En cierta ocasión, durante una
charla suya, el llorado Miquel Barceló dijo algo que me llamó la atención, porque,
pese a ser evidente, nunca había caído en ello: Lo más asombroso de la carrera
espacial no fue el alunizaje, sino que después, y durante más de medio siglo, ningún
humano volviera a ir más allá de la órbita baja de la Tierra.
Yo tenía dieciséis años recién
cumplidos cuando el Apolo 11 se posó en el Mar de la Tranquilidad. ¿Os
imagináis lo que supuso para mí contemplar las borrosas imágenes en blanco y
negro del primer humano en pisar otro cuerpo celeste? No, no tenéis ni idea, porque
la mayoría de vosotros no vivió aquello. Además, perdéis de vista que yo era un
pirado de la ciencia ficción. Fue un éxtasis para mí, una epifanía, una
arrebato. Yo, que tanto había leído sobre el futuro, ¡estaba viviendo el
futuro!
Y qué felices me las prometía,
amigos míos. Ahora la Luna, me decía; mañana Marte, y pasado las estrellas.
Imaginaba vuelos espaciales comerciales, majestuosas estaciones orbitales,
bases en el sistema solar, videotélefonos, coches voladores... Bueno, eso no;
los coches voladores siempre me parecieron una mala idea. El caso es que
imaginaba un futuro del estilo de 2001:
Una odisea del espacio. Ahí iba a vivir yo.
Luego, poco a poco, la cruda realidad
me fue pasando por encima. La carrera espacial concluyó. A fin de cuentas, ya
había un ganador. El programa Apolo se canceló. Los gigantescos cohetes Saturno
V dejaron de fabricarse. Llegaron los transbordadores espaciales, pero eran
poco más que autobuses con alas solo capaces de alcanzar órbitas bajas. Además,
eran una chapuza. Y ahora los norteamericanos ni siquiera pueden ir a la
Estación Espacial por sus propios medios, y tienen que comprarle pasajes a los
rusos o a Space X.
Fue un proceso lento, pero en algún
momento quedó claro que mis sueños se habían ido al garete. Yo esperaba que el
futuro me trajera una utopía espacial, y lo que al final me ha traído es una
especie de distopía en la que la humanidad vive hipnotizada por unos pequeños
artilugios rectangulares. Aunque, hay que reconocérselo, en esos artilugios van
incluidos los videoteléfonos, algo que nadie imaginó jamás.
Alto ahí, diréis; siempre te quedan
las misiones no tripuladas. Es verdad; pensar que ahora mismo hay un par de
rovers deambulando por Marte me emociona un poco. Pero no es lo mismo,
Pues bien, más o menos de eso va la
serie de televisión Para toda la
humanidad, que se emite en AppleTV. Se trata de una ucronía en toda la
regla. Su punto Jonbar, es decir, el acontecimiento que quiebra la realidad
histórica, consiste en que, en 1969, los rusos llegaron primero a la Luna,
adelantándose por unos meses a los norteamericanos. Lo cual hace que la carrera
espacial se prolongue durante las siguientes décadas.
La trama se centra en el personal de
la NASA, sobre todo en los y las astronautas. La primera temporada comienza con
el alunizaje ruso, continúa con el alunizaje yanqui, y sigue con el
entrenamiento de un grupo de mujeres astronautas y el establecimiento de la
primera base lunar. La segunda temporada, ambientada en los 70, narra la
ampliación de la base y los conflictos con los rusos. La tercera temporada
(cuyo último capítulo se emite hoy) se ambienta en los 90 y describe la carrera
para llegar a Marte entre americanos, rusos y una empresa privada. Todo ello,
por supuesto, aderezado con la relaciones y conflictos entre los protagonistas.
¿Es Para toda la humanidad una obra maestra? No, dista mucho de serlo.
¿Es una gran serie? Probablemente tampoco, aunque a veces se aproxime.
Sencillamente es una buena serie de ciencia ficción, respetuosa con la
inteligencia del espectador. Lo que ya es mucho, creedme.
En la serie, aparte del devenir de
la carrera espacial, hay otros dos temas predominantes. En primer lugar, el
feminismo. De hecho, siendo una obra coral, la mayor parte de sus personajes
importantes son mujeres. De entre las que destaco a Molly Cobb, interpretada
por Sonya Walger, una astronauta con más
cojones que todos sus compañeros masculinos juntos. El segundo tema recurrente
es el de la homosexualidad en el seno de una sociedad absolutamente
intolerante.
El casting es excelente y todos los
actores encajan en sus roles con solvencia. De entre ellos, aparte de Sonya
Walger, quiero destacar a
Joel Kinnaman,
un actor al que siempre me agrada ver. Por cierto, probablemente es el actor
con mejor planta del panorama actual. Le pones un traje de gala del ejército
colonial inglés, y el tío queda de un gallardo que alucinas. Por lo demás, la
puesta en escena está muy cuidada y los efectos especiales, sin pretender ser
apabullantes, son más que correctos.
No todo es bueno, por supuesto. En
gran medida, esta serie es un folletín, lo cual no es malo (¿acaso no lo son la
mayoría de las series?). Pero a veces, por fortuna escasas, se aproxima
peligrosamente al culebrón. Aparte de eso, el devenir de ciertos personajes
resulta forzado, y algunos tópicos huelen un poco a naftalina. Por ejemplo, los
rusos soviéticos son los taimados hijos de puta de siempre. No obstante, lo
bueno predomina sobre lo malo.
En cualquier caso, ¿sabéis lo que
más me gusta de Para toda la humanidad?
El intenso aroma a ciencia ficción clásica de toda la vida que desprende.
Viéndola, no puedo evitar evocar a Robert Heinlein, o a Arthur Clarke, o a
Fredric Brown. Es refrescante, como volver al pasado. Aunque, bien pensado, de
eso va precisamente la serie: de volver al pasado para corregirlo.
En fin, que os la recomiendo. Ya sé
que muy pocos están suscritos a AppleTV (aunque tiene contenidos de gran
calidad), pero tengo entendido que la plataforma ha puesto la primera temporada
en abierto. Es decir, que os bajáis la aplicación y podéis verla gratis, sin
necesidad de suscribiros.
Besos.