Siempre he pensado que nuestro sistema electoral (en realidad, los sistemas electorales de todo el mundo) es francamente mejorable. Una elección consiste en que te pregunten qué partido quieres que gobierne (el país, la autonomía, el ayuntamiento, lo que sea), así que tú eliges una papeleta de la formación política que más te guste, la metes en un sobre y la introduces en una urna. Luego, se cuentan las papeletas y el que más tenga gana. Es decir, se te pide una opción positiva, o que te abstengas, o que recurras a esa forma de NS/NC que es el voto en blanco. Pero, ¿qué sucede si miras a tu alrededor y no ves a nadie que te convenza lo suficiente como para concederle tu confianza? O bien, ¿y si el partido político que te hace vibrar es tan insignificante que votarle sería tirar tu papeleta a la basura? Cuando nos invitan a votar nos exigen un acto de amor (“sí, quiero al Partido XXX”), pero ¿qué ocurre si no estamos enamorados?
Bueno, si te encuentras en ese caso siempre puedes abstenerte, que es lo que hace mucha gente. No obstante, la abstención no te libra de responsabilidades ni de sufrir las consecuencias de tus actos (o “no actos”), pues puede suceder que gane el partido que más te repatea. Es decir, podrás pasar alegremente de las elecciones, pero no te libra ni dios de padecer los resultados de éstas.
Todo esto ocurre porque en unas elecciones se nos pide un acto de atracción, pero no se tiene en cuenta la repulsión. Se nos exige amor, dejando olvidado el odio (en términos metafóricos, claro), cuando el rechazo es una actitud por lo menos tan intensa y decisiva como la aceptación. Y es que muy bien puede ocurrir que no tengamos una idea clara de quién queremos que gane unas elecciones, pero estoy convencido de que todos, sin excepción, sabemos a quien no queremos ver ni de coña en el poder.
Por eso creo que sería muy conveniente incluir entre nuestras opciones electorales el voto negativo. Me explicaré. Al llegar a la urna tendríamos dos alternativas: emitir un voto positivo, que se sumaría a la formación política que hayamos elegido (es decir, la forma tradicional), o emitir un voto negativo, que se restaría de los votos obtenidos por el partido que nos caiga gordo. Por ejemplo, supongamos que le tenemos una tirria espantosa al PCI (Partido de los Casposos Intransigentes) y depositamos en la urna un voto negativo en su contra; en tal caso, si el PCI obtiene 615.321 votos positivos, al restarle el nuestro se quedaría en 615.320. ¿Está claro?
Bueno, puede que alguno piense que el resultado final sería el mismo, tanto con voto negativo como sin él, pero no es así. Sobre todo porque fomentaría la participación, pues mucha de la gente que usualmente se abstiene porque no tiene a quien votar, correría como loca a las urnas, pues lo que sí tiene es contra quien votar. Un buen amigo mío objeta que, si esto fuera así, un partido podría ganar las elecciones con votos negativos. Por ejemplo, el POTO (Partido Onanista Trempador Orgásmico) llegaría al poder con -17.328 votos, porque su inmediato rival, el PITO (Partido Independiente Tremendamente Obsceno) obtuvo -23.614 votos. Bueno, podría ser; ¿y qué? Alcanzar el poder con votos negativos sería una buena llamada de atención para nuestros políticos.
Ya sé que esta propuesta suena un poco a coña, pero si os paráis a pensarlo resulta mucho más lógica de lo que parece. Además, creo que votar en contra debe de dar más gustirrinin que votar favor. ¿Os imagináis introducir el voto en la urna al tiempo que masculláis un “que os jodan” entre dientes? Ah, cuan placentero es el lado oscuro de la fuerza...
Pero hoy por hoy no existe el voto negativo, de modo que sólo contamos con una manera de votar en contra: votando al enemigo de nuestro enemigo. No es perfecto, pero menos da una piedra.
viernes, febrero 29
miércoles, febrero 27
Campaña
Hace cuatro años, participé en la campaña electoral como asesor publicitario de cierta formación política. En esta ocasión, gracias al cielo, no. Por tanto, mi conocimiento sobre la actual campaña es muy limitado, como limitada, si he de ser sincero, es mi atención al evento. Porque la verdad, amigos míos, creo que las campañas publicitarias tienen escasísima incidencia en el voto. Es un caso claro de lo que podríamos llamar “publicidad pasiva”; es decir, si hago publicidad me quedo como estoy, pero si no la hago pierdo apoyos y mi imagen se desvanece. En Estados Unidos, donde los candidatos invierten cientos de millones en cada campaña, y donde hay muchísima más experiencia en marketing político, puede que la publicidad sea más efectiva, pero desde luego en España no. Así pues, los partidos han puesto en marcha su maquinaria de comunicación manejando unos presupuesto más bien exiguos.
Ahora bien, ¿qué es lo que pretenden comunicar los dos principales partidos? Pues cosas diferentes, cuando no opuestas. Veamos: como cualquier sociólogo sabe, España está ligeramente escorada hacia la izquierda. Si la derecha es 1 y la izquierda 10, los votantes españoles estamos estadísticamente ubicados en un 6. Esta situación se compensa con el hecho de que la izquierda tiene dos partidos parlamentarios mientras que la derecha sólo cuenta con uno que recibe todos los votos conservadores. Por otro lado, parte de los votantes de izquierda –la llamada “izquierda exquisita”- tiene cierta tendencia a la abstención. De hecho, se supone que una participación superior al 73% otorgaría la victoria al PSOE y una inferior al 70% sentaría en la Moncloa al PP.
La estrategia de los populares ha consistido en hacer durante toda la legislatura una oposición extremadamente dura y bronca, basada fundamentalmente en el terrorismo, con un doble objetivo: fidelizar a su electorado y mantenerlo en tensión, y dar la sensación de llevar la iniciativa parlamentaria. Debemos reconocer que, con la ayuda de los múltiples errores de comunicación del gobierno, los populares han conseguido ambos propósitos. No obstante, esta estrategia conlleva un doble problema: en primer lugar, al tiempo que se fideliza y tensiona al propio electorado, se moviliza al electorado contrario; en segundo lugar, una política bronca hace perder apoyos entre los votantes centristas, que por su propia naturaleza huyen del radicalismo.
Así pues, contando con la manifiesta fidelidad de voto de su electorado natural, el PP tiene que conseguir dos objetivos: que la “izquierda exquisita” se abstenga y tranquilizar a los votantes de centro. Para ello, los populares intentan ofrecer desde hace varios meses una imagen de moderación, abandonando (por el momento) la bronca dura, las deslegitimaciones y la algarabía callejera. Por otra parte, todos sus esfuerzos se centran en dibujar a su oponente, Zapatero, como un hombre insustancial y caprichoso en quien resultaría ridículo, incluso si se es de izquierdas, depositar la confianza. El primer objetivo, la moderación, es lógico y resultaba previsible; el segundo, el desdén hacia el oponente, es más discutible, sobre todo teniendo en cuenta las respectivas imágenes públicas de ambos rivales.
En cuanto al PSOE, es evidente que su política de comunicación ha sido nefasta durante la legislatura. Mejor dicho, no ha existido ninguna política de comunicación, lo cual es aún peor. La estrategia de centrar toda la voz del gobierno en Zapatero y María Teresa Fernández de la Vega ha desdibujado la imagen del gabinete; eso, unido a que la otra figura visible del PSOE era Pepe Blanco, un pésimo comunicador, no ha hecho ningún bien al conjunto de la comunicación gubernamental. Además, el hecho de haber tenido que mantenerse a la defensiva ante los constantes ataques del PP, ha impedido que el gobierno saque todo el partido posible a sus logros. No obstante, la principal seña de identidad de Zapatero, el talante, por muy tópico que ya les suene a muchos, sigue jugando a su favor. Es como un recordatorio subliminal: “Nosotros somos una izquierda moderada y ustedes una derecha radical”. Aunque, claro, ese mismo talante aleja del PSOE el voto de la izquierda más militante.
Por consiguiente (como decía González), los socialistas deben conseguir dos objetivos: movilizar a su electorado y hacerse con la mayoría de los votos centristas. Para conseguir lo primero, utilizan el estandarte de sus éxitos en política social y, sobre todo, utilizan el miedo del electorado de izquierdas a que la derecha dura patrocinada en la sombra por Aznar vuelva al poder. Para conseguir lo segundo, insisten en ofrecer una imagen de partido moderado y dialogante, frente a una derecha a la que presentan como radicalizada e intransigente.
Veamos ahora cómo lo están haciendo ambos partidos desde el punto de vista de la publicidad. Comencemos con los eslogan. El PP usa dos: “Con cabeza y corazón” y “Las ideas claras”. El primero, por decirlo con sencillez, me parece una bobada, la típica proposición vacía que tanto sirve para referirse a un político, un banco o una agencia matrimonial. Además, parece la lista de la compra de una casquería. El segundo claim es más normalito; incide sobre un supuesto “atributo del producto”, pero posee escaso poder de convocatoria.
El PSOE también usa dos eslogan: “Vota con todas tus fuerzas” y “Somos más”. Ambas frases, como se ve, inciden directamente sobre la participación del electorado de izquierdas. La primera se me antoja un juego de palabras no demasiado conseguido. La segunda es algo mejor, pues recuerda al votante potencial que forma parte de una mayoría sociológica, y tiene cierto poder de convocatoria, pero quizá resulte demasiado simple. En cualquier caso, estas elecciones no se ganarán ni perderán por los eslogan.
Respecto a la televisión, los spot del PP (sólo he visto dos) siguen también una doble estrategia. Uno ridiculiza a Zapatero parodiando su discurso optimista mientras embargan a un pobre familia de clase media, y otro muestra, en planos cortos e intimistas, a Rajoy reflexionando tranquilamente sobre la situación del país. La primera línea de comunicación, como dije antes, me parece equivocada; la segunda resulta lógica y su objetivo es potenciar la imagen de un Rajoy moderado.
Los spot del PSOE (he visto tres) están orientados, cómo no, a la participación de su electorado. Uno está dirigido a los más jóvenes y a los primeros votantes, otro a los ancianos y el último, en el que un votante socialista ayuda a su madre a votar el PP, refuerza la imagen de talante y honestidad política, así como incide, de nuevo, en la participación. Son anuncios amables, pero puede que demasiado ligths.
Quizá lo que más me ha sorprendido es la campaña de radio. Las cuñas del PP se dedican fundamentalmente a ridiculizar a Zapatero, lo cual, insisto una vez más, me parece un error que puede provocar exactamente el efecto contrario al que se pretende. Lo curioso es que las cuñas del PSOE son mucho más agresivas que las de los populares; se trata de unos anuncios de radio orientados a presentar al PP como una derecha extrema cuya eventual llegada al poder supondría una involución social. Parecen piezas más propias de la oposición que del partido gobernante, pero es probable que sean eficaces.
En cuanto a la publicidad exterior, vallas, carteles, banderolas, etc., la verdad es que es lo mismo de siempre, salvo la utilización de esas grandes vallas urbanas que cubren toda la fachada de un edificio. En Madrid he visto una del PP con un enorme retrato de Rajoy y otra del PSOE comparando la terna Zapatero-Fernández del Vega-Solbes con la terna Rajoy-Zaplana-Acebes. En realidad, la valla persigue mostrar la fotografía conjunta de estos tres últimos, pues hasta las elecciones no hay peor compañía para Rajoy que la de sus dos lugartenientes. Por no hablar de Aznar, claro; en el PP deben de estar haciendo rogativas para que al ex-presidente no se le ocurra salir a la palestra.
Un amable merodeador me preguntaba hace poco por el marketing viral aplicado a la campaña. Ante todo, veamos qué es el “marketing viral”. Según Wikipedia: “El marketing viral o la publicidad viral son términos empleados para referirse a las técnicas de marketing que intentan explotar redes sociales preexistentes para producir incrementos exponenciales en "conocimiento de marca", mediante procesos de autorreplicación viral análogos a la expansión de un virus informático. Se suele basar en el boca a boca mediante medios electrónicos; usa el efecto de "red social" creado por Internet y los modernos servicios de telefonía móvil para llegar a una gran cantidad de personas rápidamente”. El ejemplo más claro y conocido de esto lo encontramos en el videoclip “Amo a Laura”, que en realidad era una campaña encubierta de la MTV.
Lo cierto es que cuando yo trabajaba en publicidad el marketing viral estaba en pañales, de modo que nunca lo he utilizado y desconozco su técnica. Por lo que sé, los partidos políticos están comenzando a emplearlo, sobre todo mediante el uso de videos y redes de blogs, pero ignoro hasta qué punto y cuál es su grado de eficacia. No obstante, es más que probable que el futuro de la publicidad discurra por ahí.
Por último, el mismo amable merodeador me solicitaba un pronóstico. Pues bien, creo que, salvo que suceda algo inesperado, ganará las elecciones el PSOE con bastante claridad, aunque no me atrevo a aventurar los porcentajes. En primer lugar, porque si analizamos las encuestas y pasamos de la intención directa de voto (que también está a favor de los socialistas, pero engaña mucho), veremos que las preferencias del electorado se inclinan sensiblemente hacia el lado progresista. Al mismo tiempo, puede detectarse cierto rechazo hacia el PP y su líder por sectores del electorado no necesariamente afines a los socialistas. En segundo lugar, los populares han fijado durante los últimos años una imagen de derecha dura que, por muy desmemoriado que sea el electorado, no lograrán quitarse de encima con unos pocos meses de moderación. Esa imagen radical aleja de ellos el voto de centro y moviliza al electorado contrario. En tercer lugar, Rajoy es un líder que no inspira confianza incluso en gran parte de su propio electorado. Su poder procede de una figura influyente, pero políticamente quemada (Aznar), y ha demostrado tener ciertas dificultades para gobernar su partido. Difícilmente alguien con una popularidad tan baja puede alcanzar el poder.
Ahora bien, ¿qué es lo que pretenden comunicar los dos principales partidos? Pues cosas diferentes, cuando no opuestas. Veamos: como cualquier sociólogo sabe, España está ligeramente escorada hacia la izquierda. Si la derecha es 1 y la izquierda 10, los votantes españoles estamos estadísticamente ubicados en un 6. Esta situación se compensa con el hecho de que la izquierda tiene dos partidos parlamentarios mientras que la derecha sólo cuenta con uno que recibe todos los votos conservadores. Por otro lado, parte de los votantes de izquierda –la llamada “izquierda exquisita”- tiene cierta tendencia a la abstención. De hecho, se supone que una participación superior al 73% otorgaría la victoria al PSOE y una inferior al 70% sentaría en la Moncloa al PP.
La estrategia de los populares ha consistido en hacer durante toda la legislatura una oposición extremadamente dura y bronca, basada fundamentalmente en el terrorismo, con un doble objetivo: fidelizar a su electorado y mantenerlo en tensión, y dar la sensación de llevar la iniciativa parlamentaria. Debemos reconocer que, con la ayuda de los múltiples errores de comunicación del gobierno, los populares han conseguido ambos propósitos. No obstante, esta estrategia conlleva un doble problema: en primer lugar, al tiempo que se fideliza y tensiona al propio electorado, se moviliza al electorado contrario; en segundo lugar, una política bronca hace perder apoyos entre los votantes centristas, que por su propia naturaleza huyen del radicalismo.
Así pues, contando con la manifiesta fidelidad de voto de su electorado natural, el PP tiene que conseguir dos objetivos: que la “izquierda exquisita” se abstenga y tranquilizar a los votantes de centro. Para ello, los populares intentan ofrecer desde hace varios meses una imagen de moderación, abandonando (por el momento) la bronca dura, las deslegitimaciones y la algarabía callejera. Por otra parte, todos sus esfuerzos se centran en dibujar a su oponente, Zapatero, como un hombre insustancial y caprichoso en quien resultaría ridículo, incluso si se es de izquierdas, depositar la confianza. El primer objetivo, la moderación, es lógico y resultaba previsible; el segundo, el desdén hacia el oponente, es más discutible, sobre todo teniendo en cuenta las respectivas imágenes públicas de ambos rivales.
En cuanto al PSOE, es evidente que su política de comunicación ha sido nefasta durante la legislatura. Mejor dicho, no ha existido ninguna política de comunicación, lo cual es aún peor. La estrategia de centrar toda la voz del gobierno en Zapatero y María Teresa Fernández de la Vega ha desdibujado la imagen del gabinete; eso, unido a que la otra figura visible del PSOE era Pepe Blanco, un pésimo comunicador, no ha hecho ningún bien al conjunto de la comunicación gubernamental. Además, el hecho de haber tenido que mantenerse a la defensiva ante los constantes ataques del PP, ha impedido que el gobierno saque todo el partido posible a sus logros. No obstante, la principal seña de identidad de Zapatero, el talante, por muy tópico que ya les suene a muchos, sigue jugando a su favor. Es como un recordatorio subliminal: “Nosotros somos una izquierda moderada y ustedes una derecha radical”. Aunque, claro, ese mismo talante aleja del PSOE el voto de la izquierda más militante.
Por consiguiente (como decía González), los socialistas deben conseguir dos objetivos: movilizar a su electorado y hacerse con la mayoría de los votos centristas. Para conseguir lo primero, utilizan el estandarte de sus éxitos en política social y, sobre todo, utilizan el miedo del electorado de izquierdas a que la derecha dura patrocinada en la sombra por Aznar vuelva al poder. Para conseguir lo segundo, insisten en ofrecer una imagen de partido moderado y dialogante, frente a una derecha a la que presentan como radicalizada e intransigente.
Veamos ahora cómo lo están haciendo ambos partidos desde el punto de vista de la publicidad. Comencemos con los eslogan. El PP usa dos: “Con cabeza y corazón” y “Las ideas claras”. El primero, por decirlo con sencillez, me parece una bobada, la típica proposición vacía que tanto sirve para referirse a un político, un banco o una agencia matrimonial. Además, parece la lista de la compra de una casquería. El segundo claim es más normalito; incide sobre un supuesto “atributo del producto”, pero posee escaso poder de convocatoria.
El PSOE también usa dos eslogan: “Vota con todas tus fuerzas” y “Somos más”. Ambas frases, como se ve, inciden directamente sobre la participación del electorado de izquierdas. La primera se me antoja un juego de palabras no demasiado conseguido. La segunda es algo mejor, pues recuerda al votante potencial que forma parte de una mayoría sociológica, y tiene cierto poder de convocatoria, pero quizá resulte demasiado simple. En cualquier caso, estas elecciones no se ganarán ni perderán por los eslogan.
Respecto a la televisión, los spot del PP (sólo he visto dos) siguen también una doble estrategia. Uno ridiculiza a Zapatero parodiando su discurso optimista mientras embargan a un pobre familia de clase media, y otro muestra, en planos cortos e intimistas, a Rajoy reflexionando tranquilamente sobre la situación del país. La primera línea de comunicación, como dije antes, me parece equivocada; la segunda resulta lógica y su objetivo es potenciar la imagen de un Rajoy moderado.
Los spot del PSOE (he visto tres) están orientados, cómo no, a la participación de su electorado. Uno está dirigido a los más jóvenes y a los primeros votantes, otro a los ancianos y el último, en el que un votante socialista ayuda a su madre a votar el PP, refuerza la imagen de talante y honestidad política, así como incide, de nuevo, en la participación. Son anuncios amables, pero puede que demasiado ligths.
Quizá lo que más me ha sorprendido es la campaña de radio. Las cuñas del PP se dedican fundamentalmente a ridiculizar a Zapatero, lo cual, insisto una vez más, me parece un error que puede provocar exactamente el efecto contrario al que se pretende. Lo curioso es que las cuñas del PSOE son mucho más agresivas que las de los populares; se trata de unos anuncios de radio orientados a presentar al PP como una derecha extrema cuya eventual llegada al poder supondría una involución social. Parecen piezas más propias de la oposición que del partido gobernante, pero es probable que sean eficaces.
En cuanto a la publicidad exterior, vallas, carteles, banderolas, etc., la verdad es que es lo mismo de siempre, salvo la utilización de esas grandes vallas urbanas que cubren toda la fachada de un edificio. En Madrid he visto una del PP con un enorme retrato de Rajoy y otra del PSOE comparando la terna Zapatero-Fernández del Vega-Solbes con la terna Rajoy-Zaplana-Acebes. En realidad, la valla persigue mostrar la fotografía conjunta de estos tres últimos, pues hasta las elecciones no hay peor compañía para Rajoy que la de sus dos lugartenientes. Por no hablar de Aznar, claro; en el PP deben de estar haciendo rogativas para que al ex-presidente no se le ocurra salir a la palestra.
Un amable merodeador me preguntaba hace poco por el marketing viral aplicado a la campaña. Ante todo, veamos qué es el “marketing viral”. Según Wikipedia: “El marketing viral o la publicidad viral son términos empleados para referirse a las técnicas de marketing que intentan explotar redes sociales preexistentes para producir incrementos exponenciales en "conocimiento de marca", mediante procesos de autorreplicación viral análogos a la expansión de un virus informático. Se suele basar en el boca a boca mediante medios electrónicos; usa el efecto de "red social" creado por Internet y los modernos servicios de telefonía móvil para llegar a una gran cantidad de personas rápidamente”. El ejemplo más claro y conocido de esto lo encontramos en el videoclip “Amo a Laura”, que en realidad era una campaña encubierta de la MTV.
Lo cierto es que cuando yo trabajaba en publicidad el marketing viral estaba en pañales, de modo que nunca lo he utilizado y desconozco su técnica. Por lo que sé, los partidos políticos están comenzando a emplearlo, sobre todo mediante el uso de videos y redes de blogs, pero ignoro hasta qué punto y cuál es su grado de eficacia. No obstante, es más que probable que el futuro de la publicidad discurra por ahí.
Por último, el mismo amable merodeador me solicitaba un pronóstico. Pues bien, creo que, salvo que suceda algo inesperado, ganará las elecciones el PSOE con bastante claridad, aunque no me atrevo a aventurar los porcentajes. En primer lugar, porque si analizamos las encuestas y pasamos de la intención directa de voto (que también está a favor de los socialistas, pero engaña mucho), veremos que las preferencias del electorado se inclinan sensiblemente hacia el lado progresista. Al mismo tiempo, puede detectarse cierto rechazo hacia el PP y su líder por sectores del electorado no necesariamente afines a los socialistas. En segundo lugar, los populares han fijado durante los últimos años una imagen de derecha dura que, por muy desmemoriado que sea el electorado, no lograrán quitarse de encima con unos pocos meses de moderación. Esa imagen radical aleja de ellos el voto de centro y moviliza al electorado contrario. En tercer lugar, Rajoy es un líder que no inspira confianza incluso en gran parte de su propio electorado. Su poder procede de una figura influyente, pero políticamente quemada (Aznar), y ha demostrado tener ciertas dificultades para gobernar su partido. Difícilmente alguien con una popularidad tan baja puede alcanzar el poder.
Existe, por último, una cuarta razón; pero me la reservo, amigos, para después de las elecciones. Los oráculos, como comprenderéis, debemos guardarnos algún que otro secreto, aunque sólo sea para parecer atractivamente misteriosos y gustarles a las chicas.
viernes, febrero 22
Victoria fría
Por lo general, no somos conscientes del momento histórico en que vivimos. La relativa brevedad de nuestras vidas y la lentitud con que se mueve la historia nos vuelve miopes e impiden que contemplemos el contexto que nos rodea en su integridad. Por otro lado, si pensamos en, por ejemplo, la revolución francesa, sabemos lo que hubo antes y también lo que vino después, pero si nos situamos en el “ahora”, conocemos el pasado inmediato, pero ignoramos lo que depara el futuro, de modo que nuestra visión es intrínsicamente incompleta. Por ejemplo, no somos conscientes de que vivimos tiempos de posguerra.
Lo que voy a comentar en este post no es ningún descubrimiento; de hecho, se trata de algo evidente que todos sabemos, aunque quizá no siempre tengamos presentes las implicaciones. Veréis... ¿Quién ganó la Segunda Guerra Mundial? ¿Los americanos? ¿Los aliados? No: los rusos. Ellos minaron al ejército alemán gracias a una numantina resistencia, ellos contraatacaron, ellos sitiaron Berlín y ellos fueron los primeros en entrar en la capital del Reich. Por supuesto, los yanquis ganaron la guerra del Pacífico, pero en cierto modo esa era otra guerra (japoneses y alemanes nunca llegaron realmente a colaborar bélicamente). El caso es que, al terminar la guerra, USA y Rusia se repartieron alegremente Europa (y el mundo). Así surgieron el imperio americano y el imperio soviético. Y comenzó otra guerra, sólo que muy distinta a cuantas antes había contemplado la humanidad.
Gore Vidal sostiene que la Guerra Fría fue un invento de la industria armamentística norteamericana, un conglomerado de empresas e intereses que, tras haberse forrado durante la guerra mundial, contemplaban cómo la paz ponía en riesgo sus beneficios. Sin duda, algo hay de esto, pero también estaban en juego el dominio geoestratégico del planeta y la confrontación entre dos visiones diametralmente opuestas de la economía, la política y la estructura social. La aparición de las bombas atómicas y el acopio de ellas que hicieron ambas potencias condujo a una situación nueva: dos imperios opuestos y mutuamente hostiles no podían enfrentarse bélicamente entre sí, pues tenían en su contra el MAD (Mutual Assured Destruction-“destrucción mutua asegurada”). Nadie podía ganar. Así pues, la guerra se desarrolló en otros frentes: el diplomático, el propagandístico y, sobre todo, el económico.
Hablemos un momento sobre el comunismo. La corriente romántica del siglo XIX y el declive de las religiones institucionales, devinieron, a comienzos del siglo XX, en dos formas distintas de “política redentorista” o “religión de estado”: el fascismo-nazismo y el comunismo. Ambos monstruos generaron terribles dictaduras y causaron millones de muertos, pero mientras que el comunismo se desarrolló en el extrarradio de Occidente, el fascismo-nazismo lo hizo en el mismo centro, de modo que era mucho más visible y, quizá por eso, fue el primero en caer. Durante mucho tiempo, la gente ignoraba qué sucedía tras el telón de acero y lo poco, y malo, que se sabía era desechado como propaganda capitalista. Pero lo cierto es que el comunismo no funcionaba ni social ni económicamente, que, pese a sus bonitas palabras, era una tiranía, que Stalin y Hitler eran lo mismo: despiadados dictadores.
Sin embargo, el comunismo tuvo una inesperada buena consecuencia: ante el temor de que los trabajadores occidentales, contagiados por el éxito de la revolución rusa, se alzaran contra sus patronos, el capitalismo salvaje se vio forzado a hacer concesiones y de ello surgieron los sindicatos o el estado del bienestar. Es decir, el comunismo era bueno para las clases trabajadoras siempre y cuando no se llevase a la práctica y se mantuviese a considerable distancia. Era una especie de toque de atención para la oligarquía: “cuidado, hay otra alternativa que puede devorarte”.
Quizá por eso, y porque supuestamente era una utopía puesta en práctica –el “paraíso proletario”-, y porque servía como espantajo contra la derecha, y porque aparentemente era una alternativa viable al capitalismo, y por las tan fraternales como falsas palabras propias del comunismo, por todo eso la izquierda mundial adoptó casi sin excepciones el marxismo como caballo de batalla e ideología básica.
Qué gran error, qué inmenso error... La invasión de Checoslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia, en 1968, hizo que las escamas se desprendieran de muchos ojos. Luego, se conoció la barbarie del estalinismo, el horror de la Revolución Cultural maoista, la locura infernal de los jemeres rojos. Pero, sobre todo, el sistema económico comunista no funcionaba; la economía de estado ni siquiera era capaz de garantizar la alimentación de sus ciudadanos y, de no ser por los cereales que, paradójicamente, le vendía USA, las hambrunas hubiesen recorrido el imperio soviético. Un imperio que estaba derrumbándose lentamente a causa de su ineficacia.
Pero algo aceleró ese derrumbe. Hoy ya sabemos lo que yo siempre había sospechado: Ronald Reagan y el papa Juan Pablo II se reunieron en repetidas ocasiones para planificar una estrategia conjunta destinada a socavar los cimientos de la Unión Soviética. Karol Wojtyla era polaco y profundamente anticomunista. La insurrección contra el sistema soviético brotó en Polonia de la mano del sindicato obrero católico Solidaridad. ¿Alguna relación entre lo uno y lo otro? Pues sí, sobre todo si tenemos en cuenta que el Vaticano financió a Solidaridad con 32 millones de dólares tramitados, probablemente, a través de Roberto Calvi.
Por otro lado, Reagan se sacó de la chistera un curioso plan: la famosa "guerra de las galaxias", un paraguas que cubriría todo el territorio USA y cuyo objetivo sería interceptar cualquier misil dirigido contra esa nación. De tener éxito tal iniciativa, el MAD se iría a hacer puñetas y la Unión Soviética quedaría inerme frente a los americanos. Así pues, los soviéticos sólo tenían dos alternativas: o desarrollar ellos también un paraguas nuclear, o ponerse a fabricar misiles como locos para derrotar al escudo americano por saturación (por ejemplo, de cada diez misiles lanzados sólo llegaría uno). El problema era que cualquiera de esas alternativas hundiría en la miseria a la precaria economía soviética. De modo que, como reza el dicho judío, los soviéticos decidieron que, ante dos alternativa, lo mejor era escoger la tercera: ya que no podían vencer a su enemigo, ¿por qué no aproximarse a él? Y así llegaron los tiempos de la perestroika y la glásnot, hasta que, finalmente, en 1991, el imperio soviético se disolvió.
Es decir, la guerra fría tuvo una victoria fría, y quien venció fue el sistema capitalista capitaneado por los poderes más conservadores de occidente (Reagan, Wojtyla, Thatcher...). Por eso vivimos tiempos de posguerra. ¿Y esto en qué nos afecta? Bueno, ahí tenéis, por ejemplo, la “revolución” neocon. Fue la derecha más dura quien venció al comunismo, así que a ella le pertenecen los despojos de la guerra. Entre tanto, la izquierda anda desorientada; se ha desprendido del marxismo, pero es incapaz de encontrar una alternativa a la economía de mercado o un modelo distinto al de la sociedad capitalista, de modo que prácticamente toda la izquierda europea ha derivado hacia más o menos tibias socialdemocracias. Es decir, todos los partidos políticos han virado a la derecha; tanto los progresistas como los conservadores.
Ahora bien, dado que el triunfante capitalismo se ha desembarazado del contrapeso que era el comunismo, ¿no resultará tentador dar marcha atrás en las concesiones hechas cuando el Imperio Soviético aún existía? La ley del mercado aplicada también a los seres humanos, darwinismo social, estados reducidos a lo mínimo y liberalismo económico a ultranza. Sálvese quien pueda.
El presente es producto del pasado y la “victoria fría” explica, al menos en parte, muchas de las cosas que están sucediendo en el mundo, desde la infame guerra de Irak hasta, ya en casa, la deprimente guerra de los obispos contra el gobierno socialista. Estamos asistiendo a una “revolución conservadora” (si es que a una contrarreforma se le puede llamar revolución) capitaneada por una derecha dura que triunfó frente al comunismo igual que San Jorge frente al dragón. Una derecha extremada cuyo lema “sin complejos” muchas veces podría interpretarse como “sin escrúpulos”. Pero ellos son los triunfadores, ¿no?
Lo que voy a comentar en este post no es ningún descubrimiento; de hecho, se trata de algo evidente que todos sabemos, aunque quizá no siempre tengamos presentes las implicaciones. Veréis... ¿Quién ganó la Segunda Guerra Mundial? ¿Los americanos? ¿Los aliados? No: los rusos. Ellos minaron al ejército alemán gracias a una numantina resistencia, ellos contraatacaron, ellos sitiaron Berlín y ellos fueron los primeros en entrar en la capital del Reich. Por supuesto, los yanquis ganaron la guerra del Pacífico, pero en cierto modo esa era otra guerra (japoneses y alemanes nunca llegaron realmente a colaborar bélicamente). El caso es que, al terminar la guerra, USA y Rusia se repartieron alegremente Europa (y el mundo). Así surgieron el imperio americano y el imperio soviético. Y comenzó otra guerra, sólo que muy distinta a cuantas antes había contemplado la humanidad.
Gore Vidal sostiene que la Guerra Fría fue un invento de la industria armamentística norteamericana, un conglomerado de empresas e intereses que, tras haberse forrado durante la guerra mundial, contemplaban cómo la paz ponía en riesgo sus beneficios. Sin duda, algo hay de esto, pero también estaban en juego el dominio geoestratégico del planeta y la confrontación entre dos visiones diametralmente opuestas de la economía, la política y la estructura social. La aparición de las bombas atómicas y el acopio de ellas que hicieron ambas potencias condujo a una situación nueva: dos imperios opuestos y mutuamente hostiles no podían enfrentarse bélicamente entre sí, pues tenían en su contra el MAD (Mutual Assured Destruction-“destrucción mutua asegurada”). Nadie podía ganar. Así pues, la guerra se desarrolló en otros frentes: el diplomático, el propagandístico y, sobre todo, el económico.
Hablemos un momento sobre el comunismo. La corriente romántica del siglo XIX y el declive de las religiones institucionales, devinieron, a comienzos del siglo XX, en dos formas distintas de “política redentorista” o “religión de estado”: el fascismo-nazismo y el comunismo. Ambos monstruos generaron terribles dictaduras y causaron millones de muertos, pero mientras que el comunismo se desarrolló en el extrarradio de Occidente, el fascismo-nazismo lo hizo en el mismo centro, de modo que era mucho más visible y, quizá por eso, fue el primero en caer. Durante mucho tiempo, la gente ignoraba qué sucedía tras el telón de acero y lo poco, y malo, que se sabía era desechado como propaganda capitalista. Pero lo cierto es que el comunismo no funcionaba ni social ni económicamente, que, pese a sus bonitas palabras, era una tiranía, que Stalin y Hitler eran lo mismo: despiadados dictadores.
Sin embargo, el comunismo tuvo una inesperada buena consecuencia: ante el temor de que los trabajadores occidentales, contagiados por el éxito de la revolución rusa, se alzaran contra sus patronos, el capitalismo salvaje se vio forzado a hacer concesiones y de ello surgieron los sindicatos o el estado del bienestar. Es decir, el comunismo era bueno para las clases trabajadoras siempre y cuando no se llevase a la práctica y se mantuviese a considerable distancia. Era una especie de toque de atención para la oligarquía: “cuidado, hay otra alternativa que puede devorarte”.
Quizá por eso, y porque supuestamente era una utopía puesta en práctica –el “paraíso proletario”-, y porque servía como espantajo contra la derecha, y porque aparentemente era una alternativa viable al capitalismo, y por las tan fraternales como falsas palabras propias del comunismo, por todo eso la izquierda mundial adoptó casi sin excepciones el marxismo como caballo de batalla e ideología básica.
Qué gran error, qué inmenso error... La invasión de Checoslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia, en 1968, hizo que las escamas se desprendieran de muchos ojos. Luego, se conoció la barbarie del estalinismo, el horror de la Revolución Cultural maoista, la locura infernal de los jemeres rojos. Pero, sobre todo, el sistema económico comunista no funcionaba; la economía de estado ni siquiera era capaz de garantizar la alimentación de sus ciudadanos y, de no ser por los cereales que, paradójicamente, le vendía USA, las hambrunas hubiesen recorrido el imperio soviético. Un imperio que estaba derrumbándose lentamente a causa de su ineficacia.
Pero algo aceleró ese derrumbe. Hoy ya sabemos lo que yo siempre había sospechado: Ronald Reagan y el papa Juan Pablo II se reunieron en repetidas ocasiones para planificar una estrategia conjunta destinada a socavar los cimientos de la Unión Soviética. Karol Wojtyla era polaco y profundamente anticomunista. La insurrección contra el sistema soviético brotó en Polonia de la mano del sindicato obrero católico Solidaridad. ¿Alguna relación entre lo uno y lo otro? Pues sí, sobre todo si tenemos en cuenta que el Vaticano financió a Solidaridad con 32 millones de dólares tramitados, probablemente, a través de Roberto Calvi.
Por otro lado, Reagan se sacó de la chistera un curioso plan: la famosa "guerra de las galaxias", un paraguas que cubriría todo el territorio USA y cuyo objetivo sería interceptar cualquier misil dirigido contra esa nación. De tener éxito tal iniciativa, el MAD se iría a hacer puñetas y la Unión Soviética quedaría inerme frente a los americanos. Así pues, los soviéticos sólo tenían dos alternativas: o desarrollar ellos también un paraguas nuclear, o ponerse a fabricar misiles como locos para derrotar al escudo americano por saturación (por ejemplo, de cada diez misiles lanzados sólo llegaría uno). El problema era que cualquiera de esas alternativas hundiría en la miseria a la precaria economía soviética. De modo que, como reza el dicho judío, los soviéticos decidieron que, ante dos alternativa, lo mejor era escoger la tercera: ya que no podían vencer a su enemigo, ¿por qué no aproximarse a él? Y así llegaron los tiempos de la perestroika y la glásnot, hasta que, finalmente, en 1991, el imperio soviético se disolvió.
Es decir, la guerra fría tuvo una victoria fría, y quien venció fue el sistema capitalista capitaneado por los poderes más conservadores de occidente (Reagan, Wojtyla, Thatcher...). Por eso vivimos tiempos de posguerra. ¿Y esto en qué nos afecta? Bueno, ahí tenéis, por ejemplo, la “revolución” neocon. Fue la derecha más dura quien venció al comunismo, así que a ella le pertenecen los despojos de la guerra. Entre tanto, la izquierda anda desorientada; se ha desprendido del marxismo, pero es incapaz de encontrar una alternativa a la economía de mercado o un modelo distinto al de la sociedad capitalista, de modo que prácticamente toda la izquierda europea ha derivado hacia más o menos tibias socialdemocracias. Es decir, todos los partidos políticos han virado a la derecha; tanto los progresistas como los conservadores.
Ahora bien, dado que el triunfante capitalismo se ha desembarazado del contrapeso que era el comunismo, ¿no resultará tentador dar marcha atrás en las concesiones hechas cuando el Imperio Soviético aún existía? La ley del mercado aplicada también a los seres humanos, darwinismo social, estados reducidos a lo mínimo y liberalismo económico a ultranza. Sálvese quien pueda.
El presente es producto del pasado y la “victoria fría” explica, al menos en parte, muchas de las cosas que están sucediendo en el mundo, desde la infame guerra de Irak hasta, ya en casa, la deprimente guerra de los obispos contra el gobierno socialista. Estamos asistiendo a una “revolución conservadora” (si es que a una contrarreforma se le puede llamar revolución) capitaneada por una derecha dura que triunfó frente al comunismo igual que San Jorge frente al dragón. Una derecha extremada cuyo lema “sin complejos” muchas veces podría interpretarse como “sin escrúpulos”. Pero ellos son los triunfadores, ¿no?
lunes, febrero 18
Indy
Dentro de mí hay un niño, el niño que fui hace tropecientos años, cuando tenía doce o trece. Durante toda mi vida he procurado que ese niño no muera, que siga ahí, que no se convierta en una sombra, en un mero recuerdo, y permanezca en mi interior formando parte de lo que soy. En realidad, no ha resultado difícil; de hecho, lo realmente complicado fue conseguir que brotara de mí una figura más o menos adulta, si es que alguna vez lo he conseguido. Pero es que ser adulto es tan aburrido...
El niño de mi interior se ocupa de muchas cosas; me hace leer y ver cine, me lleva de viaje a lugares lejanos, me cautiva con misterios y maravillas, maneja el timón de la barca de mis sueños, alimenta con abundante combustible mi capacidad de asombro, hace que me dedique a algo tan infantil como es contar mentiras por escrito... y me permite disfrutar de determinados entretenimientos con toda sencillez, sin restricciones, sin preguntas ni comeduras de coco. También tiene cosas malas, por supuesto, pero coño, a fin de cuentas sólo es un niño.
Cuando era pequeño, la película que mas me gustaba era King Kong, la primera (por entonces no había otra), la de Cooper y Schoedsack con Fay Wray, Robert Armstrong y Bruce Cabot como protagonistas. Adoraba esa película, me hacía soñar... A mediados de los sesenta, cuando yo tenía alrededor de doce años, había un curioso lugar cerca de mi casa, en Santa Bárbara. Se trata de un pequeño bulevar; en un extremo había un bar-kiosco llamado La Concha, y en el otro un templete que por un lado era un urinario público (donde, por cierto, se cometió un asesinato) y por el lado contrario una librería de segunda mano. En el escaparate de la librería estaba expuesta una novela en inglés: era el King Kong de Edgar Wallace y la portada ostentaba un maravilloso dibujo del gorila gigante. Yo me quedaba embelesado contemplando aquella portada, soñando despierto con islas de la calavera y bestias prehistóricas...
Hoy en día, cuando la palabra “carroza” se queda corta para describir lo que soy, King Kong sigue siendo una de mis películas favoritas. Qué le vamos a hacer, me chiflan la fantasía, los sueños, la aventura... Naturalmente, a mi yo adulto también le gustan otra clase de películas, pero está tan contaminado de mi yo niño que participa también de sus gustos, aunque con otra mirada. El caso es que hay cierto tipo de películas (y también novelas) que, siendo puros divertimentos, forman parte de mi canon particular: Beau Geste, El hombre que pudo ser rey, El malvado Zaroff, Horizontes perdidos, Los cañones de Navarone, Los vikingos, El halcón y la flecha, El temible burlón, El prisionero de Zenda, El mundo en sus manos... Sí, todas películas de aventuras, maravillosas y gloriosas películas de aventuras.
Y ahora voy a confesaros algo: la película que más me ha divertido jamás, la que más ha hecho vibrar al niño que llevo dentro, es En busca del Arca perdida. No digo que sea la mejor, ni la que más me ha gustado; sencillamente afirmo que es la que más me ha hecho disfrutar, de principio a fin, como un crío, la que me agarró por las solapas desde el primer plano, mandó a hacer puñetas mi sentido de la incredulidad, e hizo que me deslizara por una especie de montaña rusa en la que comenzabas con un terremoto y, a partir de ahí, el ajetreo iba en aumento. Dios santo, qué bien me lo pasé viendo En busca del Arca perdida; y eso que, cuando se estrenó, yo distaba mucho de ser un niño (debía de tener unos 28 tacos).
En fin, qué duda cabe de que Indiana Jones es un personaje de amalgama cuyo modelo son los héroes pulp de los seriales cinematográficos de los años 30 y 40. Su principal seña de identidad, su uniforme por así decirlo, es el sombrero tipo Stetson (en realidad, se trata del modelo Fedora de Herbert Johnson Hat Shop). Eso nos retrotrae a dos películas en concreto: El tesoro de Sierra Madre y, sobre todo, El secreto de los incas (1954), donde Charlton Heston encarnaba a un héroe de apariencia muy similar a nuestro Indy. Otro elemento distintivo es el látigo, cuyo antecedente más inmediato lo encontramos El Zorro. El resto -aventuras en países exóticos, fantasía desbordada, peripecias constantes, situaciones límite, rescates en el último segundo- forma parte de la tradición de la serie B de aventuras.
Lo que hicieron Lucas & Spielberg fue tomar todos esos elementos, reconstruirlos bajo el prisma del humor y tratarlos como si fueran una serie A (al menos en cuanto a presupuesto). Aunque hicieron mucho más, claro. La secuencia inicial de la película –la selva, la gruta, el ídolo de oro, las trampas, etc.- es un ejemplo de “creación instantánea” de un héroe. La cámara elude al principio mostrar el rostro del protagonista, al que siempre vemos de espaldas con su característico sombrero. Luego, somos testigos de su impasibilidad frente a cadáveres y arañas. Acto seguido, entra en la cueva, roba el ídolo y el mundo se derrumba a su alrededor. Le vemos utilizar el látigo para escapar de una serie de trampas que parecen sacadas de una película de Fu Manchú, cae en una encerrona, huye en medio de las nubes de polvo que él mismo desprende, monta en un hidroavión y ahí descubrimos que ese héroe de piedra, oh ironía, le tiene miedo a las serpientes.
Indiana Jones es un héroe que no se toma en serio a sí mismo y En busca del Arca perdida una cinta modélica en cuanto ritmo, aventura y diversión se refiere. Las otras dos películas me gustaron menos, lo reconozco. El templo maldito, con una espléndida secuencia inicial, acaba convirtiéndose en una película un tanto claustrofóbica y mucho menos conseguida que la primera. La última cruzada mejora notablemente con respecto a su antecesora (entre otras cosas por la presencia de Sean Connery), pero su final, de cartón piedra, parece un juego de rol. En cualquier caso, mejores o peores, las películas de Indiana Jones siempre estaban basadas en un dinamismo constante, en un “más difícil todavía” protagonizado por un héroe irónico, carismático y notablemente saltimbanqui.
La pregunta es: ¿podrá hacer lo mismo un Harrison Ford sesentón? Y no me refiero a las piruetas, que para eso están los especialistas, sino a transmitir ese aroma vital y optimista que era el sello de la serie. ¿Tiene sentido un Indiana Jones envejecido? Sinceramente, no lo sé; y la duda me tiene en ascuas mientras esperamos el estreno de El reino de la calavera de cristal (menudo nombrecito...), el cuarto capítulo de las aventuras de Indiana Jones. Entre tanto, pinchando AQUÍ podemos ver el trailer de la película. Es un trailer magnífico, desde luego, pero no despeja mis dudas. En cualquier caso, me encanta el plano donde vemos, arrojada contra un vehículo militar, la sombra de Indy poniéndose el sombrero. Sólo por eso, y por kilos de nostalgia, iré a ver la película, no lo dudéis.
El niño de mi interior se ocupa de muchas cosas; me hace leer y ver cine, me lleva de viaje a lugares lejanos, me cautiva con misterios y maravillas, maneja el timón de la barca de mis sueños, alimenta con abundante combustible mi capacidad de asombro, hace que me dedique a algo tan infantil como es contar mentiras por escrito... y me permite disfrutar de determinados entretenimientos con toda sencillez, sin restricciones, sin preguntas ni comeduras de coco. También tiene cosas malas, por supuesto, pero coño, a fin de cuentas sólo es un niño.
Cuando era pequeño, la película que mas me gustaba era King Kong, la primera (por entonces no había otra), la de Cooper y Schoedsack con Fay Wray, Robert Armstrong y Bruce Cabot como protagonistas. Adoraba esa película, me hacía soñar... A mediados de los sesenta, cuando yo tenía alrededor de doce años, había un curioso lugar cerca de mi casa, en Santa Bárbara. Se trata de un pequeño bulevar; en un extremo había un bar-kiosco llamado La Concha, y en el otro un templete que por un lado era un urinario público (donde, por cierto, se cometió un asesinato) y por el lado contrario una librería de segunda mano. En el escaparate de la librería estaba expuesta una novela en inglés: era el King Kong de Edgar Wallace y la portada ostentaba un maravilloso dibujo del gorila gigante. Yo me quedaba embelesado contemplando aquella portada, soñando despierto con islas de la calavera y bestias prehistóricas...
Hoy en día, cuando la palabra “carroza” se queda corta para describir lo que soy, King Kong sigue siendo una de mis películas favoritas. Qué le vamos a hacer, me chiflan la fantasía, los sueños, la aventura... Naturalmente, a mi yo adulto también le gustan otra clase de películas, pero está tan contaminado de mi yo niño que participa también de sus gustos, aunque con otra mirada. El caso es que hay cierto tipo de películas (y también novelas) que, siendo puros divertimentos, forman parte de mi canon particular: Beau Geste, El hombre que pudo ser rey, El malvado Zaroff, Horizontes perdidos, Los cañones de Navarone, Los vikingos, El halcón y la flecha, El temible burlón, El prisionero de Zenda, El mundo en sus manos... Sí, todas películas de aventuras, maravillosas y gloriosas películas de aventuras.
Y ahora voy a confesaros algo: la película que más me ha divertido jamás, la que más ha hecho vibrar al niño que llevo dentro, es En busca del Arca perdida. No digo que sea la mejor, ni la que más me ha gustado; sencillamente afirmo que es la que más me ha hecho disfrutar, de principio a fin, como un crío, la que me agarró por las solapas desde el primer plano, mandó a hacer puñetas mi sentido de la incredulidad, e hizo que me deslizara por una especie de montaña rusa en la que comenzabas con un terremoto y, a partir de ahí, el ajetreo iba en aumento. Dios santo, qué bien me lo pasé viendo En busca del Arca perdida; y eso que, cuando se estrenó, yo distaba mucho de ser un niño (debía de tener unos 28 tacos).
En fin, qué duda cabe de que Indiana Jones es un personaje de amalgama cuyo modelo son los héroes pulp de los seriales cinematográficos de los años 30 y 40. Su principal seña de identidad, su uniforme por así decirlo, es el sombrero tipo Stetson (en realidad, se trata del modelo Fedora de Herbert Johnson Hat Shop). Eso nos retrotrae a dos películas en concreto: El tesoro de Sierra Madre y, sobre todo, El secreto de los incas (1954), donde Charlton Heston encarnaba a un héroe de apariencia muy similar a nuestro Indy. Otro elemento distintivo es el látigo, cuyo antecedente más inmediato lo encontramos El Zorro. El resto -aventuras en países exóticos, fantasía desbordada, peripecias constantes, situaciones límite, rescates en el último segundo- forma parte de la tradición de la serie B de aventuras.
Lo que hicieron Lucas & Spielberg fue tomar todos esos elementos, reconstruirlos bajo el prisma del humor y tratarlos como si fueran una serie A (al menos en cuanto a presupuesto). Aunque hicieron mucho más, claro. La secuencia inicial de la película –la selva, la gruta, el ídolo de oro, las trampas, etc.- es un ejemplo de “creación instantánea” de un héroe. La cámara elude al principio mostrar el rostro del protagonista, al que siempre vemos de espaldas con su característico sombrero. Luego, somos testigos de su impasibilidad frente a cadáveres y arañas. Acto seguido, entra en la cueva, roba el ídolo y el mundo se derrumba a su alrededor. Le vemos utilizar el látigo para escapar de una serie de trampas que parecen sacadas de una película de Fu Manchú, cae en una encerrona, huye en medio de las nubes de polvo que él mismo desprende, monta en un hidroavión y ahí descubrimos que ese héroe de piedra, oh ironía, le tiene miedo a las serpientes.
Indiana Jones es un héroe que no se toma en serio a sí mismo y En busca del Arca perdida una cinta modélica en cuanto ritmo, aventura y diversión se refiere. Las otras dos películas me gustaron menos, lo reconozco. El templo maldito, con una espléndida secuencia inicial, acaba convirtiéndose en una película un tanto claustrofóbica y mucho menos conseguida que la primera. La última cruzada mejora notablemente con respecto a su antecesora (entre otras cosas por la presencia de Sean Connery), pero su final, de cartón piedra, parece un juego de rol. En cualquier caso, mejores o peores, las películas de Indiana Jones siempre estaban basadas en un dinamismo constante, en un “más difícil todavía” protagonizado por un héroe irónico, carismático y notablemente saltimbanqui.
La pregunta es: ¿podrá hacer lo mismo un Harrison Ford sesentón? Y no me refiero a las piruetas, que para eso están los especialistas, sino a transmitir ese aroma vital y optimista que era el sello de la serie. ¿Tiene sentido un Indiana Jones envejecido? Sinceramente, no lo sé; y la duda me tiene en ascuas mientras esperamos el estreno de El reino de la calavera de cristal (menudo nombrecito...), el cuarto capítulo de las aventuras de Indiana Jones. Entre tanto, pinchando AQUÍ podemos ver el trailer de la película. Es un trailer magnífico, desde luego, pero no despeja mis dudas. En cualquier caso, me encanta el plano donde vemos, arrojada contra un vehículo militar, la sombra de Indy poniéndose el sombrero. Sólo por eso, y por kilos de nostalgia, iré a ver la película, no lo dudéis.
lunes, febrero 11
Cuentos
Coincidiendo con la publicación de su antología de relatos Sauce ciego, mujer dormida, he leído la siguiente frase de Haruki Murakami: "Por decirlo rápido y mal: escribir novelas es, para mí, un desafío; escribir cuentos, un placer". Este comentario me ha hecho reflexionar y he llegado a la conclusión de que todos los escritores que conozco, con sólo una posible excepción, prefieren escribir cuentos antes que novelas. De hecho, lo confieso, a mí también me gusta más escribir relato corto que tochos largos, aunque apenas lo hago (luego veremos por qué).
¿Cuál es la razón de que los escritores prefieran escribir cuentos? Hay más de una. En primer lugar, tengo la sensación de que a la mayor parte de los escritores, aunque no lo confiesen, les pasa lo que a mí: odian escribir (es un trabajo, no lo olvidemos). Por tanto, les satisface más redactar un puñado de páginas que las trescientas (como mínimo) de una novela. Además, al igual que nos sucede a Fredric Brown y a mí, los escritores odian escribir, pero adoran haber escrito; eso significa que el cuento produce una autosatisfacción en el autor mucho más inmediata que una novela (sería algo así como la diferencia entre una aventura erótica y un noviazgo). Por otro lado, la complejidad técnica de una novela es mucho mayor que la de un cuento, lo cual significa que la preparación de una novela lleva mucho más tiempo. Sin embargo, la idea para un cuento puede ocurrírsete por la mañana y tener escrito el relato por la noche. Por último, es casi imposible escribir toda una novela con entusiasmo; la empiezas realmente exaltado, pero llega un momento en que el fuego se apaga y acabas terminando el texto a base de profesionalidad y paciencia. Un cuento, por el contrario, puede escribirse con entusiasmo de principio a fin, lo cual es muy gratificante.
Pero hay otra razón más que no tiene que ver con la relativa comodidad o autosatisfacción del escritor, sino con el resultado final: los cuentos pueden ser mucho más intensos y expresivos que las novelas. Me explicaré: una novela es la suma de diversos elementos, de distintas ideas, que no siempre están relacionados con el tema central del argumento. La novela tiene una naturaleza arbórea, tiene raíces, tronco, ramas y hojas; el texto avanza con altibajos en cuanto a interés e intensidad. Por eso, difícilmente recordamos entera una novela que leímos hace tiempo, por mucho que nos gustara; recordamos fragmentos, determinadas escenas, pero no todo.
El cuento, por el contrario, puede (y debe) centrarse en una única idea, en un único concepto, en una única expresividad. Todo el relato puede orientarse hacia un único fin, sea intelectual o emocional. Los cuentos, además, pueden librarse de las cadenas del argumento y enfocar aspectos que la narrativa larga normalmente ignora. El cuento es un fogonazo; o, mejor aún, un rayo láser donde toda la luz vibra en el mismo plano. Por eso, los relatos cortos pueden deslumbrarte con más intensidad que una novela.
De hecho, si me paro a recordar los textos que más huella han dejado en mí, descubro que la mayor parte de ellos son cuentos. Ninguna historia me ha producido tanta sensación de soledad y tristeza como Volverán las mansas lluvias, de Bradbury, ni tanto estremecimiento como Siete pisos, de Buzzati, ni tanta desolación como Un día perfecto para el pez plátano, de Salinger, ni tanto asombro como El centinela, de Clarke, ni tanta risa como Adiós a todos los gatos, de Woodehouse, ni tanto miedo como La zarpa de mono, de Jacobs, ni tanto vértigo como La biblioteca de Babel, de Borges, ni tanta extrañeza como Alpha Ralpha Boulevard, de Cordwainer Smith, ni tanta inquietud como Casa tomada, de Cortázar, ni tanta pesadumbre como Pesadilla en gris, de Brown, ni tanta fatalidad como Los asesinos, de Hemingway... Todos ellos son cuentos y, junto a otros muchos, están clavados en mi memoria de forma permanente y con más intensidad que la mayor parte de las novelas que he leído. Eso por no hablar de los cuentos de hadas; Caperucita roja, La bella durmiente, Blancanieves y los siete enanitos, La cenicienta, La bella y la bestia... todas estas historias no son sólo arquetipos de nuestra cultura, sino que forman parte de nuestro inconsciente colectivo.
Entonces, si tanto me gustan los relatos cortos, ¿por qué no escribo más? Porque me los comería con patatas, amigos míos. En España (al contrario que en los países anglosajones y latinoamericanos) apenas hay revistas que publiquen cuentos, y las antologías están unánimemente consideradas “veneno para las ventas”. ¿Por qué? Porque, en este país, a la gente no le gusta leer cuentos. ¿Y eso por qué? Pues, según la opinión más generalizada, porque al personal le cuesta mucho esfuerzo saltar de un relato a otro, cambiar de historias y personajes; prefiere tochos largos con los que puede familiarizarse durante semanas o meses. Ay, ese es el síndrome del lector inexperto, del lector perezoso cuya mente reacciona con lentitud a los cambios. Para colmo, en España el cuento se ha considerado tradicionalmente un “arte menor” con escasa presencia en nuestra tradición literaria, pese a nombres tan ilustres como Emilia Pardo Bazán, Ignacio Aldecoa o José María Merino.
Así pues, en este país de mis entretelas apenas se escriben relatos cortos, apenas se publican y apenas se leen. Guay: le hemos vuelto la espalda a todo un género literario; somos cojonudos los españolitos. Pero, claro, teniendo en cuenta el penoso historial de nuestra narrativa desde el siglo XVIII hasta nuestros días, tampoco es de extrañar.
¿Cuál es la razón de que los escritores prefieran escribir cuentos? Hay más de una. En primer lugar, tengo la sensación de que a la mayor parte de los escritores, aunque no lo confiesen, les pasa lo que a mí: odian escribir (es un trabajo, no lo olvidemos). Por tanto, les satisface más redactar un puñado de páginas que las trescientas (como mínimo) de una novela. Además, al igual que nos sucede a Fredric Brown y a mí, los escritores odian escribir, pero adoran haber escrito; eso significa que el cuento produce una autosatisfacción en el autor mucho más inmediata que una novela (sería algo así como la diferencia entre una aventura erótica y un noviazgo). Por otro lado, la complejidad técnica de una novela es mucho mayor que la de un cuento, lo cual significa que la preparación de una novela lleva mucho más tiempo. Sin embargo, la idea para un cuento puede ocurrírsete por la mañana y tener escrito el relato por la noche. Por último, es casi imposible escribir toda una novela con entusiasmo; la empiezas realmente exaltado, pero llega un momento en que el fuego se apaga y acabas terminando el texto a base de profesionalidad y paciencia. Un cuento, por el contrario, puede escribirse con entusiasmo de principio a fin, lo cual es muy gratificante.
Pero hay otra razón más que no tiene que ver con la relativa comodidad o autosatisfacción del escritor, sino con el resultado final: los cuentos pueden ser mucho más intensos y expresivos que las novelas. Me explicaré: una novela es la suma de diversos elementos, de distintas ideas, que no siempre están relacionados con el tema central del argumento. La novela tiene una naturaleza arbórea, tiene raíces, tronco, ramas y hojas; el texto avanza con altibajos en cuanto a interés e intensidad. Por eso, difícilmente recordamos entera una novela que leímos hace tiempo, por mucho que nos gustara; recordamos fragmentos, determinadas escenas, pero no todo.
El cuento, por el contrario, puede (y debe) centrarse en una única idea, en un único concepto, en una única expresividad. Todo el relato puede orientarse hacia un único fin, sea intelectual o emocional. Los cuentos, además, pueden librarse de las cadenas del argumento y enfocar aspectos que la narrativa larga normalmente ignora. El cuento es un fogonazo; o, mejor aún, un rayo láser donde toda la luz vibra en el mismo plano. Por eso, los relatos cortos pueden deslumbrarte con más intensidad que una novela.
De hecho, si me paro a recordar los textos que más huella han dejado en mí, descubro que la mayor parte de ellos son cuentos. Ninguna historia me ha producido tanta sensación de soledad y tristeza como Volverán las mansas lluvias, de Bradbury, ni tanto estremecimiento como Siete pisos, de Buzzati, ni tanta desolación como Un día perfecto para el pez plátano, de Salinger, ni tanto asombro como El centinela, de Clarke, ni tanta risa como Adiós a todos los gatos, de Woodehouse, ni tanto miedo como La zarpa de mono, de Jacobs, ni tanto vértigo como La biblioteca de Babel, de Borges, ni tanta extrañeza como Alpha Ralpha Boulevard, de Cordwainer Smith, ni tanta inquietud como Casa tomada, de Cortázar, ni tanta pesadumbre como Pesadilla en gris, de Brown, ni tanta fatalidad como Los asesinos, de Hemingway... Todos ellos son cuentos y, junto a otros muchos, están clavados en mi memoria de forma permanente y con más intensidad que la mayor parte de las novelas que he leído. Eso por no hablar de los cuentos de hadas; Caperucita roja, La bella durmiente, Blancanieves y los siete enanitos, La cenicienta, La bella y la bestia... todas estas historias no son sólo arquetipos de nuestra cultura, sino que forman parte de nuestro inconsciente colectivo.
Entonces, si tanto me gustan los relatos cortos, ¿por qué no escribo más? Porque me los comería con patatas, amigos míos. En España (al contrario que en los países anglosajones y latinoamericanos) apenas hay revistas que publiquen cuentos, y las antologías están unánimemente consideradas “veneno para las ventas”. ¿Por qué? Porque, en este país, a la gente no le gusta leer cuentos. ¿Y eso por qué? Pues, según la opinión más generalizada, porque al personal le cuesta mucho esfuerzo saltar de un relato a otro, cambiar de historias y personajes; prefiere tochos largos con los que puede familiarizarse durante semanas o meses. Ay, ese es el síndrome del lector inexperto, del lector perezoso cuya mente reacciona con lentitud a los cambios. Para colmo, en España el cuento se ha considerado tradicionalmente un “arte menor” con escasa presencia en nuestra tradición literaria, pese a nombres tan ilustres como Emilia Pardo Bazán, Ignacio Aldecoa o José María Merino.
Así pues, en este país de mis entretelas apenas se escriben relatos cortos, apenas se publican y apenas se leen. Guay: le hemos vuelto la espalda a todo un género literario; somos cojonudos los españolitos. Pero, claro, teniendo en cuenta el penoso historial de nuestra narrativa desde el siglo XVIII hasta nuestros días, tampoco es de extrañar.
miércoles, febrero 6
Francotiradores
Los comentarios recogidos en la anterior entrada no han hecho más que confirmar lo que pensaba desde el principio: ateos y agnósticos somos muy poco proclives al asociacionismo. Supongo que hemos llegado a nuestra posición religiosa (o, mejor dicho, no religiosa) siguiendo un camino básicamente personal, de modo que nos parece casi anti natura elevar la cuestión a categoría pública. Por otro lado, varios merodeadores arguyen que los tiempos están en contra de la iglesia católica, así que poco importa lo que hagan o digan los obispos, porque ya están derrotados. Ojalá tengan razón. Por todo ello, me parece muy difícil que prospere una plataforma laicista con suficiente peso. Los ATE/AGN somos francotiradores, no un ejército.
No obstante, lo cierto es que existe una campaña planificada en contra de la sociedad laica, y que esa campaña no está impulsada sólo por la jerarquía eclesiástica, sino también respaldada por la más reaccionaria derecha española, que, como todas las derechas de este país, forma parte del PP. De hecho, hoy por hoy lo dirige. Así pues, si los populares llegaran al poder, ¿qué harían en este terreno? Asignatura de religión para todos los escolares, eso seguro. Y múltiples prebendas para la iglesia, sobre todo en forma de subvenciones. Y, desde luego, acabar con toda forma de familia que no sea la que dios manda, es decir, la tradicional cristiana (adiós a los matrimonios homosexuales, eso ya lo ha anunciado Rajoy).
Qué extrañas fuerzas bullen en España; fuerzas oscuras que huelen a naftalina y están en contra de todo lo que suene a progreso, tolerancia y modernidad. Es como si un sector de la sociedad se hubiera quedado atascado en los años 40 y quisiera que todos viviéramos en ese tiempo tenebroso de dictadores bajo palio y rígida moral tridentina. Existen todavía hoy, a comienzos del siglo XXI, personajes a los que les vendría como anillo al dedo un perfilado y rectilíneo bigotito fascista junto con un carné de Falange, personajes insólitos surgidos de lo más profundo de la caverna cuya simple existencia resulta anacrónica y grotesca, pero también inquietante, pues alguna de esa gente tiene proyección pública. Como por ejemplo Dimas Cuevas, candidato del PP al senado por Albacete.
El señor Cuevas es periodista y en los últimos años ha escrito artículos donde decía cosas como las siguientes: "Las bodas de lesbianas tendrán que incluir diversas variedades de tortillas [...] y los convites para homosexuales serán a base de perritos calientes y plátanos al horno". "Si la palmo antes de lo previsto, prohíbo que den a mis chiquillos en adopción a ningún matrimonio de gays, lesbianas o mediopensionistas. Sólo falta que los traigamos al mundo, los criemos y los eduquemos, para que luego acaben los pobres rodeados de cualquier cosa". "Sólo me cabe una duda: si los que se casan son dos machos (con perdón) y en el supuesto caso de que uno de los manchegos matrimoniados tenga la mano larga, ¿su pareja tendrá derecho a la protección de la nueva ley contra la violencia de género? Supongo que, siguiendo la Ley de Mahoma, sólo será así si el maltratado es el que toma...".
En el Cyrano de Bergerac de Rostand hay una escena en la que un personaje llama “narizotas” al protagonista. Acto seguido, Cyrano pronuncia uno de los monólogos más brillantes de la literatura universal, enumerando las múltiples formas ingeniosas de burlarse de una gran nariz y lamentando que su oponente hubiese escogido algo tan vulgar como “narizotas”. A Cyrano no le ofendía el insulto de su oponente, sino su tosquedad. Pues algo parecido me sucede a mí con el tal Cuevas: no me ofende tanto su homofobia como la deprimente zafiedad con que la expresa. Tortillas y bollos, plátanos y perritos calientes... ja, ja, ja, que ingenioso es este tipejo. Me río tanto que empiezo a sentir ganas de vomitar.
Bueno, amigos míos, aquí tenéis un ejemplo de la clase de personas que aspiran a imponernos su moral. Y no estoy hablando de cualquiera, sino de un futuro senador. Pero no hay que preocuparse, ¿verdad?... ¿O quizá sí?
No obstante, lo cierto es que existe una campaña planificada en contra de la sociedad laica, y que esa campaña no está impulsada sólo por la jerarquía eclesiástica, sino también respaldada por la más reaccionaria derecha española, que, como todas las derechas de este país, forma parte del PP. De hecho, hoy por hoy lo dirige. Así pues, si los populares llegaran al poder, ¿qué harían en este terreno? Asignatura de religión para todos los escolares, eso seguro. Y múltiples prebendas para la iglesia, sobre todo en forma de subvenciones. Y, desde luego, acabar con toda forma de familia que no sea la que dios manda, es decir, la tradicional cristiana (adiós a los matrimonios homosexuales, eso ya lo ha anunciado Rajoy).
Qué extrañas fuerzas bullen en España; fuerzas oscuras que huelen a naftalina y están en contra de todo lo que suene a progreso, tolerancia y modernidad. Es como si un sector de la sociedad se hubiera quedado atascado en los años 40 y quisiera que todos viviéramos en ese tiempo tenebroso de dictadores bajo palio y rígida moral tridentina. Existen todavía hoy, a comienzos del siglo XXI, personajes a los que les vendría como anillo al dedo un perfilado y rectilíneo bigotito fascista junto con un carné de Falange, personajes insólitos surgidos de lo más profundo de la caverna cuya simple existencia resulta anacrónica y grotesca, pero también inquietante, pues alguna de esa gente tiene proyección pública. Como por ejemplo Dimas Cuevas, candidato del PP al senado por Albacete.
El señor Cuevas es periodista y en los últimos años ha escrito artículos donde decía cosas como las siguientes: "Las bodas de lesbianas tendrán que incluir diversas variedades de tortillas [...] y los convites para homosexuales serán a base de perritos calientes y plátanos al horno". "Si la palmo antes de lo previsto, prohíbo que den a mis chiquillos en adopción a ningún matrimonio de gays, lesbianas o mediopensionistas. Sólo falta que los traigamos al mundo, los criemos y los eduquemos, para que luego acaben los pobres rodeados de cualquier cosa". "Sólo me cabe una duda: si los que se casan son dos machos (con perdón) y en el supuesto caso de que uno de los manchegos matrimoniados tenga la mano larga, ¿su pareja tendrá derecho a la protección de la nueva ley contra la violencia de género? Supongo que, siguiendo la Ley de Mahoma, sólo será así si el maltratado es el que toma...".
En el Cyrano de Bergerac de Rostand hay una escena en la que un personaje llama “narizotas” al protagonista. Acto seguido, Cyrano pronuncia uno de los monólogos más brillantes de la literatura universal, enumerando las múltiples formas ingeniosas de burlarse de una gran nariz y lamentando que su oponente hubiese escogido algo tan vulgar como “narizotas”. A Cyrano no le ofendía el insulto de su oponente, sino su tosquedad. Pues algo parecido me sucede a mí con el tal Cuevas: no me ofende tanto su homofobia como la deprimente zafiedad con que la expresa. Tortillas y bollos, plátanos y perritos calientes... ja, ja, ja, que ingenioso es este tipejo. Me río tanto que empiezo a sentir ganas de vomitar.
Bueno, amigos míos, aquí tenéis un ejemplo de la clase de personas que aspiran a imponernos su moral. Y no estoy hablando de cualquiera, sino de un futuro senador. Pero no hay que preocuparse, ¿verdad?... ¿O quizá sí?
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