egoísta y tocapelotas.
Por supuesto, eso no significa que haya que reglamentarlo todo. Debería prohibirse el menor número de cosas posible, aunque también es cierto que muchas cosas que hoy son enteramente legítimas deberían estar prohibidas. Adhiriéndome a una teoría de mi buen amigo Samael, lo ideal sería que evolucionásemos hacia el homo eticus. En ese caso no haría falta prohibir nada, porque nosotros mismos nos impondríamos nuestras propias restricciones. En realidad, lo hacemos habitualmente; si no violo a las mujeres no es porque la ley me lo prohíba, sino porque a mí, como a la mayor parte de los hombres, me repugna éticamente la idea de forzar a un ser humano. Pero no todas las personas somos iguales, no todos tenemos la misma moral. Además, en los extremos del arco ético la cosa está más o menos clara, pero en la zona central –ahí donde comienzan los balonazos y la collejas en el coco- todo es mucho más difuso.
martes, mayo 29
viernes, mayo 18
Contra la tauromaquia
Voy a confesaros algo de lo que no me siento orgulloso: me gusta el boxeo. En efecto, disfruté en el pasado con la coreográfica elegancia de Muhammad Ali, o con la contundencia de George Foreman, o con la milimétrica precisión de “Sugar” Ray Leonard, o con el agresivo estilo de Julio César Chávez, o con el preciosismo técnico de Evander Holyfield... Si un amigo, hace años, me hubiera dicho: “pero cómo a alguien como tú puede gustarle algo tan brutal como el boxeo”, yo le hubiera respondido que el boxeo no es sólo brutalidad. No disfruto viendo a dos roqueños pegadores sacudiéndose leches, pero sí lo hago contemplando el combate entre un estilista y un buen pegador, o entre dos estilistas. Ahí hay estrategia, habilidad, inteligencia, esgrima; ahí, en el pugilismo técnico, hay arte. Eso es lo que hubiera dicho hace años, sí señor. Y, en parte, tendría razón. Pero sólo en parte.
Ahora, permitidme que os cuente algo que sucedió hace catorce o quince años. Estaba en casa, solo; conecté el televisor y encontré un combate de boxeo empezado. Creo que estaba en juego el título europeo de no recuerdo qué categoría; probablemente peso medio o supermedio. Tampoco recuerdo los nombres de los boxeadores, así que los llamaremos A y B (lo que sí recuerdo es que A era italiano). Bueno, debían de andar por el sexto o séptimo round y A le estaba propinando un severo castigo a B, quien, agazapado tras una cerrada guardia, se limitaba a responder con alguna que otra contra. Al acabar el round era evidente que lo había ganado A a los puntos. Se inició el siguiente round y las cosas siguieron igual; es decir, A golpeando a diestro y siniestro y B agazapado soltando ocasionales contras. De pronto, al cabo de un par de minutos, el árbitro detuvo el combate y decretó la victoria de B por KO técnico. Tongo, pensé yo (y los locutores que retransmitían la pelea); estaba claro que A iba ganando a los puntos y no daba la menor sensación de que sufriese lesión alguna. Un tongazo como la copa de un pino. Apagué la tele y así quedó la cosa.
Pero al día siguiente leí en el periódico una noticia que me estremeció. Poco después del combate, el boxeador A entró en coma y al cabo de una horas murió. Me sentí fatal. Había presenciado un homicidio retransmitido en directo y mi único pensamiento fue que el árbitro había hecho tongo. Un homicidio, sí; involuntario, por supuesto, pero causado directamente por un deporte-espectáculo al que yo era aficionado. Porque el boxeo profesional contempla entre sus opciones el Knock-Out; es decir, la pérdida de consciencia de uno de los púgiles causada por el impacto del cerebro contra las paredes internas del cráneo. Esos impactos pueden producir severas lesiones neurológicas, o incluso la muerte, como en el caso de A. Pero sin llegar a tanto, las secuelas del boxeo son tremendas. Recordé a Muhammad Ali temblando como un flan por el Parkinson causado por los golpes (probablemente por los golpes que le propinó Joe Frazier en sus tres combates). Recordé también a Paulino Uzcudun, campeón de Europa de los pesados en 1926 y 1933. Le conocí siendo yo un adolescente y él un enorme y robusto anciano. Un enorme y robusto anciano al que era casi imposible entender ni una palabra de lo que decía y que, durante los años anteriores a su muerte, no recordaba nada, ni siquiera sus días de gloria. Juguetes rotos, así los llamó Summers.
Ese día comprendí algo y tomé una decisión. Comprendí que ningún espectáculo justifica que sus protagonistas pongan en riesgo su vida o su salud. En cuanto a la decisión, me juré a mí mismo que jamás volvería a presenciar un combate de boxeo. Y lo he cumplido; desde entonces, no he visto ni un round, y, pese a que me sigue gustando el boxeo, estoy muy satisfecho de esa decisión. Digamos que me siento más consecuente conmigo mismo. De hecho, si en mi mano estuviese prohibiría el boxeo profesional; es decir, aquellos combates en que, con presencia de público, los púgiles reciben dinero por partirse la cara.
¿Por qué hablo de boxeo si el título del post va sobre tauromaquia? Porque quiero dejar claro que no basta con que a uno le guste una cosa para que esa cosa sea buena. Cuando veía combates (siempre por TV), sólo veía una parte del boxeo, el espectáculo, el arte del pugilismo, pero me negaba a ver lo que había detrás. Y lo que había detrás, amigos míos, era terrible. Puestas en una balanza la parte buena y la parte mala, pesaban mucho más los aspectos negativos del boxeo, de modo que, por un mínimo de coherencia ética, yo no podía formar parte de esa barbaridad, ni siquiera como espectador en la distancia.
Ahora hablemos de toros. No me gustan las corridas taurinas; nunca me gustaron y a estas alturas puedo aventurar que jamás me gustarán. De hecho, me ponen enfermo. Me parece una fiesta bárbara y cruel; me desagrada su estética, que evoca los peores tópicos de mi país, y no veo por ninguna parte ese arte que, al parecer, tanto hace disfrutar a los aficionados. Pero, ojo, no niego que ese arte exista. Yo soy incapaz de verlo, igual que otra gente es incapaz de ver ni una pizca de arte en el pugilismo, pero acepto que la tauromaquia sea un arte. No obstante, que algo pueda ser considerado artístico no implica necesariamente que sea bueno. Por ejemplo, muchas personas –entre ellas Sun Tzu- sostienen que la guerra es un arte, y convendréis conmigo que la guerra no es, desde ningún punto de vista, algo bueno ni, desde luego, deseable.
El caso es que, al igual que decía acerca del boxeo, si en mi mano estuviese prohibiría las corridas de toros. Y no porque me gusten o me disgusten (recordad que el boxeo me gusta), o porque sean o no un arte, sino por la ética implícita en el espectáculo. La tauromaquia es moralmente reprobable, y tengo dos razones distintas para afirmar esto.
En primer lugar, no debería permitirse ninguna diversión pública donde el peligro para la integridad física y la vida de quienes lo protagonizan forma parte consustancial del espectáculo. En realidad, es el mismo argumento que en el caso del boxeo, y contra él tanto los aficionados a los toros como al pugilismo suelen alegar dos objeciones. La primera, que los toreros (o los boxeadores) se dedican a lo que se dedican porque quieren. Nadie les obliga a torear (o pelear). Es cierto, pero también es verdad que son muchas las razones que pueden obligar a hacer barbaridades: la miseria, la ambición, la fama o, sin ir más lejos, las ganas de follar. Pero esto, en realidad, da igual, porque no basta con el libre consentimiento de los protagonistas para que un espectáculo sea lícito. En caso contrario, podríamos justificar, por ejemplo, las luchas de gladiadores. Si los que van a pelear a muerte lo hacen libremente (y no os quepa duda de que, si hay dinero de por medio, brotarían como hongos los candidatos a gladiador), ¿cuál es el problema? Pues que una sociedad civilizada no puede aceptar cierto tipo de prácticas, igual que no acepta el Free Fight, o Pelea Total sin reglas, una variedad de lucha que es ilegal en todas partes, pero que suele practicarse clandestinamente en algunos países del este de Europa. La segunda objeción que suele alegarse es que si el riesgo físico supusiera un impedimento, muchos otros espectáculos, aparte de los toros, deberían prohibirse. Por ejemplo, la Fórmula 1. Pero hay un punto de falacia en este ejemplo: en las carreras automovilísticas, el riesgo de los pilotos no forma parte consustancial del espectáculo. Lejos de ello, las medidas de seguridad han ido mejorando hasta tal punto que ya no recuerdo cuándo un piloto de Formula 1 ha resultado muerto o severamente lesionado en el curso de una competición. Pero, ¿qué pensaríamos si los organizadores de las carreras pusieran en los circuitos baches, zanjas y charcos de aceite para incrementar el riesgo? Nos parecería una barbaridad. Ahora bien, ¿por qué no se permite el afeitado de los toros? Porque la posibilidad de que el torero sea corneado forma parte de las reglas del toreo. Es decir, la eventual muerte del matador (o del banderillero, o de cualquier otro subalterno) no es un accidente, sino un lance más de la tauromaquia. Y eso es una barbaridad.
La segunda razón que me lleva a abominar de la tauromaquia es que se trata de un espectáculo que consiste, básicamente, en la tortura y muerte de un animal. No, no, dirá alguien; se trata de la noble lucha del hombre contra la bestia, del arte de esquivar la muerte con valentía y elegancia... Vale, sí, el arte de la tauromaquia; aunque yo no lo vea, ya lo he aceptado de partida. Pero todos esos soberbios capotazos, todas esos pases de muleta tan artísticos como la catedral de Burgos, todas esas posturas gallardas, todo el colorido de la fiesta, todo en la tauromaquia tiene como foco la tortura y muerte de un animal.
Permitidme que os describa lo que le sucede a un toro desde el momento que sale al coso. El animal pasa de un lugar oscuro a un círculo de arena iluminado por un sol que le ciega momentáneamente. Sólo percibe una intensa algarabía humana a su alrededor. Cuando recupera la visión, distingue una figura que le cita en la distancia. Embiste, pero un capote desvía su acometida. Tras varios mareantes capotazos, un hombre montado a caballo entra en el coso. El toro embiste, impacta contra el costado derecho de la montura, y se encuentra con una puya de diez centímetros clavándose en su carne, rompiendo fibras, tendones, arterias, y dejando un boquete por el que escapa la sangre a borbotones. Tras varios puyazos, algunos de los cuales pueden superar los cuarenta centímetros de extensión, el toro se aleja del picador. Tiene el morrillo lacerado por la pica; una arteria lanza un intermitente chorro de sangre. Siente un dolor terrible. Otro hombre entra en el coso, esta vez sin caballo ni capote. El animal embiste, pero el hombre le esquiva y le clava en la carne dos banderillas, dos arpones, ocho centímetros de acero. Luego, otro par. La banderillas, cuando el toro se mueve, se bambolean de un lado a otro, desgarrando la carne del animal y provocándole un dolor muy intenso. Además, los arpones seccionan músculos, tendones y nervios, impidiéndole al toro levantar la cabeza. Tras la faena, con el animal debilitado por la pérdida de sangre y el dolor, llega la hora de matar. Muchas veces, la espada perfora un pulmón; por eso el toro vomita sangre. Si el animal cae, sufrirá una dolorosa agonía hasta que el puntillero lo remate. Si le quedan fuerzas para seguir acometiendo, recibirá más espadazos; con suerte, alguno le seccionará la médula, acabando rápidamente con su agonía. Eso es lo que les sucede anualmente a unas treinta mil reses en esta nuestra España.
Ah, olvidaba hablar de los caballos de los picadores. Antes iban a cuerpo descubierto, pero quedaba feo ver sus intestinos desparramándose sobre la arena, así que les pusieron peto. El peto protege de las cornadas perforantes, pero 650 kilos de embestida bastan y sobran para romperle las costillas al caballo y reventarle los órganos internos. Por cierto, para evitar los relinchos de terror, que podrían molestar al público, muchas veces se le seccionan al caballo las cuerdas antes de salir a la plaza.
Eso es lo que realmente ocurre en los cosos, por mucho que lo disfracemos de oro, grana y arte. Creo que una de las condiciones –no la mayor, pero tampoco la más pequeña- para considerar civilizada a una sociedad, es el respeto a los animales. Debemos matar para vivir, somos el máximo predador que ha pisado la faz de la Tierra; y lo somos gracias a nuestra prodigiosa mente. Pero esa misma mente nos dota también de sensibilidad y empatía, por lo que deberíamos matar inflingiendo el menor dolor posible. Y desde luego no deberíamos regocijarnos con un espectáculo basado en la tortura de animales. Permitidme que reproduzca parte de un artículo publicado por Jesús Torbado en El Mundo (13-5-90):
“Pero la práctica de la tauromaquia no es repugnante sólo por ese legalizado desprecio hacia las vidas ajenas, por la alegría ante ese agónico sufrimiento de los toros, sino por la propia posición del hombre frente al espectáculo. La satisfacción ante la tortura ajena coloca al ser humano en una posición muy comprometida ante sí mismo y sus supuestos valores morales”.
Y más adelante concluye:
“El espectáculo taurino no es más que la síntesis oficializada de todas las aberraciones y tropelías que se cometen con los animales sólo porque no saben defenderse mejor y porque nosotros hemos decidido que somos superiores. Por experiencia larga sé que toda argumentación antitaurina es inútil y que trae mas odios y rencores que manifestarse contra cualquier otra de las muchas barbaridades que a diario nos rodean. Pero, desgraciadamente, los toros no saben escribir ni contar sus sufrimientos. Tampoco muchos hombres son capaces de comprender que el gozo por el dolor ajeno es lo que menos ennoblece su ensoberbecida identidad humana”.
Mi experiencia también me dicta que es inútil intentar razonar con los aficionados a la tauromaquia. Ellos sólo ven el arte, la fiesta y el espectáculo, y se niegan a ver todo lo demás. Para ellos, la sangre de los toros no es más que un colorista adorno, pero esa sangre es sinónimo de dolor y muerte. Para ellos, cuanto más en peligro ponga su vida el torero, mejor será la faena, pero ninguna vida debería arriesgarse por un motivo tan nimio como la diversión ajena.
Así pues, este comentario que acabo de escribir no servirá para nada, ya que sólo convencerá a quienes estaban previamente convencidos. No obstante, cuantas más voces se alcen en contra de ese bárbaro espectáculo, antes conseguiremos erradicar la tauromaquia de nuestra (in)cultura nacional. Ojalá sea pronto.
Ahora, permitidme que os cuente algo que sucedió hace catorce o quince años. Estaba en casa, solo; conecté el televisor y encontré un combate de boxeo empezado. Creo que estaba en juego el título europeo de no recuerdo qué categoría; probablemente peso medio o supermedio. Tampoco recuerdo los nombres de los boxeadores, así que los llamaremos A y B (lo que sí recuerdo es que A era italiano). Bueno, debían de andar por el sexto o séptimo round y A le estaba propinando un severo castigo a B, quien, agazapado tras una cerrada guardia, se limitaba a responder con alguna que otra contra. Al acabar el round era evidente que lo había ganado A a los puntos. Se inició el siguiente round y las cosas siguieron igual; es decir, A golpeando a diestro y siniestro y B agazapado soltando ocasionales contras. De pronto, al cabo de un par de minutos, el árbitro detuvo el combate y decretó la victoria de B por KO técnico. Tongo, pensé yo (y los locutores que retransmitían la pelea); estaba claro que A iba ganando a los puntos y no daba la menor sensación de que sufriese lesión alguna. Un tongazo como la copa de un pino. Apagué la tele y así quedó la cosa.
Pero al día siguiente leí en el periódico una noticia que me estremeció. Poco después del combate, el boxeador A entró en coma y al cabo de una horas murió. Me sentí fatal. Había presenciado un homicidio retransmitido en directo y mi único pensamiento fue que el árbitro había hecho tongo. Un homicidio, sí; involuntario, por supuesto, pero causado directamente por un deporte-espectáculo al que yo era aficionado. Porque el boxeo profesional contempla entre sus opciones el Knock-Out; es decir, la pérdida de consciencia de uno de los púgiles causada por el impacto del cerebro contra las paredes internas del cráneo. Esos impactos pueden producir severas lesiones neurológicas, o incluso la muerte, como en el caso de A. Pero sin llegar a tanto, las secuelas del boxeo son tremendas. Recordé a Muhammad Ali temblando como un flan por el Parkinson causado por los golpes (probablemente por los golpes que le propinó Joe Frazier en sus tres combates). Recordé también a Paulino Uzcudun, campeón de Europa de los pesados en 1926 y 1933. Le conocí siendo yo un adolescente y él un enorme y robusto anciano. Un enorme y robusto anciano al que era casi imposible entender ni una palabra de lo que decía y que, durante los años anteriores a su muerte, no recordaba nada, ni siquiera sus días de gloria. Juguetes rotos, así los llamó Summers.
Ese día comprendí algo y tomé una decisión. Comprendí que ningún espectáculo justifica que sus protagonistas pongan en riesgo su vida o su salud. En cuanto a la decisión, me juré a mí mismo que jamás volvería a presenciar un combate de boxeo. Y lo he cumplido; desde entonces, no he visto ni un round, y, pese a que me sigue gustando el boxeo, estoy muy satisfecho de esa decisión. Digamos que me siento más consecuente conmigo mismo. De hecho, si en mi mano estuviese prohibiría el boxeo profesional; es decir, aquellos combates en que, con presencia de público, los púgiles reciben dinero por partirse la cara.
¿Por qué hablo de boxeo si el título del post va sobre tauromaquia? Porque quiero dejar claro que no basta con que a uno le guste una cosa para que esa cosa sea buena. Cuando veía combates (siempre por TV), sólo veía una parte del boxeo, el espectáculo, el arte del pugilismo, pero me negaba a ver lo que había detrás. Y lo que había detrás, amigos míos, era terrible. Puestas en una balanza la parte buena y la parte mala, pesaban mucho más los aspectos negativos del boxeo, de modo que, por un mínimo de coherencia ética, yo no podía formar parte de esa barbaridad, ni siquiera como espectador en la distancia.
Ahora hablemos de toros. No me gustan las corridas taurinas; nunca me gustaron y a estas alturas puedo aventurar que jamás me gustarán. De hecho, me ponen enfermo. Me parece una fiesta bárbara y cruel; me desagrada su estética, que evoca los peores tópicos de mi país, y no veo por ninguna parte ese arte que, al parecer, tanto hace disfrutar a los aficionados. Pero, ojo, no niego que ese arte exista. Yo soy incapaz de verlo, igual que otra gente es incapaz de ver ni una pizca de arte en el pugilismo, pero acepto que la tauromaquia sea un arte. No obstante, que algo pueda ser considerado artístico no implica necesariamente que sea bueno. Por ejemplo, muchas personas –entre ellas Sun Tzu- sostienen que la guerra es un arte, y convendréis conmigo que la guerra no es, desde ningún punto de vista, algo bueno ni, desde luego, deseable.
El caso es que, al igual que decía acerca del boxeo, si en mi mano estuviese prohibiría las corridas de toros. Y no porque me gusten o me disgusten (recordad que el boxeo me gusta), o porque sean o no un arte, sino por la ética implícita en el espectáculo. La tauromaquia es moralmente reprobable, y tengo dos razones distintas para afirmar esto.
En primer lugar, no debería permitirse ninguna diversión pública donde el peligro para la integridad física y la vida de quienes lo protagonizan forma parte consustancial del espectáculo. En realidad, es el mismo argumento que en el caso del boxeo, y contra él tanto los aficionados a los toros como al pugilismo suelen alegar dos objeciones. La primera, que los toreros (o los boxeadores) se dedican a lo que se dedican porque quieren. Nadie les obliga a torear (o pelear). Es cierto, pero también es verdad que son muchas las razones que pueden obligar a hacer barbaridades: la miseria, la ambición, la fama o, sin ir más lejos, las ganas de follar. Pero esto, en realidad, da igual, porque no basta con el libre consentimiento de los protagonistas para que un espectáculo sea lícito. En caso contrario, podríamos justificar, por ejemplo, las luchas de gladiadores. Si los que van a pelear a muerte lo hacen libremente (y no os quepa duda de que, si hay dinero de por medio, brotarían como hongos los candidatos a gladiador), ¿cuál es el problema? Pues que una sociedad civilizada no puede aceptar cierto tipo de prácticas, igual que no acepta el Free Fight, o Pelea Total sin reglas, una variedad de lucha que es ilegal en todas partes, pero que suele practicarse clandestinamente en algunos países del este de Europa. La segunda objeción que suele alegarse es que si el riesgo físico supusiera un impedimento, muchos otros espectáculos, aparte de los toros, deberían prohibirse. Por ejemplo, la Fórmula 1. Pero hay un punto de falacia en este ejemplo: en las carreras automovilísticas, el riesgo de los pilotos no forma parte consustancial del espectáculo. Lejos de ello, las medidas de seguridad han ido mejorando hasta tal punto que ya no recuerdo cuándo un piloto de Formula 1 ha resultado muerto o severamente lesionado en el curso de una competición. Pero, ¿qué pensaríamos si los organizadores de las carreras pusieran en los circuitos baches, zanjas y charcos de aceite para incrementar el riesgo? Nos parecería una barbaridad. Ahora bien, ¿por qué no se permite el afeitado de los toros? Porque la posibilidad de que el torero sea corneado forma parte de las reglas del toreo. Es decir, la eventual muerte del matador (o del banderillero, o de cualquier otro subalterno) no es un accidente, sino un lance más de la tauromaquia. Y eso es una barbaridad.
La segunda razón que me lleva a abominar de la tauromaquia es que se trata de un espectáculo que consiste, básicamente, en la tortura y muerte de un animal. No, no, dirá alguien; se trata de la noble lucha del hombre contra la bestia, del arte de esquivar la muerte con valentía y elegancia... Vale, sí, el arte de la tauromaquia; aunque yo no lo vea, ya lo he aceptado de partida. Pero todos esos soberbios capotazos, todas esos pases de muleta tan artísticos como la catedral de Burgos, todas esas posturas gallardas, todo el colorido de la fiesta, todo en la tauromaquia tiene como foco la tortura y muerte de un animal.
Permitidme que os describa lo que le sucede a un toro desde el momento que sale al coso. El animal pasa de un lugar oscuro a un círculo de arena iluminado por un sol que le ciega momentáneamente. Sólo percibe una intensa algarabía humana a su alrededor. Cuando recupera la visión, distingue una figura que le cita en la distancia. Embiste, pero un capote desvía su acometida. Tras varios mareantes capotazos, un hombre montado a caballo entra en el coso. El toro embiste, impacta contra el costado derecho de la montura, y se encuentra con una puya de diez centímetros clavándose en su carne, rompiendo fibras, tendones, arterias, y dejando un boquete por el que escapa la sangre a borbotones. Tras varios puyazos, algunos de los cuales pueden superar los cuarenta centímetros de extensión, el toro se aleja del picador. Tiene el morrillo lacerado por la pica; una arteria lanza un intermitente chorro de sangre. Siente un dolor terrible. Otro hombre entra en el coso, esta vez sin caballo ni capote. El animal embiste, pero el hombre le esquiva y le clava en la carne dos banderillas, dos arpones, ocho centímetros de acero. Luego, otro par. La banderillas, cuando el toro se mueve, se bambolean de un lado a otro, desgarrando la carne del animal y provocándole un dolor muy intenso. Además, los arpones seccionan músculos, tendones y nervios, impidiéndole al toro levantar la cabeza. Tras la faena, con el animal debilitado por la pérdida de sangre y el dolor, llega la hora de matar. Muchas veces, la espada perfora un pulmón; por eso el toro vomita sangre. Si el animal cae, sufrirá una dolorosa agonía hasta que el puntillero lo remate. Si le quedan fuerzas para seguir acometiendo, recibirá más espadazos; con suerte, alguno le seccionará la médula, acabando rápidamente con su agonía. Eso es lo que les sucede anualmente a unas treinta mil reses en esta nuestra España.
Ah, olvidaba hablar de los caballos de los picadores. Antes iban a cuerpo descubierto, pero quedaba feo ver sus intestinos desparramándose sobre la arena, así que les pusieron peto. El peto protege de las cornadas perforantes, pero 650 kilos de embestida bastan y sobran para romperle las costillas al caballo y reventarle los órganos internos. Por cierto, para evitar los relinchos de terror, que podrían molestar al público, muchas veces se le seccionan al caballo las cuerdas antes de salir a la plaza.
Eso es lo que realmente ocurre en los cosos, por mucho que lo disfracemos de oro, grana y arte. Creo que una de las condiciones –no la mayor, pero tampoco la más pequeña- para considerar civilizada a una sociedad, es el respeto a los animales. Debemos matar para vivir, somos el máximo predador que ha pisado la faz de la Tierra; y lo somos gracias a nuestra prodigiosa mente. Pero esa misma mente nos dota también de sensibilidad y empatía, por lo que deberíamos matar inflingiendo el menor dolor posible. Y desde luego no deberíamos regocijarnos con un espectáculo basado en la tortura de animales. Permitidme que reproduzca parte de un artículo publicado por Jesús Torbado en El Mundo (13-5-90):
“Pero la práctica de la tauromaquia no es repugnante sólo por ese legalizado desprecio hacia las vidas ajenas, por la alegría ante ese agónico sufrimiento de los toros, sino por la propia posición del hombre frente al espectáculo. La satisfacción ante la tortura ajena coloca al ser humano en una posición muy comprometida ante sí mismo y sus supuestos valores morales”.
Y más adelante concluye:
“El espectáculo taurino no es más que la síntesis oficializada de todas las aberraciones y tropelías que se cometen con los animales sólo porque no saben defenderse mejor y porque nosotros hemos decidido que somos superiores. Por experiencia larga sé que toda argumentación antitaurina es inútil y que trae mas odios y rencores que manifestarse contra cualquier otra de las muchas barbaridades que a diario nos rodean. Pero, desgraciadamente, los toros no saben escribir ni contar sus sufrimientos. Tampoco muchos hombres son capaces de comprender que el gozo por el dolor ajeno es lo que menos ennoblece su ensoberbecida identidad humana”.
Mi experiencia también me dicta que es inútil intentar razonar con los aficionados a la tauromaquia. Ellos sólo ven el arte, la fiesta y el espectáculo, y se niegan a ver todo lo demás. Para ellos, la sangre de los toros no es más que un colorista adorno, pero esa sangre es sinónimo de dolor y muerte. Para ellos, cuanto más en peligro ponga su vida el torero, mejor será la faena, pero ninguna vida debería arriesgarse por un motivo tan nimio como la diversión ajena.
Así pues, este comentario que acabo de escribir no servirá para nada, ya que sólo convencerá a quienes estaban previamente convencidos. No obstante, cuantas más voces se alcen en contra de ese bárbaro espectáculo, antes conseguiremos erradicar la tauromaquia de nuestra (in)cultura nacional. Ojalá sea pronto.
martes, mayo 8
El Rincón del Odio
El amor está sobrevalorado. Pero tiene muy buena prensa, qué le vamos a hacer; le dedican poemas y canciones, hay un día de los enamorados, forma parte de los mejores deseos, como ese paz y amor del 68, o la santísima trinidad del salud, dinero y amor. Hay miles, quizá millones, de novelas y películas dedicadas a enaltecer el amor, como si esta pasión fuera la fuerza que rige nuestro mundo. Y no es así, ni mucho menos. En primer lugar, el amor puede ser una fuerza extraordinariamente destructiva, porque todo depende de lo que ames y cómo lo ames. Por ejemplo, ¿no creéis que gran parte de los “crímenes de género” son en realidad crímenes de amor? Eso no es amor, dirá alguno. Pero sí, sí que lo es: amor torcido, amor en mal estado, amor obsesivo y posesivo, pero amor en cualquier caso. En segundo lugar, el amor es una fuerza caprichosa y voluble, una pasión que se consume a sí misma, un sentimiento ambiguo que muchas veces se confunde con el deseo, el agradecimiento o la seguridad. En efecto, el amor dista mucho de ser la brújula rectora del mundo; ahora bien, su reverso oscuro, el odio... ésa sí que es una fuerza en la que puedes confiar.
Sin lugar a dudas, el odio es el sentimiento más poderoso que podemos experimentar, la pasión más arrebatadora, constante y fiel. Y por si alguien lo duda, vamos a compararlo con su “lado luminoso”. El amor, como las rosas, necesita ser cuidado día a día, abonado, podado, desparasitado y regado, mientras que el odio, como los cactus, crece por sí solo, sin precisar la menor atención. Quizá por eso es tan infrecuente el amor eterno y tan cotidiano el odio infinito. Para consumar el amor, es necesaria la colaboración de la persona amada, pero el odio no precisa en absoluto la aquiescencia de la persona odiada. Más bien al contrario. El amor, tras los primeros meses de pasión, comienza a menguar, o cuando menos a transformarse en otra cosa más serena, mientras que el odio crece y se robustece día a día, siempre igual, aunque cada vez más grande. El amor es excluyente; cuando te enamoras, todo se centra en la persona amada y el resto del mundo se desvanece. Sin embargo, puedes odiar a cuantas personas te venga en gana y a todas con idéntica pasión. Incluso se puede odiar a naciones enteras. El odio es mucho más democrático que el amor. Por último –aunque podría seguir aportando argumentos-, el amor es voluble; hoy adoras a una persona, pero dentro de un tiempo puedes dejar de amarla y enamorarte de otra. Por el contrario, el odio es absolutamente fiel; cuando odias, odias para siempre. De hecho, el amor es reversible; la persona a la que hoy amas puede convertirse con el tiempo en el más furibundo objeto de tu odio –y si no, pregúntale a un abogado matrimonialista-. Sin embargo, el odio es inmutable; nadie se enamora de su peor enemigo.
Supongo que a estas alturas ya habrá quedado claro que lo que rige nuestras vidas, el motor del universo, es el odio, y no esa paparrucha del amor. De hecho, somos una especie particularmente bien dotada para el odio, lo cual nos ha situado por merecimiento propio en la cúspide de la pirámide trófica. Ahora bien, puede que alguien se pregunte: si este capullo piensa así, ¿por qué no se pone un casco de Darth Vader y va por ahí dando rienda suelta al lado oscuro de la fuerza? Pues porque hay algo en lo que amor y odio son idénticos: ninguno sale gratis. Si amas u odias deberás pagar un precio, y el odio está por las nubes.
Nada es perfecto, amigos míos, ni siquiera el odio. Veréis, si odiamos a una persona tenemos dos opciones: hacer algo al respecto o no hacerlo. Si optamos por hacer algo –es decir, si intentamos perjudicar al ser odiado-, deberemos invertir en el proceso tal cantidad de esfuerzo, constancia y dedicación que, sencillamente, no vale la pena. Demasiado trabajo. Por otro lado, si optamos por no hacer nada –que es lo más frecuente- nos zambulliremos de cabeza en el estanque de la frustración. Es como ansiar ser millonario y no emplear más método para conseguirlo que jugar a la Primitiva; sí, puede que te toque, pero lo más probable es que no. Y sí, puede que a tu ser odiado le atropelle un día un coche, pero también puede ser que le toque a él la lotería, lo cual te provocaría un severo ardor de estómago. En resumen: odiar sale demasiado caro, así que el odio, como el champagne, hay que reservarlo para las ocasiones especiales. No sé, una invasión extraterrestre, un ataque de zombis caníbales o las canciones de Celine Dion.
Ahora bien, existe una clase de odio, el abstracto, al que podemos entregarnos sin pagar peaje. Se trata de odiar cosas lejanas y ajenas a ti, pero que por algún motivo te molestan. Es un odio intelectual que no demanda acción y que no frustra por omisión, un odio sereno y mesurado, un odio platónico. Es mi odio favorito. Tanto es así, que he decidido crear una nueva sección en este vuestro blog: El rincón del odio. Aquí traeré a las personas, organizaciones o cosas que odio abstractamente con toda mi alma y las mostraré al mundo para su escarnio y befa.
Ahora vamos a proceder a la inauguración de este nuevo apartado de La Fraternidad de Babel. Para ello, he solicitado la presencia de la señorita Betty Page, ese bombón que podéis admirar a la derecha. He tenido que utilizar una máquina del tiempo para traerla, porque la señorita Page está muerta y, aunque no lo estuviese, ahora sería una anciana de 84 años. Quedémonos pues con el esplendor de su juventud, y lo siento chicas, pero soy un heterosexual militante –un auténtico semental, si vamos a eso- y me niego a que inaugure mi sección un garañón adicto a los anabolizantes. Otra vez será.
Bueno, la señorita Page, tan desvestida como podéis verla en la foto, coge una botella de Moët Chandon (qué menos), la estrella contra la nueva sección y dice...
Betty Page: Queda inaugurado El Rincón del Odio.
APLAUSOS
Y ahora, en el día de estreno de este entrañable apartado donde se cuece la bilis, la mala baba y el justo rencor, nuestro primer invitado es... ¡Scarlett Johansson!
Apellido: Johansson. Nombre: Scarlett. Nacionalidad: estadounidense (hija de un danés y una polaca). Profesión: ¿actriz?
Motivos para el odio: Vale, lo confieso, me enterneció en Lost in Traslation; pero es que por aquel entonces todavía no la había visto demasiado. Y no me molestó en La joven de la perla, porque su papel no pasaba de ser iconográfico y estático, y eso, poner siempre la misma cara, es algo que ella sabe hacer perfectamente. Pero luego... ay, Santa Madona, como he llegado a odiarla, cuánto detesto a esa insoportable criatura. ¿Los motivos de mi odio? Son muchos, pero intentaré resumirlos.
1. Es una pésima actriz incapaz de transmitir la menor emoción y ni un ápice de verosimilitud a sus actuaciones. Sólo sabe adoptar dos expresiones, y una de ellas, estar con la boca cerrada, apenas la utiliza. Su intento de remedar al clásico personaje neurótico de Woody Allen en Scoop resulta particularmente patético y decididamente irritante. Si viéndola en esa película no te entran ganas de estamparle un rodaballo en la cara... es porque no tienes un rodaballo a mano.
2. Está siempre con la boca abierta y los morritos para fuera, como dudando entre hacerte una fellatio o atrapar una mosca en el aire. No sé lo que pensaréis vosotros, pero al verla con esa cara de bobalicona siento el irresistible impulso de correr a la pescadería más cercana para adquirir un rodaballo.
3. No para de trabajar la condenada. Ahora, cuando vas a ver una peli, te preguntan: ¿quién actúa, aparte de Scarlett Johansson? Está en todas partes, y no sólo en el cine, sino también en la publicidad; esa chica no es una actriz: es una plaga.
4. Dicen que es la mujer más deseada del mundo, la que tiene el cuerpo más bonito. Ayayayayay... Santa Halle Berry los perdone, porque están ciegos... ¿La mujer más bella del mundo esa caraboba, enana, rechonchilla y culona? Vale, la chica se merece un par de achuchones en un pajar, no lo niego; pero de ahí a considerarla lo más de lo más hay un largo paso. En fin, se me ocurren un montón de actrices infinitamente más atractivas que ella, pero para qué enumerarlas. Incluso el rodaballo me resulta más atractivo. Lo que pasa es que la señorita Escarlata es muy jovencita y, de algún modo, sabe sacar al pederasta acomplejado que se esconde en el corazón de cualquier cuarentón o cincuentón de mi calaña. Pero a mí, amigos míos, me deja frío. Aunque, bien pensado, creo que podría excitarme fustigando su (enorme) trasero con un látigo de siete colas. Pero no sería sexo, sino un mero ajuste de cuentas.
Condena: Hallándola culpable de los cargos presentados por el ministerio fiscal, se condena a la señorita Scarlett Johansson a mantener la boca cerrada durante el resto de su vida y no volver a participar en una película hasta que tenga la edad adecuada para interpretar papeles de abuela. Puede que en ese lejano futuro haya aprendido a actuar; y si no... bueno, para entonces ya estaré criando malvas, así que no importa.
Sin lugar a dudas, el odio es el sentimiento más poderoso que podemos experimentar, la pasión más arrebatadora, constante y fiel. Y por si alguien lo duda, vamos a compararlo con su “lado luminoso”. El amor, como las rosas, necesita ser cuidado día a día, abonado, podado, desparasitado y regado, mientras que el odio, como los cactus, crece por sí solo, sin precisar la menor atención. Quizá por eso es tan infrecuente el amor eterno y tan cotidiano el odio infinito. Para consumar el amor, es necesaria la colaboración de la persona amada, pero el odio no precisa en absoluto la aquiescencia de la persona odiada. Más bien al contrario. El amor, tras los primeros meses de pasión, comienza a menguar, o cuando menos a transformarse en otra cosa más serena, mientras que el odio crece y se robustece día a día, siempre igual, aunque cada vez más grande. El amor es excluyente; cuando te enamoras, todo se centra en la persona amada y el resto del mundo se desvanece. Sin embargo, puedes odiar a cuantas personas te venga en gana y a todas con idéntica pasión. Incluso se puede odiar a naciones enteras. El odio es mucho más democrático que el amor. Por último –aunque podría seguir aportando argumentos-, el amor es voluble; hoy adoras a una persona, pero dentro de un tiempo puedes dejar de amarla y enamorarte de otra. Por el contrario, el odio es absolutamente fiel; cuando odias, odias para siempre. De hecho, el amor es reversible; la persona a la que hoy amas puede convertirse con el tiempo en el más furibundo objeto de tu odio –y si no, pregúntale a un abogado matrimonialista-. Sin embargo, el odio es inmutable; nadie se enamora de su peor enemigo.
Supongo que a estas alturas ya habrá quedado claro que lo que rige nuestras vidas, el motor del universo, es el odio, y no esa paparrucha del amor. De hecho, somos una especie particularmente bien dotada para el odio, lo cual nos ha situado por merecimiento propio en la cúspide de la pirámide trófica. Ahora bien, puede que alguien se pregunte: si este capullo piensa así, ¿por qué no se pone un casco de Darth Vader y va por ahí dando rienda suelta al lado oscuro de la fuerza? Pues porque hay algo en lo que amor y odio son idénticos: ninguno sale gratis. Si amas u odias deberás pagar un precio, y el odio está por las nubes.
Nada es perfecto, amigos míos, ni siquiera el odio. Veréis, si odiamos a una persona tenemos dos opciones: hacer algo al respecto o no hacerlo. Si optamos por hacer algo –es decir, si intentamos perjudicar al ser odiado-, deberemos invertir en el proceso tal cantidad de esfuerzo, constancia y dedicación que, sencillamente, no vale la pena. Demasiado trabajo. Por otro lado, si optamos por no hacer nada –que es lo más frecuente- nos zambulliremos de cabeza en el estanque de la frustración. Es como ansiar ser millonario y no emplear más método para conseguirlo que jugar a la Primitiva; sí, puede que te toque, pero lo más probable es que no. Y sí, puede que a tu ser odiado le atropelle un día un coche, pero también puede ser que le toque a él la lotería, lo cual te provocaría un severo ardor de estómago. En resumen: odiar sale demasiado caro, así que el odio, como el champagne, hay que reservarlo para las ocasiones especiales. No sé, una invasión extraterrestre, un ataque de zombis caníbales o las canciones de Celine Dion.
Ahora bien, existe una clase de odio, el abstracto, al que podemos entregarnos sin pagar peaje. Se trata de odiar cosas lejanas y ajenas a ti, pero que por algún motivo te molestan. Es un odio intelectual que no demanda acción y que no frustra por omisión, un odio sereno y mesurado, un odio platónico. Es mi odio favorito. Tanto es así, que he decidido crear una nueva sección en este vuestro blog: El rincón del odio. Aquí traeré a las personas, organizaciones o cosas que odio abstractamente con toda mi alma y las mostraré al mundo para su escarnio y befa.
Ahora vamos a proceder a la inauguración de este nuevo apartado de La Fraternidad de Babel. Para ello, he solicitado la presencia de la señorita Betty Page, ese bombón que podéis admirar a la derecha. He tenido que utilizar una máquina del tiempo para traerla, porque la señorita Page está muerta y, aunque no lo estuviese, ahora sería una anciana de 84 años. Quedémonos pues con el esplendor de su juventud, y lo siento chicas, pero soy un heterosexual militante –un auténtico semental, si vamos a eso- y me niego a que inaugure mi sección un garañón adicto a los anabolizantes. Otra vez será.
Bueno, la señorita Page, tan desvestida como podéis verla en la foto, coge una botella de Moët Chandon (qué menos), la estrella contra la nueva sección y dice...
Betty Page: Queda inaugurado El Rincón del Odio.
APLAUSOS
Y ahora, en el día de estreno de este entrañable apartado donde se cuece la bilis, la mala baba y el justo rencor, nuestro primer invitado es... ¡Scarlett Johansson!
Apellido: Johansson. Nombre: Scarlett. Nacionalidad: estadounidense (hija de un danés y una polaca). Profesión: ¿actriz?
Motivos para el odio: Vale, lo confieso, me enterneció en Lost in Traslation; pero es que por aquel entonces todavía no la había visto demasiado. Y no me molestó en La joven de la perla, porque su papel no pasaba de ser iconográfico y estático, y eso, poner siempre la misma cara, es algo que ella sabe hacer perfectamente. Pero luego... ay, Santa Madona, como he llegado a odiarla, cuánto detesto a esa insoportable criatura. ¿Los motivos de mi odio? Son muchos, pero intentaré resumirlos.
1. Es una pésima actriz incapaz de transmitir la menor emoción y ni un ápice de verosimilitud a sus actuaciones. Sólo sabe adoptar dos expresiones, y una de ellas, estar con la boca cerrada, apenas la utiliza. Su intento de remedar al clásico personaje neurótico de Woody Allen en Scoop resulta particularmente patético y decididamente irritante. Si viéndola en esa película no te entran ganas de estamparle un rodaballo en la cara... es porque no tienes un rodaballo a mano.
2. Está siempre con la boca abierta y los morritos para fuera, como dudando entre hacerte una fellatio o atrapar una mosca en el aire. No sé lo que pensaréis vosotros, pero al verla con esa cara de bobalicona siento el irresistible impulso de correr a la pescadería más cercana para adquirir un rodaballo.
3. No para de trabajar la condenada. Ahora, cuando vas a ver una peli, te preguntan: ¿quién actúa, aparte de Scarlett Johansson? Está en todas partes, y no sólo en el cine, sino también en la publicidad; esa chica no es una actriz: es una plaga.
4. Dicen que es la mujer más deseada del mundo, la que tiene el cuerpo más bonito. Ayayayayay... Santa Halle Berry los perdone, porque están ciegos... ¿La mujer más bella del mundo esa caraboba, enana, rechonchilla y culona? Vale, la chica se merece un par de achuchones en un pajar, no lo niego; pero de ahí a considerarla lo más de lo más hay un largo paso. En fin, se me ocurren un montón de actrices infinitamente más atractivas que ella, pero para qué enumerarlas. Incluso el rodaballo me resulta más atractivo. Lo que pasa es que la señorita Escarlata es muy jovencita y, de algún modo, sabe sacar al pederasta acomplejado que se esconde en el corazón de cualquier cuarentón o cincuentón de mi calaña. Pero a mí, amigos míos, me deja frío. Aunque, bien pensado, creo que podría excitarme fustigando su (enorme) trasero con un látigo de siete colas. Pero no sería sexo, sino un mero ajuste de cuentas.
Condena: Hallándola culpable de los cargos presentados por el ministerio fiscal, se condena a la señorita Scarlett Johansson a mantener la boca cerrada durante el resto de su vida y no volver a participar en una película hasta que tenga la edad adecuada para interpretar papeles de abuela. Puede que en ese lejano futuro haya aprendido a actuar; y si no... bueno, para entonces ya estaré criando malvas, así que no importa.
domingo, mayo 6
La caligrafía secreta
Desde el principio, me propuse mantener separados este blog y mi trabajo como escritor, pero hoy voy a hacer una excepción. Acaba de editarse mi última novela, La caligrafía secreta, un thriller con toques de fantasía ambientado en la Revolución Francesa. Me gusta cómo ha quedado la portada, con ese inquietante ojo en PPP (Primerísimo Primer Plano), así que os la enseño. Como podéis ver, éste no es un libro para hojear: es un libro que te ojea.
martes, mayo 1
La zona oscura
El pasado martes hablábamos sobre nuestras zonas ocultas, aquellos aspectos de nosotros mismos que guardamos en secreto por los motivos que sean. Ponía el ejemplo de Pepe, un homosexual reprimido que, en plena borrachera y delante de su mujer, salió del armario para perseguir a un efebo. Pero eso, en realidad, no tiene nada de malo. En fin, supongo que para su mujer y sus hijos fue un shock, pero creo que para él supuso una liberación. En cualquier caso, no hay nada reprochable en ser homosexual. De hecho, la mayor parte de nuestras zonas ocultas son más o menos inocentes, pequeños pecados que en realidad sólo tienen importancia para nosotros mismos. Pero podemos ir más allá, porque en los sótanos de nuestra realidad existe una zona oscura donde suceden cosas terribles. Por lo general, no la vemos, pero a veces, como esos monstruos de serie B que abandonan ocasionalmente su guarida para merendarse a una pareja que está achuchándose en un coche, podemos vislumbrar un tentáculo de tinieblas que nos deja helado el corazón.
Vivimos en una burbuja. Aunque será mejor que personalice: vivo en una burbuja. En mi mundo, los padres aman a sus hijos; la gente, salvo en raras ocasiones, no se pega; los matrimonios se quieren o, cuando menos, se toleran. En mi mundo no se sodomiza a niños, ni se viola a mujeres, ni se mata, ni se torturan animales. En lo que a mí respecta, detesto la violencia. Pese a que soy grande y fuerte, me ponen enfermo las agresiones físicas; y no sólo practicarlas o, claro está, sufrirlas, sino simplemente contemplarlas. La última vez que me peleé con alguien a puñetazos tenía dieciséis años y estábamos en el patio del colegio. Respeto, quiero y admiro a mi mujer; y a ella, no sé por qué, le pasa lo mismo conmigo. Me encantan los niños; no hay nada que me enternezca más que un chavalín de tres o cuatro años, cuando empieza a hablar. Y, desde luego, jamás un niño o una niña ha despertado en mí el menor atisbo de excitación sexual. No concibo pegar a una mujer (salvo que ella me arreé a mí primero, claro); a las mujeres me gusta acariciarlas, no maltratarlas; para mí, el sexo ha de ser suave, y enérgico también, pero nunca violento. Me gustan los animales; os juro que soy incapaz de aplastar a una hormiga voluntariamente. Y quizá por eso, porque me gustan los animales, quiero con locura a mis hijos y haría cualquier cosa, hasta morir, por ellos. Pero ése es mi mundo, una burbuja que sólo representa una pequeña parte de la realidad. Porque por debajo existe un oscuro y frío sótano.
Yo debía de ser muy niño la primera vez que vislumbré un atisbo de la zona oscura. Escuché una noticia en la radio: la policía y los bomberos habían entrado en el piso de una anciana donde ésta había acumulado toneladas de basura. Y eso es lo que encontraron: mierda, ratas, gusanos e insectos, todo ello en medio de un hedor indescriptible. Y allí vivía esa mujer, en un infierno de suciedad. ¿Cómo era posible?... Luego supe que lo que le pasaba a esa anciana era una enfermedad mental conocida como Síndrome de Diógenes. Pero, pese a que todas las enfermedades, y en particular la mentales, son tenebrosas, no es a eso a lo que me refiero. No obstante, el Síndrome de Diógenes afecta a personas muy mayores y su desencadenante básico es la soledad. Y eso, la soledad, sí que es una zona oscura donde brotan monstruos. Pero yo estoy hablando de otra cosa, de un sótano que se encuentra en nuestro propio edificio y al que nunca bajamos porque nos da miedo lo que podamos encontrar en él
En las últimas semanas he leído, o visto, u oído, tres noticias que me han provocado escalofríos. Y digo que sólo tres, porque las periódicas muertes de mujeres a manos de sus parejas, o la detección de redes de pornografía infantil, son noticias tan frecuentes que ya he perdido la capacidad de horrorizarme con ellas. Me llenan de indignación, pero no me hacen temblar.
La primera noticia la conocemos todos: la masacre en la politécnica de Virginia. Recuerdo lo mucho que me impresionó hace años un suceso similar, la matanza de Columbine. Nunca he podido borrar de mi memoria esas imágenes de las cámaras de seguridad que mostraban a dos jóvenes disparando indiscriminadamente contra sus compañeros. Tanto es así que escribí una novela sobre el tema, La compañía de las moscas, donde intentaba explicar, y explicarme, lo que en el fondo es inexplicable. Ocho años después de Columbine, un joven estudiante de 23 años, el surcoreano Cho Seung-Hui, se ha llevado por delante a 31 compañeros antes de suicidarse (por cierto, ambos hechos han sucedido en abril; el primero el día 20, aniversario del nacimiento de Hitler, y el segundo el 17).
Sin duda, el horror de esta noticia se centra en la matanza en sí, en esa repentina explosión de violencia irracional y absurda, pero ¿qué hay detrás? Es evidente que Cho Seung-Hui albergaba en su interior una zona oculta y tenebrosa; en algún momento, abrió una habitación de su mente y la llenó de rabia, ira y frustración. ¿Durante cuánto tiempo vivió en ese infierno de odio sordo antes de dar rienda suelta a sus ansias de destrucción y autodestrucción? Ahí está la zona oscura, un rincón torcido y letal que nadie supo ver; lo otro, la masacre, no es más que la consecuencia de esto. Pero, ¿cómo se puede llegar tan lejos? Y, sobre todo, ¿por qué?
Cabe responder que Cho Seung-Hui estaba loco, como la anciana del Síndrome de Diógenes, pero eso nos llevaría a intentar definir la locura. Tendemos a pensar que todo aquel que hace algo que nosotros seríamos incapaces de hacer es un loco (o un héroe, depende), pero el asunto no es tan sencillo. Los límites extremos de la locura y la cordura están claros; lo confuso es la zona intermedia. En las películas americanas de juicios, el baremo de la enajenación lo define la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, pero de nuevo esto me parece simplista. ¿Qué bien y qué mal, cómo se definen estos valores? ¿Acaso los terroristas que se inmolaron estrellando aviones contra las Torres Gemelas no albergaban el íntimo convencimiento de actuar siguiendo los dictados del bien absoluto? ¿Estaban locos por ello? ¿Cho Seung-Hui estaba loco cuando descargó su furia contra el mundo y contra sí mismo? No lo sé. En ocasiones, las zonas oscuras se parecen mucho a la locura, pero no son lo mismo. Además, no hace falta recurrir a la locura para sacar al monstruo que llevamos dentro.
La segunda noticia que me impactó fue la reseña de un juicio por infanticidio. Hace dos años, un matrimonio estaba en casa cuando su hijo, de tres meses de edad, comenzó a llorar. El padre, exasperado por los lloros que le impedían leer el periódico, se levantó y le propinó dos tortazos al bebé. El niño, como es natural, se puso a llorar más fuerte aún. Entonces, el padre lo agarró y lo estampó dos veces contra la pared, causándole la muerte inmediata por traumatismo craneal.
No sé más. Ignoro la clase social a la que pertenecía el asesino; no sé si estaba ciego de drogas, con el mono o borracho perdido. Pero da igual. ¿Cómo se puede golpear a un bebé de tres meses, a tu hijo, contra una pared hasta destrozarle el cerebro?... No lo sé; a mí me resulta inimaginable. ¿Un momentáneo acceso de locura? Quizá, pero también puede ser que ese hombre albergara en su interior una zona oscura donde moraba una bestia incapaz de controlar su violencia.
Es posible que la tercera noticia también la conozcáis. Un matrimonio con dos hijos, un chico de 11 años y una chica de 13 ó 14, ambos deficientes mentales. En el mismo edificio vivía un septuagenario pedófilo que solía llevarse niños del barrio a su piso para mostrarles películas porno y abusar de ellos bajo amenazas. Dicho anciano, por cierto, había sido repetidamente denunciado por los vecinos sin que las autoridades actuasen, pero eso es otra historia. El caso es que el pedófilo y los padres de los niños subnormales llegaron a un acuerdo: a cambio de dinero, montarían delante de él números porno con sus hijos. El niño con la niña, los padres con los niños o todos a la vez en plan orgía, mientras el pedófilo se la cascaba o hacía lo que sea que hagan los septuagenarios para excitarse.
Soy novelista. Parte de mi trabajo consiste en crear personajes, y para ello tengo que meterme en la mente de los demás, pensar como piensan personas que nada tienes que ver conmigo. Pero con esos padres –si es que a esos miserables se les puede llamar padres- tiro la toalla. Soy incapaz de meterme en su piel, me resulta imposible simular que pienso como ellos. En cuanto al septuagenario pedófilo, ni siquiera lo intento. Pero los padres, ¿cómo pudieron hacer eso con sus hijos, un par de pobres disminuidos psíquicos? ¿Cómo lograban levantarse cada día y mirarse al espejo sin vomitar? ¿Cómo eran capaces de salir a la calle, relacionarse con la gente o tomarse unas cañas en el bar de la esquina sin que el peso de la culpa los abrumase? ¿Qué excusas se daban para hacer lo que hacían, si es que se daban alguna? Y sobre todo, ¿cómo es posible creer que vale la pena vivir en un mundo tan sórdido como el que habían creado?
Creo que de las tres noticias que he comentado la que más me sobrecoge es esta última. Las otras dos tratan de personas arrastradas por la violencia, por desmesurados arrebatos de ira incontenible. Pero a esos padres no les movía ninguna pasión avasalladora, ni siquiera cabe preguntarse si estaban locos, porque no lo estaban. Hicieron lo que hicieron... ¿por dinero? Qué zona tan oscura, amigos míos, qué sima de tinieblas.
Las zonas tenebrosas se extienden por los sótanos de nuestro mundo. Están ahí siempre, pero por lo general no las vemos, salvo ocasionalmente, cuando saltan a los medios de comunicación convertidas en crónica de sucesos. Entonces, nos horrorizamos y luego nos confortamos pensando que nada semejante tiene cabida en nuestro mundo, que nunca haríamos algo así, porque esas cosas las hacen los monstruos y nosotros somos humanos. Pero nos equivocamos; los zarcillos de las tinieblas no brotan de un lugar ajeno a la humanidad, sino que forman parte de nuestra naturaleza. Somos seres de luz y oscuridad, y el hecho de que una prevalezca sobre la otra, o viceversa, no depende muchas veces de nosotros, sino de las circunstancias y de la suerte.
En la entrada anterior, algunos merodeadores de Babel hablaban sobre las zonas oscuras que quizá, sin nosotros saberlo, se oculten en nuestro interior. Nunca conoceremos del todo a los demás y nunca nos conoceremos a nosotros mismos, ésa fue la conclusión. Y es cierto, no nos conocemos, porque para intentar saber quiénes somos nos basamos en la experiencia acumulada, en lo que hemos hecho en el pasado y en lo que hacemos ahora, pero ignoramos por completo lo que somos capaces de hacer, porque para saberlo hay que llegar al límite, verse inmerso en situaciones extremas, algo que, afortunadamente, a la mayor parte de nosotros nunca le ha ocurrido. Pero si las circunstancias cambiaran, si tu vida se torciera de forma radical, si la ilusoria seguridad en la que crees estar instalado se derrumbara de repente, ¿hasta dónde podrías llegar?
Vivimos en una burbuja. Aunque será mejor que personalice: vivo en una burbuja. En mi mundo, los padres aman a sus hijos; la gente, salvo en raras ocasiones, no se pega; los matrimonios se quieren o, cuando menos, se toleran. En mi mundo no se sodomiza a niños, ni se viola a mujeres, ni se mata, ni se torturan animales. En lo que a mí respecta, detesto la violencia. Pese a que soy grande y fuerte, me ponen enfermo las agresiones físicas; y no sólo practicarlas o, claro está, sufrirlas, sino simplemente contemplarlas. La última vez que me peleé con alguien a puñetazos tenía dieciséis años y estábamos en el patio del colegio. Respeto, quiero y admiro a mi mujer; y a ella, no sé por qué, le pasa lo mismo conmigo. Me encantan los niños; no hay nada que me enternezca más que un chavalín de tres o cuatro años, cuando empieza a hablar. Y, desde luego, jamás un niño o una niña ha despertado en mí el menor atisbo de excitación sexual. No concibo pegar a una mujer (salvo que ella me arreé a mí primero, claro); a las mujeres me gusta acariciarlas, no maltratarlas; para mí, el sexo ha de ser suave, y enérgico también, pero nunca violento. Me gustan los animales; os juro que soy incapaz de aplastar a una hormiga voluntariamente. Y quizá por eso, porque me gustan los animales, quiero con locura a mis hijos y haría cualquier cosa, hasta morir, por ellos. Pero ése es mi mundo, una burbuja que sólo representa una pequeña parte de la realidad. Porque por debajo existe un oscuro y frío sótano.
Yo debía de ser muy niño la primera vez que vislumbré un atisbo de la zona oscura. Escuché una noticia en la radio: la policía y los bomberos habían entrado en el piso de una anciana donde ésta había acumulado toneladas de basura. Y eso es lo que encontraron: mierda, ratas, gusanos e insectos, todo ello en medio de un hedor indescriptible. Y allí vivía esa mujer, en un infierno de suciedad. ¿Cómo era posible?... Luego supe que lo que le pasaba a esa anciana era una enfermedad mental conocida como Síndrome de Diógenes. Pero, pese a que todas las enfermedades, y en particular la mentales, son tenebrosas, no es a eso a lo que me refiero. No obstante, el Síndrome de Diógenes afecta a personas muy mayores y su desencadenante básico es la soledad. Y eso, la soledad, sí que es una zona oscura donde brotan monstruos. Pero yo estoy hablando de otra cosa, de un sótano que se encuentra en nuestro propio edificio y al que nunca bajamos porque nos da miedo lo que podamos encontrar en él
En las últimas semanas he leído, o visto, u oído, tres noticias que me han provocado escalofríos. Y digo que sólo tres, porque las periódicas muertes de mujeres a manos de sus parejas, o la detección de redes de pornografía infantil, son noticias tan frecuentes que ya he perdido la capacidad de horrorizarme con ellas. Me llenan de indignación, pero no me hacen temblar.
La primera noticia la conocemos todos: la masacre en la politécnica de Virginia. Recuerdo lo mucho que me impresionó hace años un suceso similar, la matanza de Columbine. Nunca he podido borrar de mi memoria esas imágenes de las cámaras de seguridad que mostraban a dos jóvenes disparando indiscriminadamente contra sus compañeros. Tanto es así que escribí una novela sobre el tema, La compañía de las moscas, donde intentaba explicar, y explicarme, lo que en el fondo es inexplicable. Ocho años después de Columbine, un joven estudiante de 23 años, el surcoreano Cho Seung-Hui, se ha llevado por delante a 31 compañeros antes de suicidarse (por cierto, ambos hechos han sucedido en abril; el primero el día 20, aniversario del nacimiento de Hitler, y el segundo el 17).
Sin duda, el horror de esta noticia se centra en la matanza en sí, en esa repentina explosión de violencia irracional y absurda, pero ¿qué hay detrás? Es evidente que Cho Seung-Hui albergaba en su interior una zona oculta y tenebrosa; en algún momento, abrió una habitación de su mente y la llenó de rabia, ira y frustración. ¿Durante cuánto tiempo vivió en ese infierno de odio sordo antes de dar rienda suelta a sus ansias de destrucción y autodestrucción? Ahí está la zona oscura, un rincón torcido y letal que nadie supo ver; lo otro, la masacre, no es más que la consecuencia de esto. Pero, ¿cómo se puede llegar tan lejos? Y, sobre todo, ¿por qué?
Cabe responder que Cho Seung-Hui estaba loco, como la anciana del Síndrome de Diógenes, pero eso nos llevaría a intentar definir la locura. Tendemos a pensar que todo aquel que hace algo que nosotros seríamos incapaces de hacer es un loco (o un héroe, depende), pero el asunto no es tan sencillo. Los límites extremos de la locura y la cordura están claros; lo confuso es la zona intermedia. En las películas americanas de juicios, el baremo de la enajenación lo define la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, pero de nuevo esto me parece simplista. ¿Qué bien y qué mal, cómo se definen estos valores? ¿Acaso los terroristas que se inmolaron estrellando aviones contra las Torres Gemelas no albergaban el íntimo convencimiento de actuar siguiendo los dictados del bien absoluto? ¿Estaban locos por ello? ¿Cho Seung-Hui estaba loco cuando descargó su furia contra el mundo y contra sí mismo? No lo sé. En ocasiones, las zonas oscuras se parecen mucho a la locura, pero no son lo mismo. Además, no hace falta recurrir a la locura para sacar al monstruo que llevamos dentro.
La segunda noticia que me impactó fue la reseña de un juicio por infanticidio. Hace dos años, un matrimonio estaba en casa cuando su hijo, de tres meses de edad, comenzó a llorar. El padre, exasperado por los lloros que le impedían leer el periódico, se levantó y le propinó dos tortazos al bebé. El niño, como es natural, se puso a llorar más fuerte aún. Entonces, el padre lo agarró y lo estampó dos veces contra la pared, causándole la muerte inmediata por traumatismo craneal.
No sé más. Ignoro la clase social a la que pertenecía el asesino; no sé si estaba ciego de drogas, con el mono o borracho perdido. Pero da igual. ¿Cómo se puede golpear a un bebé de tres meses, a tu hijo, contra una pared hasta destrozarle el cerebro?... No lo sé; a mí me resulta inimaginable. ¿Un momentáneo acceso de locura? Quizá, pero también puede ser que ese hombre albergara en su interior una zona oscura donde moraba una bestia incapaz de controlar su violencia.
Es posible que la tercera noticia también la conozcáis. Un matrimonio con dos hijos, un chico de 11 años y una chica de 13 ó 14, ambos deficientes mentales. En el mismo edificio vivía un septuagenario pedófilo que solía llevarse niños del barrio a su piso para mostrarles películas porno y abusar de ellos bajo amenazas. Dicho anciano, por cierto, había sido repetidamente denunciado por los vecinos sin que las autoridades actuasen, pero eso es otra historia. El caso es que el pedófilo y los padres de los niños subnormales llegaron a un acuerdo: a cambio de dinero, montarían delante de él números porno con sus hijos. El niño con la niña, los padres con los niños o todos a la vez en plan orgía, mientras el pedófilo se la cascaba o hacía lo que sea que hagan los septuagenarios para excitarse.
Soy novelista. Parte de mi trabajo consiste en crear personajes, y para ello tengo que meterme en la mente de los demás, pensar como piensan personas que nada tienes que ver conmigo. Pero con esos padres –si es que a esos miserables se les puede llamar padres- tiro la toalla. Soy incapaz de meterme en su piel, me resulta imposible simular que pienso como ellos. En cuanto al septuagenario pedófilo, ni siquiera lo intento. Pero los padres, ¿cómo pudieron hacer eso con sus hijos, un par de pobres disminuidos psíquicos? ¿Cómo lograban levantarse cada día y mirarse al espejo sin vomitar? ¿Cómo eran capaces de salir a la calle, relacionarse con la gente o tomarse unas cañas en el bar de la esquina sin que el peso de la culpa los abrumase? ¿Qué excusas se daban para hacer lo que hacían, si es que se daban alguna? Y sobre todo, ¿cómo es posible creer que vale la pena vivir en un mundo tan sórdido como el que habían creado?
Creo que de las tres noticias que he comentado la que más me sobrecoge es esta última. Las otras dos tratan de personas arrastradas por la violencia, por desmesurados arrebatos de ira incontenible. Pero a esos padres no les movía ninguna pasión avasalladora, ni siquiera cabe preguntarse si estaban locos, porque no lo estaban. Hicieron lo que hicieron... ¿por dinero? Qué zona tan oscura, amigos míos, qué sima de tinieblas.
Las zonas tenebrosas se extienden por los sótanos de nuestro mundo. Están ahí siempre, pero por lo general no las vemos, salvo ocasionalmente, cuando saltan a los medios de comunicación convertidas en crónica de sucesos. Entonces, nos horrorizamos y luego nos confortamos pensando que nada semejante tiene cabida en nuestro mundo, que nunca haríamos algo así, porque esas cosas las hacen los monstruos y nosotros somos humanos. Pero nos equivocamos; los zarcillos de las tinieblas no brotan de un lugar ajeno a la humanidad, sino que forman parte de nuestra naturaleza. Somos seres de luz y oscuridad, y el hecho de que una prevalezca sobre la otra, o viceversa, no depende muchas veces de nosotros, sino de las circunstancias y de la suerte.
En la entrada anterior, algunos merodeadores de Babel hablaban sobre las zonas oscuras que quizá, sin nosotros saberlo, se oculten en nuestro interior. Nunca conoceremos del todo a los demás y nunca nos conoceremos a nosotros mismos, ésa fue la conclusión. Y es cierto, no nos conocemos, porque para intentar saber quiénes somos nos basamos en la experiencia acumulada, en lo que hemos hecho en el pasado y en lo que hacemos ahora, pero ignoramos por completo lo que somos capaces de hacer, porque para saberlo hay que llegar al límite, verse inmerso en situaciones extremas, algo que, afortunadamente, a la mayor parte de nosotros nunca le ha ocurrido. Pero si las circunstancias cambiaran, si tu vida se torciera de forma radical, si la ilusoria seguridad en la que crees estar instalado se derrumbara de repente, ¿hasta dónde podrías llegar?
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