La imaginación es algo así como un
caballo salvaje: muy bonito, pero del todo inútil hasta que lo domas. De hecho,
la imaginación tiene mucho prestigio, pero también un lado oscuro. Sobre todo
al principio, cuando de niño eres incapaz de controlar a ese caballo salvaje
que tienes en la cabeza. Porque todos los niños son imaginativos, pero unos más
que otros, y a veces serlo supone un hándicap, un serio problema.
Ayer vi Armageddon Time, el último film de James Gray. Ambientado en el
Nueva York de los 80, cuenta la historia de Paul Graff, un chico de once o doce
años, el miembro más joven de una familia de clase media. La película, que
recomiendo, trata sobre muchos temas: la familia, la educación, el racismo, la
lucha de clases... Pero hay un aspecto con el que me sentí especialmente identificado:
Paul es un mal estudiante, porque le encanta pintar y tiene una imaginación
desbordante, así que está siempre con la cabeza en las nubes. De hecho, su
tutor sugiere que es “lento”, en el sentido de retardado. El caso es que tiene
tan malas notas y hace tantas trastadas, que sus padres deciden sacarlo del instituto
donde estudia y llevarlo a un colegio privado de élite. Bueno, pues exactamente
lo mismo me pasó a mí.
Casualmente, hace un par de semanas
tuve un encuentro por videoconferencia con alumnos de un instituto, y les conté
que yo, hasta el equivalente a 4º de la ESO, había sido muy mal estudiante,
porque siempre andaba con la cabeza en las nubes y porque en vez de estudiar
leía comics, o hacía dibujos, o me quedaba embobado imaginando historias. Mis
padres, alarmados por mi bajo rendimiento, me cambiaron de colegio. Y, tiempo
después, el director del nuevo centro se reunión con ellos para sugerirles que
quizá yo era un poquito deficiente mental. Mis padres le respondieron que, si
yo era tonto, ¿por qué también era siempre el primero de la clase en redacción?
Luego,
les conté a los alumnos que, paradójicamente, lo mismo que en su momento hizo
de mí un mal estudiante, ahora era lo que me servía para ganarme la vida. Había
conseguido domar al caballo salvaje.
Entonces una alumna me formuló una
muy buena pregunta: ¿No debería el sistema educativo prestar especial atención
a los alumnos con talentos inusuales? Pues sí, claro, debería. Porque no se
trata solo de los chicos y chicas demasiado imaginativos. Tampoco los
superdotados, los más inteligentes, encajan en el actual sistema y con
frecuencia acaban en fracaso escolar.
El problema es que, al
generalizarse, la educación se convirtió en una especie de fábrica, donde todos
los alumnos son instruidos de igual forma y al mismo ritmo haciendo énfasis en
las mismas materias. Pero no todos los alumnos son iguales y algunos deberían
recibir una atención especial. No porque sean tontos, sino porque su cerebro
funciona de una manera distinta. Pero eso no sucede. Al contrario, los alumnos
con talentos especiales suelen ser problemáticos, porque no siguen el ritmo de
la clase, porque rompen las normas y porque no encajan en un sistema demasiado
rígido. En consecuencia, muchos de ellos, los menos afortunados, acaban
condenados al fracaso vital. Y su talento se pierde.
La chica que me formuló la pregunta
tenía razón. El sistema educativo debería prestar una atención especial a cada
alumno, ayudándolo a desarrollar plenamente sus particulares habilidades, en
vez de coartarlas. Pero eso supondría clases con mucho menos alumnos,
profesores de apoyo, programas de capacitación y planes de estudios más dúctiles.
Es decir, más dinero. Y mejores políticos. No sé si algo así es hoy posible,
pero debería serlo.
Volviendo a la película, en gran
medida trata sobre la injusticia social. Los desfavorecidos están condenados a
una exclusión y una pobreza de la que jamás podrán escapar, mientras que ante
los escasos privilegiados se extiende una alfombra roja que mulle el camino
hacia un éxito inevitable.
¿Y qué pasa con Paul, nuestro
pequeño protagonista? Al final de la película... ojo, voy a hacer un spoiler,
pero no importa. Al final de la película, Paul se encuentra en el salón de
actos de su elitista colegio, donde el director está soltando un discurso. El
hombre les dice que ellos, los alumnos, son los dirigentes del mañana. Ellos
están destinados a liderar la economía, la política, la sociedad... Mientras
oye esto, Paul se pone lentamente la chaqueta, sale a la calle y se va sin decir
nada.
Él no quiere dirigir empresas, ni comandar partidos, ni ser un líder social. Lo único que quiere es pintar. Igual que otros quieren hacer música.
O yo escribir.