Supongo que os preguntaréis quién es
la mujer que me está estrechando la mano en la foto de ahí arriba. Vale,
saciaré vuestra curiosidad: es la reina. No se le ve, pero el rey estaba a su
lado. Decidí dar una audiencia a la plebe y acudieron ellos.
Bromeo; se trata del acto de entrega
de los diplomas correspondientes a los premios nacionales de cultura de 2013.
Sí, ya sé que el premio lo gané hace más de un año, pero el diploma
acreditativo me lo entregaron el pasado lunes 16. Los asuntos de palacio van
despacio, ya se sabe. El evento tuvo lugar en el Palacio del Pardo, que es un
sitio bastante siniestro. Ya había estado allí un par de veces, pero no deja de
resultarme un poquito inquietante.
Es
como una casa encantada por la que pasea el fantasma de un asesino en serie.
Por las noches, cuentan las leyendas, se escucha una voz de pito que susurra: Espaaañoooles, ¿qué habéis hecho con mi
herencia? Es lógico que diga eso, porque el testamento del difunto serial
killer se encuentra allí, en ese palacio. Según cuentan, si no se contesta a
esa voz, al día siguiente empiezan a aparecer por todas las salas del edificio
sentencias de muerte firmadas por una mano fantasmal. Por lo visto, para
apaciguar a tan horrendo espectro, hay que decirle que su herencia está a buen
recaudo en manos de cierto partido político que no quiero mencionar.
Y no lo quiero mencionar por puro
temor. Porque cuenta otra leyenda que, si pronuncias tres veces en voz alta el
nombre de ese partido frente a un espejo, a tu espalda se aparecerá un enano
ex-bigotudo y ceñudo que te dirá: Mire
usté... O, en su defecto, un tío barbudo con ojos asombrados que musitará,
en fin, lo mismo que el enano: Mire usté...
Pero me estoy desviando del asunto.
El acto tuvo lugar en el Pardo, que es un palacio bastante feo, por cierto. La
ceremonia comenzaría a las 12, pero teníamos que llegar tres cuartos de hora
antes. Éramos un huevo de premiados por las distintas modalidades. Conforme iba
llegando la gente, los encargados de protocolo separaban primero a los
premiados de los invitados. Luego, a los premiados nos dividían en dos grupos
situados en sendas salas de espera; unos nos sentaríamos a la izquierda de los
reyes, y otros a la derecha. ¿En base a qué nos elegían para estar a un lado o
a otro? Ni puta idea.
De entre todos los premiados, sólo
conocía personalmente a dos: al periodista Antón Castro (director del
suplemento cultural del Heraldo de Aragón) y al escritor José María Merino,
ambos de lo más amables. Pero también conversé con el dramaturgo Juan Mayorga,
con la diseñadora Amaya Arzuaga, con el fotógrafo Alberto Schommer o con la
ilustradora Carme Solé. Todos muy interesantes y muy simpáticos. Yo también fui
muy simpático. Pero, claro, en esas circunstancias, cuando a uno le van a dar
un premio, es fácil derrochar simpatía.
Llegado el momento, nos condujeron
como ovejitas al patio cubierto donde se celebraría el acto. Había una pequeña
tribuna y enfrente un montón de sillas distribuidas en paralelo, donde ya
estaban instalados los invitados. Los premiados nos acomodamos en la primera
fila, a un lado y a otro de la pareja real. Por cierto, ¿qué sería una pareja
irreal? ¿Yo y Gisele Bündchen?
La cosa comenzó con un discurso del
rey (pero sin tartamudeos). Felipe dijo básicamente que, respecto a la cultura,
él estaba a favor. Que los creadores éramos chachis, que la sociedad nos
necesitaba, que los premiados habíamos contribuido a fortalecer valores indisociables a nuestra convivencia (¿yo he
hecho eso?). Luego, según nos iban llamando, se procedió a entregar los
diplomas. Unos los entregaba el rey y otros la reina, alternativamente. A mí me
tocó the queen, como puede verse en
la foto.
A
continuación, tres de los premiados pronunciaron breves discursetes,
cada uno de ellos en representación del área cultural que le tocaba. Luis
Goytisolo en nombre del área del libro, Luz Casal por las artes escénicas y
musicales, y Alberto Schommer por el área de bellas artes. Por último, el
ministro Wert (ese apellido suena a eructo) cerró el acto con un dilatado
discurso donde alabó la obra de cada uno de los premiados. De mí también dijo
cosas bonitas; pero, claro, ¿qué iba a decir?
Finalizada la entrega de diplomas,
nos hicimos una foto de grupo (en realidad cientos de fotos, porque había un
montón de periodistas), donde posábamos los premiados con los monarcas y
“autoridades” acompañantes (podéis verla ahí abajo). Por último, pasamos todos,
reyes, premiados e invitados, a un patio cubierto contiguo donde se sirvió un
cóctel con copas y canapés.
Era un espectáculo curioso. El rey
se fue por un lado, departiendo con unos y con otros, y la reina por otro lado
haciendo lo mismo. Y a su alrededor se formaban círculos concéntricos de gente
que esperaba... ¿conocerles? No, hacerse una foto con ellos. Ay, qué daño ha
hecho a la humanidad el que cada uno de sus miembros lleve ahora una cámara
fotográfica en el bolsillo...
Y, bueno, ahí acabó todo. Yo iba con
americana y corbata, que es el disfraz que me pongo para simular que soy un
escritor serio. Por cierto, la corbata me la prestó mi hijo mayor, porque yo no
tengo. Antes era al revés; qué tiempos estos.
Al día siguiente leí en El País un
artículo de no sé quién en el que hablaba con ironía sobre lo dóciles y afables
que habíamos sido los premiados, en contraposición a otros que en su momento
rechazaron el premio. En fin... Cuando me anunciaron que había ganado el
Nacional, mi hijo Pablo me comentó en broma si iba a rechazarlo por el maltrato
del gobierno a la cultura. Le contesté que el premio no me lo había dado el
gobierno, sino un jurado de profesionales independientes (sólo uno de los
muchos miembros del jurado pertenece al Ministerio), y que los Premios
Nacionales llevan muchos años otorgándose con independencia del gobierno de
turno que toque.
Si el premio me lo otorgase el PP
(o, si vamos a eso, cualquier otro partido), no dudaría ni un segundo en
rechazarlo, porque no deseo de ninguna manera vincular mi imagen y mi trabajo a
una formación política, sea de derechas o de izquierdas. Lo último que querría
ser en este mundo es un “hombre de partido”. Y aún menos un “intelectual” a
sueldo de la ideología que sea. Pero, ¿rechazar un premio institucional
otorgado por profesionales de las letras? ¿Por qué? Respeto a quienes lo han
hecho, pero no le veo sentido. Otra cosa son los escritores (como Javier
Marías, creo) que rechazan cualquier premio al que no se hayan presentado. No
sé por qué lo hacen, pero da igual, porque yo ya he aceptado demasiados premios
como para ponerme estupendo ahora. Qué queréis que os diga; me encanta que me
premien.
Además, ya había cobrado la pasta
del premio hace mucho. Entonces, ¿qué? ¿Me subo a un pedestal y, una vez
pillados los euros, les digo que se metan el diploma por el culo? ¿O voy allí y
monto un numerito? Pues no; lo que exigía la ocasión era ser dócil y afable. O
simplemente educado.
Me
pregunto por qué os cuento todo esto... ¿No será postureo? Mirad, chicos, qué importante soy codeándome
con la realeza... Pues quizá; siempre he pensado que los escritores, aunque
nos engañemos diciéndonos que no, somos en el fondo unos vanidosos de tomo y
lomo. Pero, por otro lado, ha sido una experiencia curiosa y me apetecía
compartirla con los merodeadores de estas áridas tierras de Babel.