Seamos sinceros: los varones de nuestra especie, al igual que los machos de casi cualquier otra especie, somos biológicamente desechables, un producto de usar y tirar. Nuestra función (biológica) prácticamente comienza y acaba con el acto de la concepción; a partir de ese momento, es la mujer quien se ocupa de todo el proceso de fabricación, desarrollo y mantenimiento de la prole. Supongamos que sólo quedaran vivos cien mujeres y un hombre; al cabo de algo más de nueve meses (salvo que el tío sea un toro), ¿qué tenemos?: cien bebés y un hombre feliz. Pero sí sólo quedaran cien hombres y una mujer, lo que conseguiríamos es un bebé al año. Es decir, la clave para la proliferación de una especie reside en el número de hembras, no en el de machos.
Pero las cosas no son tan sencillas; los varones no nos limitamos a ser abejorros polinizadores (aunque nos encantaría), sino que asumimos una serie de roles mediante los que contribuimos al mantenimiento de la especie. Dado que poseemos mayor masa muscular que las mujeres, hemos adoptado el papel de proveedores de alimentos (aunque esto, como veremos, es relativo) y defensores. Catering y servicios de seguridad, esas son nuestras especialidades. Así pues, en los primitivos grupos humanos los hombres protegían al clan y cazaban, mientras que las mujeres se ocupaban del cuidado de la prole y de recolectar alimentos. Este modelo prehistórico de reparto de papeles se ha perpetuado durante milenios hasta hace muy poco, con la única diferencia de que los machos dejaron de cazar y se pusieron a ejercer los trabajos remunerados necesarios para mantener, no al clan, sino a la familia.
No obstante, hay dos puntos que conviene aclarar. En primer lugar, los antropólogos que han estudiado a los actuales grupos humanos de cazadores-recolectores, han descubierto que aproximadamente (cito de memoria) el 80% de las proteínas consumidas por el grupo provenían de la recolección y sólo el 20% de la caza. Pero, ojo, de la recolección se ocupaban las mujeres, los niños y los ancianos, no los varones adultos, de modo que hay que cuestionar mucho el papel del macho como proveedor de alimentos. Además, en el neolítico, con el advenimiento de la agricultura, el trabajo se distribuyó por igual entre hombres y mujeres; aunque, eso sí, la mujer siguió ocupándose en exclusiva del cuidado de la prole. En segundo lugar, hubo un momento en el pasado en que las bestias salvajes descubrieron que los humanos éramos mucho más bestias y salvajes que ellas, así que decidieron no meterse con nosotros. Entonces, ¿de qué protegían los hombres a las mujeres? Sencillo: de otros hombres. Nuestro sexo era la solución y el problema al mismo tiempo. Aunque, me apresuro a añadir, esto no era arbitrario; como hemos visto, la supervivencia de un clan (de una comunidad humana) depende del número de hembras, de modo que éstas se convierten en un bien fundamental. Así pues, no era nada raro el “robo” de mujeres. Por ejemplo, el padrino de boda cumplía antaño el papel de guardaespaldas de la novia, para evitar que fuera secuestrada.
En fin, prácticamente todas las sociedades humanas adoptaron una estructura patriarcal en la que el hombre era dominante y los papeles estaban claramente distribuidos. Hasta hace poco. En la entrada anterior comenté la revolución femenina del siglo XX, así que no voy a repetirme; la mujer comenzó a abandonar sus roles tradicionales y está ocupando nichos laborales y sociales secularmente destinados a los hombres. Esto supone una revolución social, pero también psicológica, pues poco a poco se va consolidando un modelo de mujer –libre, autosuficiente y fuerte- que hasta hace nada era inimaginable. Paralelamente, los valores sociales cambian y los modelos sexuales se cuestionan; la sociedad, poco a poco, se feminiza.
Todo lo cual, como es lógico, nos afecta de lleno a nosotros, los machos de la especie. Ellas cambian, así que nosotros debemos cambiar también, pero ¿en qué sentido? ¿Qué significa ahora ser “hombre”? A primera vista, la revolución femenina (que a fin de cuentas es una revuelta contra el macho) no ha hecho más que arrebatarnos privilegios y socavar el pedestal sobre el que se alzaba nuestro sexo. Aparentemente, los hombres hemos salido perdiendo al vernos obligados a compartir con las mujeres lo que tradicionalmente era nuestro. Pero ojo, sólo aparentemente; luego daré mi opinión al respecto.
Pero antes vamos a comentar un tema que se suscitó en la anterior entrada: ¿Son los hombres más simples que las mujeres? Mucha gente (sobre todo mujeres, claro) afirma que sí; de hecho, se trata de uno de los tópicos hembristas (equivalente femenino a machista) más extendidos: las mujeres son complejas y los hombres simples. Pero, ¿es cierto? En mi opinión, evidentemente no; hombres y mujeres somos igual de complejos, aunque la complejidad no está idénticamente repartida. Porque, reconozcámoslo, ese falso tópico parte de una realidad parcial: la sexualidad masculina es más simple que la femenina. En realidad, nuestra sexualidad, la de los machos, parte de un principio biológico sencillísimo: “si puedes follar, folla”. Punto. La mujer, por el contrario, debe elegir para aparearse al macho más adecuado (según los criterios del momento), y ese proceso de elección complica sumamente las cosas. Por lo demás, la sexualidad de la mujer es más lenta y llena de matices que la del hombre y... en fin, qué os voy a contar que no sepáis. Los hombres hacemos muchas tonterías a causa del sexo, y eso se debe a lo primario de nuestro instinto. Ahí, ellas nos ganan por goleada.
No obstante, hay algo en lo que los hombres somos mucho más complejos que las mujeres: nuestra habilidad para jugar. Pero antes de seguir, definamos “juego”. Según la RAE: Ejercicio recreativo sometido a reglas, y en el cual se gana o se pierde. Ahí está todo dicho; el juego consiste en una actividad divertida, reglamentada y, esto es muy importante, sujeta al éxito o al fracaso y, por tanto, competitiva. Pues bien, al parecer el núcleo de la agresividad humana reside en el hipotálamo, y se da la circunstancia de que los hombres tenemos más grande el hipotálamo que las mujeres, lo cual justificaría la evidencia cotidiana de que los hombres somos más agresivos que las mujeres. Así, de entrada, lo de la agresividad suena chungo, pero es un factor importantísimo para la supervivencia, de modo que no la desdeñemos alegremente. El caso es que los hombres somos más agresivos, lo que nos impele a competir; si a eso le unimos que, al no estar sujetos a las cadenas de la maternidad -lo cual nos libera de múltiples responsabilidades-, nuestra visión de la vida es más individualista y menos pragmática que la de las mujeres, ¿qué obtenemos? Jugadores natos.
De hecho, nuestra actividad reproductiva tiene matices lúdicos. Los machos damos la salida a un montón de espermatozoides que compiten –echan una carrera- para ver quién llega primero al óvulo. El clásico juego de pierde-gana. Pero hablemos en serio y echémosle un vistazo bajo esta óptica a la distribución de roles en las sociedades primitivas. Los hombres se reservaban la actividad de la caza, aunque ya hemos visto que esa práctica sólo aportaba un quinto de las proteínas necesarias para el clan. Vale, de acuerdo, un filete de mamut resulta mucho más suculento que un montón de bayas, frutas, raíces, vegetales y huevos, pero no deja de ser un lujo, un capricho; sin duda, los machos hubiesen sido mucho más productivos si, en vez de pasar días y días cazando, se hubieran dedicado a recolectar. Pero es que cazar es divertido –un juego-, mientras que recolectar es un coñazo; y prueba de ello es que la caza sigue siendo hoy una actividad recreativa por la que es necesario pagar, mientras que la recolección es un duro trabajo por el que se cobra. En cuanto a la guerra, en sus formas primitivas, era sin duda el juego por excelencia, la actividad de pierde-gana definitiva. De hecho, hoy en día muchísimos deportes, empezando por el fútbol y acabando por el ajedrez, no son más que simulacros de la actividad bélica. Eso por no hablar del tiro con arco, la esgrima, el lanzamiento de jabalina o el boxeo y todas las variedades de lucha personal, que son directamente actividades bélicas. Quizá el primero de todos los juegos consistiera precisamente en dos machos dándose de leches.
La cuestión es que esas habilidades lúdicas han ido evolucionando con el tiempo hasta el punto de que los hombres pueden convertir en juego casi cualquier actividad susceptible de ganar o perder, algo que se ve claramente en el mundo empresarial, donde la competición externa (contra otras empresas) y la interna (contra otros colegas) se acaban transformando en un juego abstracto donde lo importante es ganar o perder, no qué se gana y qué se pierde. El ejemplo más extremo de esto sería la bolsa, un puro juego de azar capaz de erigir imperios y destrozar vidas. Resumiendo, los hombres poseen una especial habilidad para jugar y para crear los juegos más sofisticados; algunos de esos juegos son terribles, otros son obras de arte; pero todos son, o pueden llegar a ser, tremendamente complejos. En eso, el hombre es más sofisticado que la mujer. De hecho, la naturaleza pragmática y realista de muchas mujeres les impide entender el sentido de los juegos masculinos, así que los consideran una muestra más de la superficialidad del hombre, cuando en realidad son complejos mecanismos de supervivencia. Me apresuro a añadir, que eso no significa que la naturaleza lúdica del hombre sea incompatible con la naturaleza pragmática de la mujer; por el contrario, lo que significa es que hombres y mujeres son socios perfectos, pues cada uno aporta habilidades y estrategias distintas, pero compatibles, para afrontar la realidad.
Hay otros aspectos en los que el hombre es más complejo que la mujer, y viceversa, pero no vale la pena seguir tratando este tema; los seres humanos somos tremendamente complicados por naturaleza y ahí no hay distinción de sexos. Pero, volviendo al principio, ¿hemos salido perdiendo los varones con la revolución femenina?
En mi opinión, todo lo contrario: hemos salido ganando, porque al liberarse la mujer, los varones nos hemos liberado de nosotros mismos. Vale, puede que haya un puñado (o muchos puñados) de tarugos que, al ser despojados de su condición de machos alfa, van por ahí como zombis sin identidad, sintiéndose castrados y preguntándose cuál es su rol de hombres. La pregunta que yo me hago es ¿por qué narices debo configurar mi identidad en base a mi sexo? ¿Por qué tengo que echar de menos el papel de patriarca si los patriarcas me aburren y ni yo mismo me creo ese papel? Antes que varón, o cualquier otra cosa, soy César, un ser humano con su propia identidad; el sexo sólo es una parte de mí, y no la más importante. Me alegro infinitamente de que las mujeres nos hayan librado a los hombres de esa carga milenaria que eran los roles tradicionales; ahora ya no tenemos que fingir fuerza cuando estamos exhaustos, no tenemos que bloquear la expresión de nuestras emociones ni que rumiar en soledad nuestras debilidades y problemas. Ahora, por fin, tenemos compañeras con las que compartirlo todo, porque no esperan que seamos Superman o el príncipe azul, sino simplemente sus iguales. A hacer puñetas los roles tradicionales; ya no son necesarios y, a fin de cuentas, ¿no es mejor que cada cual invente su propio papel en la vida?
Bueno, pues ahí está; lo que más me gusta de los hombres es su habilidad para jugar. Y precisamente por eso, porque el juego es la especialidad de nuestro sexo, estoy seguro de que más temprano que tarde los hombres inventaremos un juego en el que los nuevos roles sexuales tengan perfecta cabida. Sólo es cuestión de tiempo, imaginación y ganas de jugar.
lunes, abril 28
lunes, abril 21
Mujeres
Creo que la única revolución del siglo XX que ha triunfado es la revolución femenina (o quizá feminista, no estoy seguro del término); todas las demás (el comunismo, los fascismos, el mayo del 68, el movimiento underground...) se han desvanecido en mayor o menor medida, pero el cambio de roles efectuado por la mujer no sólo permanece, sino que se expande y consolida día a día. Pero, antes de nada, ¿por qué la mujer ha estado sometida al hombre durante tanto tiempo? Por una sencillísima razón: en nuestra especie, los machos poseemos alrededor de un 20 % más de masa muscular que las hembras. Es decir, los hombres podemos partirle la cara a las mujeres, lo cual nos ha permitido someterlas durante milenios. A base de hostias, sí señor, así de simple... Además, las mujeres eran de vital importancia para las comunidades por su capacidad de tener hijos, lo cual las convertía en objetos valiosos. Atención: valiosos, sí, pero objetos, pues su valor dependía únicamente de su función (procrear), y no de su naturaleza, que era femenina, y por tanto débil, y por tanto despreciable.
Ahora bien, conforme la civilización ha ido avanzando, el valor de la fuerza bruta individual ha ido decreciendo. Antes, muchos trabajos requerían del músculo humano, y cuanto más músculo mejor, pero la tecnología cambió los bíceps por los motores, así que poco importaba ya si el operario tenía o no un 20 % más de masa muscular. Por ejemplo, recuerdo que, cuando era niño, los camioneros tenían los brazos como jamones, pues hacía falta mucha fuerza para manejar los volantes de aquellos viejos camiones (lo cual expulsaba de ese oficio a las mujeres). Sin embargo, con la aparición de la dirección asistida se acabaron los camioneros-suarcenaguer y las mujeres pudieron ejercer ese oficio sin necesidad de seguir el método Atlas o inflarse de anabolizantes. Pero el decaimiento de la fuerza individual no ha afectado sólo al trabajo, sino también a la más “viril” y testosterónica de las actividades humanas: la guerra. Antes, para ser guerrero había que estar muy, pero que muy cachas; se necesitaba mucho músculo para manejar una espada o tensar un arco de guerra. Sin embargo, la actividad bélica se ha ido tecnificando hasta el punto de que la fuerza muscular carece prácticamente de importancia. Hoy en día, los soldados son en realidad operarios cualificados de maquinaria especial, algo que puede realizar igual de bien un hombre o una mujer.
En fin, digamos que ese proceso de tecnificación de las actividades humanas se consolidó en occidente a mediados del siglo XX. Pues bien, en torno a ese momento ocurrieron dos cosas que cambiaron por completo la sociedad. En primer lugar, la Segunda Guerra Mundial. Durante cinco largos años, los hombres de multitud de países fueron movilizados para luchar, sea en el frente o en la retaguardia, lo cual causó una grave escasez de trabajadores para la industria. Así pues, se echó mano de la única fuerza de trabajo disponible: las mujeres. Atención: por primera vez en la historia, las mujeres se pusieron masivamente a desempeñar trabajos tradicionalmente reservados para los hombres. Luego, se acabó la guerra, los hombres regresaron y les dijeron a las mujeres: “Vale, gracias por la ayuda; ahora devolvednos nuestros trabajos y volved a fregar suelos”. Pero muchas mujeres respondieron: “Y una mierda; hemos demostrado que podemos trabajar tan bien o mejor que vosotros, así que ni de coña nos vamos de aquí”. Y ya nunca se fueron.
El segundo factor de cambio tuvo lugar en 1958, cuando el químico Gregory Pincus inició las pruebas del primer anticonceptivo oral de la historia. Tres años más tarde, en 1961, la “píldora” (Enovid se llamaba) comenzó a distribuirse en las farmacias. Y así se quebró el último eslabón de la cadena que esclavizaba al sexo femenino: la maternidad. La “píldora” dejaba en manos de las mujeres la decisión de si tener o no tener hijos, de cuándo tenerlos y en qué número, lo cual supuso que las mujeres podían programar su vida sin depender del varón. Ese acto de independencia se tradujo además en una nueva sexualidad femenina, no ligada ya a la concepción. La mujer podía practicar el “sexo recreativo” en igualdad de condiciones que el hombre, de modo que fue abandonando su carácter pasivo (“receptáculo de la semilla”) para convertirse en un sujeto activo de la sexualidad.
Todos estos factores han cristalizado en la actual situación: sin lugar a dudas, el siglo XXI será el siglo de las mujeres. Lo cual no quiere decir que todos los obstáculos se han derribado, ni mucho menos: sigue existiendo el machismo, sigue habiendo múltiples discriminaciones por razón de sexo. Pero cada vez menos, porque la igualdad entre los sexos ya está firmemente instalada entre los valores sociales, es un concepto que por fin forma parte esencial de nuestra cultura. El “macho alfa” ya no es el héroe, sino el malo de la película. Por supuesto que sigue habiendo machos alfa, pero se trata de una especie no protegida en proceso de extinción y, sobre todo, socialmente despreciada. Además, la propia lógica lo impone: la humanidad no puede seguir desaprovechando la mitad de su potencial en base a prejuicios sexistas. ¿Cuántas Einstein se han perdido, cuántas Kant o Adam Smith han muerto antes de florecer porque las mujeres han sido excluidas de la educación y el trabajo intelectual? Aunque sólo sea visto así, menudo desperdicio.
Porque los hechos hablan por sí solos, amigos míos. Hoy, el prototipo del lector medio español, no es hombre, sino mujer. Y son hoy las mujeres quienes consiguen las mejores calificaciones en los estudios, las que mejor se preparan y las más productivas a la hora de trabajar. Las mujeres son el futuro. Ya era hora.
Todo esto viene a cuento por las voces surgidas contra el nuevo gobierno de Zapatero –demasiado rosa según el payaso Berlusconi- y, en particular, por el nombramiento de Carme Chacón como ministra de defensa. En fin, no voy a reproducir lo que se ha dicho, porque es de vergüenza, igual que no voy a mencionar los cavernícolas comentarios realizados ante el nombramiento de Soraya Sáenz de Santamaría como portavoz del Grupo Popular. Los machos alfa se resisten a desaparecer, no cabe duda; pero son tan ridículos, lo que dicen suena tan desfasado y antiguo...
En lo que a mí respecta, me considero feminista. Por un lado, porque la lógica me dicta que hombres y mujeres somos intelectualmente similares y humanamente idénticos, por lo que debemos tener iguales derechos y deberes. Por otro lado, el machismo me parece la forma más recalcitrante de estupidez y cortedad de miras; es, además, una evidente muestra de inseguridad y complejo de inferioridad. Yo no quiero tener a mi lado un ser inferior que me admire y me tema y en el que de vez en cuando deposite mi semilla; quiero una compañera que sea mi igual, una mujer segura y decidida que me complemente como persona y con la que pueda compartirlo todo. Si el precio que hay que pagar por ello es participar a partes iguales en la limpieza de culos de bebé y el fregoteo de platos, lo abono sin rechistar. Me gustan las mujeres fuertes, lo reconozco, mujeres al estilo de los personajes femeninos de Howard Hawks, mujeres independientes que se labran su propio destino, mujeres que no me necesitan a mí (ni a cualquier otro hombre) y que si están conmigo (o con cualquier otro hombre) es, sencillamente, porque les sale de los santos ovarios. Así pues, gustándome esa clase de mujeres, ¿cómo no voy a ser feminista?
Además, creo que las mujeres están mejor preparadas para la supervivencia, para desenvolverse en la vida real, que los hombres. Veréis, últimamente han aparecido un montón de libros que hablan sobre las “profundas” diferencias entre hombres y mujeres, títulos como Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, ya sabéis. Pues bien, me parecen una verdadera chorrada; hombres y mujeres somos similares al 99’9 por cien, nos movemos por análogos impulsos y reaccionamos de forma muy parecida a los mismos estímulos. Sin embargo, hay diferencias y quizá la fundamental es que la mujer tiene los hijos. Y no sólo los tiene, sino que está biológicamente programada para cuidar de ellos. Y eso hace que su mente sea más realista, más pragmática que la masculina: no debe velar sólo por sus intereses, sino también por los de su descendencia. Debe, pues, percibir correctamente la realidad y saber adaptarse a ella. Pura supervivencia de la especie.
Una prueba de esto la encontramos en el hecho de que las mujeres maduran intelectualmente antes que los hombres. Un chico de quince o dieciséis años es todavía un niño, pero una chica a esa misma edad es ya una mujer, infinitamente más madura –tanto física como intelectualmente- que el chico. ¿Por qué? Pues porque las chicas de esa edad son fértiles, pueden quedar embarazadas y, por tanto, deben disponer ya de una mente que les permita sobrevivir, tanto a ellas como a su prole. Esto, que se ve muy claramente en la adolescencia, afecta a las personas a lo largo de su vida. De hecho, un hombre puede permitirse el lujo de no madurar nunca, pero las mujeres rara vez disfrutan de ese privilegio, si es que es un privilegio. Pero de los hombres hablaré en la siguiente entrada.
Las mujeres, pues, son más pragmáticas y están más preparadas para manejarse en la vida real. Pero es que, además, en ciertos aspectos son más complejas que los hombres. Cuando le preguntaron al director de cine Joseph L. Mankiewicz (autor de obras maestras como Eva al desnudo o Carta a tres esposas) por qué sus protagonistas solían ser femeninos, él contestó más o menos que cuando un hombre quiere conseguir algo, se lía a puñetazos, mientras que una mujer, al ser físicamente más débil, debe dar un rodeo para alcanzar sus fines; y ese rodeo, en su opinión, era más interesante que todos los ganchos a la mandíbula del mundo juntos. Estoy de acuerdo con él.
Nada de esto quiere decir que las mujeres sean moralmente mejores que los hombres, ni mucho menos. Cada uno con su particular estilo, somos exactamente igual de despreciables o maravillosos. Las dos peores personas que he conocido en mi vida eran mujeres, lo cual supongo que significa que, puestos a ser hijos de puta, las mujeres pueden llegar a serlo de forma más sibilina, intensa y retorcida. Y cuando las mujeres, por ejemplo en el mundo de la empresa, se ponen a jugar el juego de los hombres... bueno, para que una mujer triunfe debe demostrar que vale el doble que su más directo competidor masculino, así que para que una mujer sea un “machote” en el mundo empresarial tiene que demostrar el doble de testosterona que el macho más cercano. Y sé lo que me digo.
Cada vez me gustan más las mujeres, y no estoy hablando de sexo. Me gusta su forma de ver la vida, su pragmatismo, su sensibilidad, su capacidad de conectar emocionalmente con los demás; me gusta su delicadeza, su fragilidad y su fuerza, su tesón y su espíritu de lucha. Cada vez admiro más a las mujeres, qué le vamos a hacer. Es más, últimamente me ha dado por travestirme. Veréis, estoy escribiendo la segunda novela protagonizada por la detective Carmen Hidalgo, que, al igual que El juego de Caín, está narrada en primera persona por una mujer. Eso significa que, cuando escribo, tengo que ser Carmen Hidalgo, tengo que sentir, hablar y actuar como una mujer. Y la experiencia me parece de lo más instructiva; me siento cómodo en los zapatos de Carmen, aunque sean unos zapatos de tacón.
Bien pensado, quizá eso sea algo que deberían hacer todos los hombres: ponerse en los zapatos de una mujer. Seguro que, si lo hicieran, las cosas irían mucho mejor.
Ahora bien, conforme la civilización ha ido avanzando, el valor de la fuerza bruta individual ha ido decreciendo. Antes, muchos trabajos requerían del músculo humano, y cuanto más músculo mejor, pero la tecnología cambió los bíceps por los motores, así que poco importaba ya si el operario tenía o no un 20 % más de masa muscular. Por ejemplo, recuerdo que, cuando era niño, los camioneros tenían los brazos como jamones, pues hacía falta mucha fuerza para manejar los volantes de aquellos viejos camiones (lo cual expulsaba de ese oficio a las mujeres). Sin embargo, con la aparición de la dirección asistida se acabaron los camioneros-suarcenaguer y las mujeres pudieron ejercer ese oficio sin necesidad de seguir el método Atlas o inflarse de anabolizantes. Pero el decaimiento de la fuerza individual no ha afectado sólo al trabajo, sino también a la más “viril” y testosterónica de las actividades humanas: la guerra. Antes, para ser guerrero había que estar muy, pero que muy cachas; se necesitaba mucho músculo para manejar una espada o tensar un arco de guerra. Sin embargo, la actividad bélica se ha ido tecnificando hasta el punto de que la fuerza muscular carece prácticamente de importancia. Hoy en día, los soldados son en realidad operarios cualificados de maquinaria especial, algo que puede realizar igual de bien un hombre o una mujer.
En fin, digamos que ese proceso de tecnificación de las actividades humanas se consolidó en occidente a mediados del siglo XX. Pues bien, en torno a ese momento ocurrieron dos cosas que cambiaron por completo la sociedad. En primer lugar, la Segunda Guerra Mundial. Durante cinco largos años, los hombres de multitud de países fueron movilizados para luchar, sea en el frente o en la retaguardia, lo cual causó una grave escasez de trabajadores para la industria. Así pues, se echó mano de la única fuerza de trabajo disponible: las mujeres. Atención: por primera vez en la historia, las mujeres se pusieron masivamente a desempeñar trabajos tradicionalmente reservados para los hombres. Luego, se acabó la guerra, los hombres regresaron y les dijeron a las mujeres: “Vale, gracias por la ayuda; ahora devolvednos nuestros trabajos y volved a fregar suelos”. Pero muchas mujeres respondieron: “Y una mierda; hemos demostrado que podemos trabajar tan bien o mejor que vosotros, así que ni de coña nos vamos de aquí”. Y ya nunca se fueron.
El segundo factor de cambio tuvo lugar en 1958, cuando el químico Gregory Pincus inició las pruebas del primer anticonceptivo oral de la historia. Tres años más tarde, en 1961, la “píldora” (Enovid se llamaba) comenzó a distribuirse en las farmacias. Y así se quebró el último eslabón de la cadena que esclavizaba al sexo femenino: la maternidad. La “píldora” dejaba en manos de las mujeres la decisión de si tener o no tener hijos, de cuándo tenerlos y en qué número, lo cual supuso que las mujeres podían programar su vida sin depender del varón. Ese acto de independencia se tradujo además en una nueva sexualidad femenina, no ligada ya a la concepción. La mujer podía practicar el “sexo recreativo” en igualdad de condiciones que el hombre, de modo que fue abandonando su carácter pasivo (“receptáculo de la semilla”) para convertirse en un sujeto activo de la sexualidad.
Todos estos factores han cristalizado en la actual situación: sin lugar a dudas, el siglo XXI será el siglo de las mujeres. Lo cual no quiere decir que todos los obstáculos se han derribado, ni mucho menos: sigue existiendo el machismo, sigue habiendo múltiples discriminaciones por razón de sexo. Pero cada vez menos, porque la igualdad entre los sexos ya está firmemente instalada entre los valores sociales, es un concepto que por fin forma parte esencial de nuestra cultura. El “macho alfa” ya no es el héroe, sino el malo de la película. Por supuesto que sigue habiendo machos alfa, pero se trata de una especie no protegida en proceso de extinción y, sobre todo, socialmente despreciada. Además, la propia lógica lo impone: la humanidad no puede seguir desaprovechando la mitad de su potencial en base a prejuicios sexistas. ¿Cuántas Einstein se han perdido, cuántas Kant o Adam Smith han muerto antes de florecer porque las mujeres han sido excluidas de la educación y el trabajo intelectual? Aunque sólo sea visto así, menudo desperdicio.
Porque los hechos hablan por sí solos, amigos míos. Hoy, el prototipo del lector medio español, no es hombre, sino mujer. Y son hoy las mujeres quienes consiguen las mejores calificaciones en los estudios, las que mejor se preparan y las más productivas a la hora de trabajar. Las mujeres son el futuro. Ya era hora.
Todo esto viene a cuento por las voces surgidas contra el nuevo gobierno de Zapatero –demasiado rosa según el payaso Berlusconi- y, en particular, por el nombramiento de Carme Chacón como ministra de defensa. En fin, no voy a reproducir lo que se ha dicho, porque es de vergüenza, igual que no voy a mencionar los cavernícolas comentarios realizados ante el nombramiento de Soraya Sáenz de Santamaría como portavoz del Grupo Popular. Los machos alfa se resisten a desaparecer, no cabe duda; pero son tan ridículos, lo que dicen suena tan desfasado y antiguo...
En lo que a mí respecta, me considero feminista. Por un lado, porque la lógica me dicta que hombres y mujeres somos intelectualmente similares y humanamente idénticos, por lo que debemos tener iguales derechos y deberes. Por otro lado, el machismo me parece la forma más recalcitrante de estupidez y cortedad de miras; es, además, una evidente muestra de inseguridad y complejo de inferioridad. Yo no quiero tener a mi lado un ser inferior que me admire y me tema y en el que de vez en cuando deposite mi semilla; quiero una compañera que sea mi igual, una mujer segura y decidida que me complemente como persona y con la que pueda compartirlo todo. Si el precio que hay que pagar por ello es participar a partes iguales en la limpieza de culos de bebé y el fregoteo de platos, lo abono sin rechistar. Me gustan las mujeres fuertes, lo reconozco, mujeres al estilo de los personajes femeninos de Howard Hawks, mujeres independientes que se labran su propio destino, mujeres que no me necesitan a mí (ni a cualquier otro hombre) y que si están conmigo (o con cualquier otro hombre) es, sencillamente, porque les sale de los santos ovarios. Así pues, gustándome esa clase de mujeres, ¿cómo no voy a ser feminista?
Además, creo que las mujeres están mejor preparadas para la supervivencia, para desenvolverse en la vida real, que los hombres. Veréis, últimamente han aparecido un montón de libros que hablan sobre las “profundas” diferencias entre hombres y mujeres, títulos como Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, ya sabéis. Pues bien, me parecen una verdadera chorrada; hombres y mujeres somos similares al 99’9 por cien, nos movemos por análogos impulsos y reaccionamos de forma muy parecida a los mismos estímulos. Sin embargo, hay diferencias y quizá la fundamental es que la mujer tiene los hijos. Y no sólo los tiene, sino que está biológicamente programada para cuidar de ellos. Y eso hace que su mente sea más realista, más pragmática que la masculina: no debe velar sólo por sus intereses, sino también por los de su descendencia. Debe, pues, percibir correctamente la realidad y saber adaptarse a ella. Pura supervivencia de la especie.
Una prueba de esto la encontramos en el hecho de que las mujeres maduran intelectualmente antes que los hombres. Un chico de quince o dieciséis años es todavía un niño, pero una chica a esa misma edad es ya una mujer, infinitamente más madura –tanto física como intelectualmente- que el chico. ¿Por qué? Pues porque las chicas de esa edad son fértiles, pueden quedar embarazadas y, por tanto, deben disponer ya de una mente que les permita sobrevivir, tanto a ellas como a su prole. Esto, que se ve muy claramente en la adolescencia, afecta a las personas a lo largo de su vida. De hecho, un hombre puede permitirse el lujo de no madurar nunca, pero las mujeres rara vez disfrutan de ese privilegio, si es que es un privilegio. Pero de los hombres hablaré en la siguiente entrada.
Las mujeres, pues, son más pragmáticas y están más preparadas para manejarse en la vida real. Pero es que, además, en ciertos aspectos son más complejas que los hombres. Cuando le preguntaron al director de cine Joseph L. Mankiewicz (autor de obras maestras como Eva al desnudo o Carta a tres esposas) por qué sus protagonistas solían ser femeninos, él contestó más o menos que cuando un hombre quiere conseguir algo, se lía a puñetazos, mientras que una mujer, al ser físicamente más débil, debe dar un rodeo para alcanzar sus fines; y ese rodeo, en su opinión, era más interesante que todos los ganchos a la mandíbula del mundo juntos. Estoy de acuerdo con él.
Nada de esto quiere decir que las mujeres sean moralmente mejores que los hombres, ni mucho menos. Cada uno con su particular estilo, somos exactamente igual de despreciables o maravillosos. Las dos peores personas que he conocido en mi vida eran mujeres, lo cual supongo que significa que, puestos a ser hijos de puta, las mujeres pueden llegar a serlo de forma más sibilina, intensa y retorcida. Y cuando las mujeres, por ejemplo en el mundo de la empresa, se ponen a jugar el juego de los hombres... bueno, para que una mujer triunfe debe demostrar que vale el doble que su más directo competidor masculino, así que para que una mujer sea un “machote” en el mundo empresarial tiene que demostrar el doble de testosterona que el macho más cercano. Y sé lo que me digo.
Cada vez me gustan más las mujeres, y no estoy hablando de sexo. Me gusta su forma de ver la vida, su pragmatismo, su sensibilidad, su capacidad de conectar emocionalmente con los demás; me gusta su delicadeza, su fragilidad y su fuerza, su tesón y su espíritu de lucha. Cada vez admiro más a las mujeres, qué le vamos a hacer. Es más, últimamente me ha dado por travestirme. Veréis, estoy escribiendo la segunda novela protagonizada por la detective Carmen Hidalgo, que, al igual que El juego de Caín, está narrada en primera persona por una mujer. Eso significa que, cuando escribo, tengo que ser Carmen Hidalgo, tengo que sentir, hablar y actuar como una mujer. Y la experiencia me parece de lo más instructiva; me siento cómodo en los zapatos de Carmen, aunque sean unos zapatos de tacón.
Bien pensado, quizá eso sea algo que deberían hacer todos los hombres: ponerse en los zapatos de una mujer. Seguro que, si lo hicieran, las cosas irían mucho mejor.
lunes, abril 14
Polihabla
Recuerdo que cuando hice la mili... ¡Alto, conteneos, no huyáis a toda prisa de este blog, no voy a contaros mi mili, lo juro! Sólo es un breve comentario al respecto, palabrita del niño Jesús. Bien. Recuerdo que cuando hice la mili, muchos de mis compañeros de armas me consideraban un tanto pedante. Descubrir esto me sorprendió, porque soy el tío menos pedante del mundo; de hecho, soy un encanto, pero eso es otra cuestión. El caso es que sí, tenía fama de pedantuelo. ¿Por qué? Por mi forma de hablar. Hablaba demasiado bien, lo cual, a sus ojos, era una muestra de afectación. Me apresuro a aclarar que tanto entonces como ahora procuro expresarme con sencillez, sin rebuscamientos, pero... pero, claro, mi sintaxis está por encima de la media y manejo un vocabulario más amplio de lo normal.
Nada de eso tiene ningún mérito, por supuesto. Hablo bien por dos motivos: porque en mi familia se hablaba bien y porque he leído un güevo (¿veis lo llano que soy?). Dado que en la mayor parte de las familias se habla como el culo de mal, y que la mitad de los españolitos no coge un libro ni para calzar un armario, no es de extrañar que en este país, en general, se hable de pena. De hecho, ¿qué es lo que homogeniza al lenguaje en nuestra sociedad, cuál es el referente lingüístico para los españoles? Los medios de comunicación de masas; y en los medios de comunicación, amigos míos, se habla puñeteramente mal. Ahí encontramos al famoseo cutre de los programas cardiacos, unos botarates incapaces de coordinar tres palabras seguidas, ignaros (qué bonita palabra, ¿verdad?; significa “incultos”) que nos han dejado perlas como el “estar en el candelabro” de la Mazagatos o el “en dos palabra: im-presionate” de Jesulín de Ubrique. Luego tenemos a los periodistas, a quienes, dada su profesión y formación universitaria, se les debería suponer cierto conocimiento del idioma, pero que en realidad se dedican a maltratarlo con un entusiasmo digno de mejor fin. Cuando yo estudiaba periodismo, una encuesta realizada en la facultad reveló que sólo un 20 % de los estudiantes leía el periódico todos los días. ¡Y eran estudiantes de periodismo! En fin, con estos mimbres poco se puede hacer. Por último están los políticos, cuya presencia en los medios es constante.
Hubo una época, en algún momento de la historia, en que ser político era sinónimo de oratoria, de verbo florido y aguzada dialéctica. Aún ahora, cuando alguien expresa bien sus ideas, se le llama “Castelar”. Bueno, pues eso, si no es una leyenda, sucedía hace mucho, mucho, mucho tiempo, porque lo que ahora hacen los políticos de todo signo con el idioma es para cogerlos por las orejas y mandarlos de nuevo a la escuela. ¡Qué panda de burros, coño!
Al parecer, se supone que los políticos deben hablar diferente al resto de los humanos; tienen, por lo visto, la obligación de expresarse de forma encorsetada, con mucha afectación y procurando retorcer el idioma hasta volverlo casi irreconocible, convirtiéndolo en un batiburrillo de frases hechas, patadas a la semántica, incorrecciones sintácticas y ampulosa palabrería vacía. Escuchar a un político es como contemplar a un malabarista al que una y otra vez se le caen todas las bolas al suelo. Se nota que intentan emplear un lenguaje culto y serio, pero lo que en realidad hacen es retorcer absurdamente la sintaxis y emplear culteranismos de forma equivocada. Olvidémonos del “dequeísmo”, que tantos estragos ha hecho, y fijémonos, por ejemplo, en el empleo de la palabra “nivel”, que significa altura o escala, pero que en polihabla se utiliza para todo. Por ejemplo: “A nivel internacional”; ¿que narices tiene que ver la internacionalidad con la escala o la altura? Y lo mismo digo de “a nivel popular”, “a nivel sociológico” y a todos esos niveles que nivelan nuestro nivel político. Habría que hacer una campaña en pro del desnivel.
Pero no voy a redactar un catálogo de incorrecciones lingüísticas políticas, que luego dicen que escribo entradas larguísimas. No obstante, voy a citar dos casos que me irritan sobremanera. Por un lado, Mariano Rajoy, líder del principal partido de la oposición y, según dicen, gran orador. Bueno, vale que en el uso del español existe la costumbre (no aceptada por la Academia) de acabar en “ao”, en vez de en “ado”, los participios; pero es que Rajoy lo hace de forma tan sonora y enfática que, la verdad, suena casi ofensivo. Además, podemos hacer la vista gorda a que lo haga con los participios, pero llamar “Machao” a Antonio Machado es pasarse un pelín.
Por otro lado, tenemos a nuestro presidente de gobierno, don José Luis Rodríguez Zapatero. Últimamente le ha dado por repetir “en lo que representa” hasta la saciedad. Por ejemplo: “... un gran esfuerzo en lo que representa el apoyo a la familia...”, o "el Gobierno no tiene prevista participación alguna en lo que representa el proceso que se vive en Irak" (ambas frases sic). Vamos a ver, ¿es una muletilla estúpida y retorcida o sólo a mí me lo parece? Ese “en lo que representa” me irrita más que el “por consiguiente” de González o el “mireusté” de Aznar, y, además, Zapatero lo emplea como si le dieran un millón de euros cada vez que lo dice. Llevado al lenguaje normal –y no a la polihabla-, daría pie a construir frases como estas: “Cascaré dos huevos, los batiré y los pasaré por la sartén en lo que representa una tortilla” o “Me la cojo con la mano derecha y la sacudo arriba y abajo en lo que representa una paja”. Estoy seguro de que, si alguien hablara así en la vida cotidiana, propios y extraños le tirarían tomates y tartas de merengue para que se callase de una maldita vez. Pero como es un político, y además nuestro presidente, incluso le escuchamos.
Pero se acabó, José Luis, te lo advierto: como sigas empleando el “en lo que representa” incluso para preguntar la hora –“¿podría decirme que hora es en lo que representa un acto de información cronológica?”-, en las siguientes elecciones te va a votar tu tía Federica, porque si insistes en enloquerepresentarme te juro que prefiero darle mi voto a Esperanza Aguirre, que por lo menos tiene un primoroso acento inglés, antes que a ti. En fin, me he pasado, vale, pero es que estoy más que harto de escuchar esa irritante muletilla. ¡No lo soporto más, en lo que representa un acto de desesperación!
Ay, Castelar, ¿dónde estás?...
Nada de eso tiene ningún mérito, por supuesto. Hablo bien por dos motivos: porque en mi familia se hablaba bien y porque he leído un güevo (¿veis lo llano que soy?). Dado que en la mayor parte de las familias se habla como el culo de mal, y que la mitad de los españolitos no coge un libro ni para calzar un armario, no es de extrañar que en este país, en general, se hable de pena. De hecho, ¿qué es lo que homogeniza al lenguaje en nuestra sociedad, cuál es el referente lingüístico para los españoles? Los medios de comunicación de masas; y en los medios de comunicación, amigos míos, se habla puñeteramente mal. Ahí encontramos al famoseo cutre de los programas cardiacos, unos botarates incapaces de coordinar tres palabras seguidas, ignaros (qué bonita palabra, ¿verdad?; significa “incultos”) que nos han dejado perlas como el “estar en el candelabro” de la Mazagatos o el “en dos palabra: im-presionate” de Jesulín de Ubrique. Luego tenemos a los periodistas, a quienes, dada su profesión y formación universitaria, se les debería suponer cierto conocimiento del idioma, pero que en realidad se dedican a maltratarlo con un entusiasmo digno de mejor fin. Cuando yo estudiaba periodismo, una encuesta realizada en la facultad reveló que sólo un 20 % de los estudiantes leía el periódico todos los días. ¡Y eran estudiantes de periodismo! En fin, con estos mimbres poco se puede hacer. Por último están los políticos, cuya presencia en los medios es constante.
Hubo una época, en algún momento de la historia, en que ser político era sinónimo de oratoria, de verbo florido y aguzada dialéctica. Aún ahora, cuando alguien expresa bien sus ideas, se le llama “Castelar”. Bueno, pues eso, si no es una leyenda, sucedía hace mucho, mucho, mucho tiempo, porque lo que ahora hacen los políticos de todo signo con el idioma es para cogerlos por las orejas y mandarlos de nuevo a la escuela. ¡Qué panda de burros, coño!
Al parecer, se supone que los políticos deben hablar diferente al resto de los humanos; tienen, por lo visto, la obligación de expresarse de forma encorsetada, con mucha afectación y procurando retorcer el idioma hasta volverlo casi irreconocible, convirtiéndolo en un batiburrillo de frases hechas, patadas a la semántica, incorrecciones sintácticas y ampulosa palabrería vacía. Escuchar a un político es como contemplar a un malabarista al que una y otra vez se le caen todas las bolas al suelo. Se nota que intentan emplear un lenguaje culto y serio, pero lo que en realidad hacen es retorcer absurdamente la sintaxis y emplear culteranismos de forma equivocada. Olvidémonos del “dequeísmo”, que tantos estragos ha hecho, y fijémonos, por ejemplo, en el empleo de la palabra “nivel”, que significa altura o escala, pero que en polihabla se utiliza para todo. Por ejemplo: “A nivel internacional”; ¿que narices tiene que ver la internacionalidad con la escala o la altura? Y lo mismo digo de “a nivel popular”, “a nivel sociológico” y a todos esos niveles que nivelan nuestro nivel político. Habría que hacer una campaña en pro del desnivel.
Pero no voy a redactar un catálogo de incorrecciones lingüísticas políticas, que luego dicen que escribo entradas larguísimas. No obstante, voy a citar dos casos que me irritan sobremanera. Por un lado, Mariano Rajoy, líder del principal partido de la oposición y, según dicen, gran orador. Bueno, vale que en el uso del español existe la costumbre (no aceptada por la Academia) de acabar en “ao”, en vez de en “ado”, los participios; pero es que Rajoy lo hace de forma tan sonora y enfática que, la verdad, suena casi ofensivo. Además, podemos hacer la vista gorda a que lo haga con los participios, pero llamar “Machao” a Antonio Machado es pasarse un pelín.
Por otro lado, tenemos a nuestro presidente de gobierno, don José Luis Rodríguez Zapatero. Últimamente le ha dado por repetir “en lo que representa” hasta la saciedad. Por ejemplo: “... un gran esfuerzo en lo que representa el apoyo a la familia...”, o "el Gobierno no tiene prevista participación alguna en lo que representa el proceso que se vive en Irak" (ambas frases sic). Vamos a ver, ¿es una muletilla estúpida y retorcida o sólo a mí me lo parece? Ese “en lo que representa” me irrita más que el “por consiguiente” de González o el “mireusté” de Aznar, y, además, Zapatero lo emplea como si le dieran un millón de euros cada vez que lo dice. Llevado al lenguaje normal –y no a la polihabla-, daría pie a construir frases como estas: “Cascaré dos huevos, los batiré y los pasaré por la sartén en lo que representa una tortilla” o “Me la cojo con la mano derecha y la sacudo arriba y abajo en lo que representa una paja”. Estoy seguro de que, si alguien hablara así en la vida cotidiana, propios y extraños le tirarían tomates y tartas de merengue para que se callase de una maldita vez. Pero como es un político, y además nuestro presidente, incluso le escuchamos.
Pero se acabó, José Luis, te lo advierto: como sigas empleando el “en lo que representa” incluso para preguntar la hora –“¿podría decirme que hora es en lo que representa un acto de información cronológica?”-, en las siguientes elecciones te va a votar tu tía Federica, porque si insistes en enloquerepresentarme te juro que prefiero darle mi voto a Esperanza Aguirre, que por lo menos tiene un primoroso acento inglés, antes que a ti. En fin, me he pasado, vale, pero es que estoy más que harto de escuchar esa irritante muletilla. ¡No lo soporto más, en lo que representa un acto de desesperación!
Ay, Castelar, ¿dónde estás?...
lunes, abril 7
Pensamiento mágico
Hoy estoy un poco de malhumor, pero antes de explicaros por qué permitidme una breve divagación.
Si os preguntaran qué es lo que más ha transformado al mundo en los últimos siglos, ¿qué responderíais? Yo, sin dudarlo un instante, contestaría que la ciencia y su hija la tecnología. La prueba, si es que es necesario ofrecer alguna, la encontramos al analizar el ritmo histórico de los cambios sociales y comprobar cómo éste se acelera en progresión yo diría que geométrica a partir del siglo XVIII, momento en que se conforma el método científico. De hecho, si miráis a vuestro alrededor ahora mismo, mientras leéis este post, comprobaréis que la inmensa mayor parte de los que os rodea está sustancialmente impregnado de ciencia y tecnología, y da igual si estáis en vuestra casa, en el trabajo o en la calle. Es más, si podéis leer esto es porque manejáis alta tecnología (la informática).
Bien, ¿a qué se debe el triunfo arrollador de la ciencia? Pues a que funciona, así de sencillo. Antes del método científico, en la humanidad imperaba el pensamiento mágico; el problema es que la magia no daba (ni da) resultados. Un estadista, ante una pertinaz sequía, podía pedirle a los sacerdotes que hicieran rogativas para que lloviese, pero si no iba a llover los rezos no valdrían de nada. Ahora bien, si el estadista le pedía una solución a sus técnicos, estos excavarían pozos, elevarían el agua mediante energía eólica y construirían canales de irrigación, salvando así la cosecha. Conclusión: invertir en magia es tirar tiempo y dinero, mientras que invertir en tecnología da beneficios. Por eso, tres de los principales poderes sociales, el político, el económico y el militar, acabaron apoyando activamente el desarrollo de la tecnología (para lo cual era necesario apoyar también la ciencia pura).
Así pues, vivimos en un mundo científico-tecnológico (me refiero a eso que llamamos la “civilización occidental”). Esto nos invitaría a inferir que, ante la contundente eficacia de la ciencia, el pensamiento mágico iría en declive, y en cierto modo así ha sido. Por ejemplo, las religiones “institucionales” están en decadencia y las antiguas supersticiones van desapareciendo. Pero no nos engañemos; el pensamiento mágico sigue firmemente arraigado en nuestra sociedad, sólo que ha cambiado de apariencia. O ni siquiera eso, si tenemos en cuenta la cantidad de gente que se fía de la astrología o paga por oír las chorradas de los videntes. Pero supongamos que esos son aspectos folclóricos del tema, tonterías irracionales sin importancia (salvo que quien consulte a astrólogos y adivinos sea el presidente de EEUU, como hizo Ronald Reagan para planificar su política). Vale, imaginemos que nada de eso es relevante; ¿hacia dónde ha derivado el pensamiento mágico occidental, en qué se ha convertido? En pseudo-ciencia y pseudo-espiritualidad. Concretamente, ha adoptado la forma del movimiento (?) New Age.
La New Age surgió de la creencia astrológica de que hemos entrado en la era de Acuario (concretamente, el 4 de febrero de 1962, aunque hay zodiacales discrepancias al respecto), lo cual supondrá un cambio radical en la conciencia humana. Al menos, eso se suponía al principio, porque poco a poco el movimiento fue adoptando toda suerte de creencias, tanto antiguas como nuevas, hasta convertirse en un confuso y arbitrario sincretismo. Así pues, en la New Age conviven la astrología, el ocultismo, el hinduismo, el budismo, el gnosticismo, versiones del psicoanálisis, el holismo, el chamanismo... ¡incluso descacharrantes adulteraciones de la física cuántica!
Porque, amigos míos, una de las curiosas costumbres de la Nueva Era es introducir en su plastificada doctrina espiritual términos procedentes de la ciencia. Así se habla de “energía”, “vibraciones”, “consciencia cuántica”, “estados alternativos de conciencia” y esa clase de jerga. Del mismo modo, la compleja filosofía budista y zen se convierte en su manos en una especie de manual de autoayuda pasado por la licuadora del Reader’s Digest. En realidad, todo el movimiento está orientado a confortar a una aburrida clase media poco dada al rigor intelectual y muy necesitada de mentiras y simplificaciones que den sentido, o cuando menos bálsamo, a las grises vidas de sus miembros.
Vale, hasta aquí la cosa parece más o menos inofensiva. El problema es que la New Age incluye entre sus creencias, y de forma muy característica, a las medicinas alternativas. ¿Y qué demonios son las “medicinas alternativas”? Pues de entrada, cada una de su madre y de su padre: naturismo, ayurveda, homeopatía, acupuntura, iridología, curación por cristales, flores de Bach, reiki (tocamiento curativo), terapia gestalt... en fin, un poquito de todo, siempre y cuando no tenga nada que ver con la lógica y el pensamiento crítico. Porque todas estas “medicinas alternativas” se caracterizan por rechazar el método científico incluso en lo que parece más básico y de sentido común: la comprobación de su eficacia.
Por lo general, estas “medicinas alternativas” se usan paralelamente a la medicina moderna, por lo que no suelen causar demasiados problemas de salud; aunque, ojo, tanto el naturismo como el ayurveda emplean plantas que, al contrario de los placebos homeopáticos, sí contienen principios activos que pueden ser muy perjudiciales. Pero, aparte de esto, poco mal puede causarte que te miren el ojo, te impongan las manos o tomarte pastillitas de agua destilada; si eso te hace sentirte más tranquilo y esperanzado, allá tú. El problema, el gravísimo problema, sobreviene cuando esas “medicinas alternativas”, en vez de usarse complementariamente, sustituyen a la medicina científica.
Y aquí llegamos al motivo de mi enfado. Voy a hablaros de dos personas reales, una pareja a la que llamaremos Hansel y Grettel. Ambos son universitarios de clase media alta y rondan los cuarenta años de edad. Él es extranjero, procedente de un país situado al noreste de España, y es un profesional de éxito en su especialidad; ella es española y, aunque cursó los mismos estudios que Hansel, decidió no trabajar fuera de casa y dedicarse al cuidado de sus tres hijos. Ambos son personas inteligentes y encantadores, personas muy próximas a mí a quienes aprecio. De hecho, compartimos muchas opiniones y posturas, aunque hay un tema que nos separa: Hansel está muy impregnado de creencias New Age, sobre todo en lo que respecta a las medicinas alternativas, y como suele ocurrir ha convertido a Grettel en una adepta a esas creencias. En particular, son firmes creyentes en la homeopatía.
La homeopatía, tan popular en nuestros días, es una pseudo-ciencia, o “medicina alternativa” inventada por el alemán Samuel Hahnemann en 1796. Su teoría es que las enfermedades pueden ser curadas suministrando al paciente sustancias que provoquen los mismos síntomas que la enfermedad. Ahora bien, esas sustancias deben administrarse sumamente diluidas; en concreto, se toma una parte de la sustancia activa y se disuelve en diez partes de agua destilada, luego se toma una parte de esa disolución y vuelve a disolverse en otras diez partes de agua destilada, y así sucesivamente. Los medicamentos (?) homeopáticos van marcados con una clave que indica el número de disoluciones. Así, por ejemplo,15X significa que ha sido diluido quince veces y 30X que ha sido diluido treinta veces. Si en vez de X vemos una C, significa las disoluciones en vez de decimales son centesimales.
Ahora bien, según los homeópatas, cuanto más diluida esté una sustancia más potentes son sus efectos. En fin, huelga decir que esto va contra la lógica, la experiencia y la observación científica, pero hay algo más: si nos paramos a pensar, nos daremos cuenta que en algún momento, tras cierto número de disoluciones, no quedará nada de la sustancia activa; pero, ¿cuándo? El científico Amadeo Avogadro lo descubrió, estableciendo el llamado “Número de Avogadro”, que determina la cantidad de moléculas que hay en cierta proporción de disolución. Pues bien, una disolución homeopática de 12C ya es inferior a la cota del número de Avogadro, lo cual significa que en esa disolución no queda ni una sola molécula de principio activo. Para entendernos: supongamos una disolución 30X; tendríamos que beber 29.803 litros de la solución para esperar encontrar sólo una molécula del principio activo.
El problema es que la demostración de Avogadro surgió después de la publicación de las teorías de Hahnemann, algo con lo que los homeópatas no contaban. Pero se trataba de un hecho incuestionable: hasta los más feroces defensores de la homeopatía tuvieron que admitir que sus preparados sólo contenían agua destilada. Entonces, cual ilusionistas sacando una paloma de la manga, se inventaron la “memoria del agua”. Es decir, que el agua tiene la pasmosa propiedad de “adoptar” las propiedades de los elementos con los que ha estado en contacto. Por supuesto, el hecho de que jamás se haya podido demostrar en condiciones de laboratorio esa supuesta “memoria del agua” no ha desanimado lo más mínimo a los homeópatas. Una de las características del pensamiento mágico es no permitir jamás que la realidad arruine una buena teoría.
Volvamos a mi pareja de amigos. Al principio, solía discutir mucho con Hansel sobre estos temas, pero nuestros debates acababan conduciendo siempre a un punto muerto en el que ya no era posible la dialéctica. Hansel es un hombre inteligente y por lo general lógico y razonable, pero al mismo tiempo una parte de su mente está invadida por el pensamiento mágico; por ello, cuando sus creencias entran en conflicto con el sentido común, recurre a un argumento mágico: la intuición. Él intuye, siente el íntimo convencimiento de que, por ejemplo, la homeopatía es la panacea de la medicina. No necesita pruebas, le basta con su intuición. Pero, ¿de qué vale una intuición sobre medicina formulada por alguien que no sabe nada de medicina? Pues eso, de nada. Pero es que Hansel, cuando menciona la “intuición” en realidad está hablando de “fe”. Aunque él, claro, no se da cuenta.
En cuanto a Grettel, en realidad se limita a adoptar las creencias de su marido porque confía en él, sin plantearse nada más. De hecho, discutí una vez con ella sobre homeopatía y descubrí que ignoraba lo que supuestamente era la “memoria del agua”. Ni siquiera conocía la materia que estaba defendiendo. Lo cierto es que ambos confían ciegamente en un homeópata amigo de Hansel, una especie de gurú (creyente también en la astrología y otras bobadas) a quien consultan todo lo relacionado con la salud de ellos y de su familia.
Bueno, en fin, yo pensaba que si mis amigos se sentían mejor tirando el dinero en placebos homeopáticos, y siempre y cuando recurrieran al mismo tiempo a la medicina científica, el asunto carecía de importancia. Allá cada cual con sus creencias mágico-religiosas. Sin embargo, hace tiempo creí escuchar algo que me alarmó mucho; tanto me intranquilizó que preferí pensar que había oído mal, que no era cierto aquello. Pero lo era.
Hace cuatro días descubrí que Hansel y Grettel, influidos sin duda por su homeopático gurú, creían que las vacunas eran muy malas y habían decidido no vacunar a sus hijos de nada. Es decir, tres niños (el mayor creo que tiene siete años) privados de las ventajas de la medicina preventiva a causa de la irracionalidad de sus padres.
Pensadlo un momento, porque el asunto es más grave de lo que parece a simple vista. Por un lado, esos niños pueden padecer enfermedades que no tendrían por qué sufrir. Por ejemplo, una de las niñas lleva un mes enferma de tosferina, algo que se hubiera evitado con una simple vacuna. Y no digamos lo que sucedería –ojalá jamás ocurra- si en algún momento estuvieran expuestos a la polio, la difteria, el tétanos o la meningitis. Pero no es sólo lo que pueda suceder ahora, sino lo que puede suceder después. Hay enfermedades como el sarampión, las paperas o la rubéola que, padecidas por un niño, apenas tienen importancia, pero que pueden ser sumamente graves si se sufren de adulto. El sarampión, por ejemplo; era muy común enfermar de sarampión durante la niñez; yo lo pasé, igual que toda mi generación, inmunizándome naturalmente en el proceso. Pero ahora todos los niños están vacunados contra el sarampión, así que la enfermedad ya no es común. Y, por tanto, es muy probable que los hijos de Hansen y Grettel no lleguen a infectarse, así que llegarán a adultos sin estar inmunizados de ninguna manera. Y si entonces enfermaran de sarampión, la enfermedad podría dejar en ellos severas secuelas. Y todo por la irracionalidad de sus padres.
En la medida que pueda evitarlo, no voy a hablar de esto con Hansel y Grettel; sé que no se puede razonar con ellos, porque están bajo la influencia del pensamiento mágico y, por tanto, son incapaces de seguir un discurso lógico; sé que, al final, yo diría cosas muy gordas de las que me arrepentiría posteriormente, de modo que lo mejor es no sacar el tema y fingir que no pasa nada. A fin de cuentas, no son mis hijos... aunque sí son unos niños a los que quiero y aprecio. Pero en fin, intentaré olvidarme de eso y cruzaré los dedos para que esos niños tengan la suerte de no enfermar de nada grave.
Sí, procuraré que mi relación con Hansel y Grettel siga como siempre, aunque no puedo negar que algo ha cambiado. Mientras sus creencia mágicas eran inofensivas, el asunto carecía de importancia; pero ahora ambos han cruzado una línea, una frontera invisible que separa lo anecdótico de lo peligroso. Sus creencias ya no son inocentes. A decir verdad, no puedo evitar contemplarles como a esos padres, testigos de Jeovah, cuyo fanatismo les lleva a impedir que un hijo suyo reciba la transfusión de sangre que podría salvarle la vida. En fin, qué pena y qué rabia... Por lo visto, Grettel defiende su postura limitándose a decir “son diferentes puntos de vista”... Y yo me pregunto, ¿cómo cojones puede alguien jugarse la salud de sus hijos en virtud de un mero “punto de vista”? Si yo me viera tentado de privar a mis hijos de alguna de las ventajas, universalmente reconocidas, de la medicina científica, antes estudiaría atentamente todos los argumentos a favor y, sobre todo, todos los argumentos en contra, me asesoraría en profundidad, consultaría con propios y extraños... pero no, a ellos les basta con las palabras de su descerebrado gurú.
Pero así es el pensamiento mágico, amigos míos: inocente e inocuo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se convierte en letal.
Y no sigo porque me estoy poniendo de mala leche.
Si os preguntaran qué es lo que más ha transformado al mundo en los últimos siglos, ¿qué responderíais? Yo, sin dudarlo un instante, contestaría que la ciencia y su hija la tecnología. La prueba, si es que es necesario ofrecer alguna, la encontramos al analizar el ritmo histórico de los cambios sociales y comprobar cómo éste se acelera en progresión yo diría que geométrica a partir del siglo XVIII, momento en que se conforma el método científico. De hecho, si miráis a vuestro alrededor ahora mismo, mientras leéis este post, comprobaréis que la inmensa mayor parte de los que os rodea está sustancialmente impregnado de ciencia y tecnología, y da igual si estáis en vuestra casa, en el trabajo o en la calle. Es más, si podéis leer esto es porque manejáis alta tecnología (la informática).
Bien, ¿a qué se debe el triunfo arrollador de la ciencia? Pues a que funciona, así de sencillo. Antes del método científico, en la humanidad imperaba el pensamiento mágico; el problema es que la magia no daba (ni da) resultados. Un estadista, ante una pertinaz sequía, podía pedirle a los sacerdotes que hicieran rogativas para que lloviese, pero si no iba a llover los rezos no valdrían de nada. Ahora bien, si el estadista le pedía una solución a sus técnicos, estos excavarían pozos, elevarían el agua mediante energía eólica y construirían canales de irrigación, salvando así la cosecha. Conclusión: invertir en magia es tirar tiempo y dinero, mientras que invertir en tecnología da beneficios. Por eso, tres de los principales poderes sociales, el político, el económico y el militar, acabaron apoyando activamente el desarrollo de la tecnología (para lo cual era necesario apoyar también la ciencia pura).
Así pues, vivimos en un mundo científico-tecnológico (me refiero a eso que llamamos la “civilización occidental”). Esto nos invitaría a inferir que, ante la contundente eficacia de la ciencia, el pensamiento mágico iría en declive, y en cierto modo así ha sido. Por ejemplo, las religiones “institucionales” están en decadencia y las antiguas supersticiones van desapareciendo. Pero no nos engañemos; el pensamiento mágico sigue firmemente arraigado en nuestra sociedad, sólo que ha cambiado de apariencia. O ni siquiera eso, si tenemos en cuenta la cantidad de gente que se fía de la astrología o paga por oír las chorradas de los videntes. Pero supongamos que esos son aspectos folclóricos del tema, tonterías irracionales sin importancia (salvo que quien consulte a astrólogos y adivinos sea el presidente de EEUU, como hizo Ronald Reagan para planificar su política). Vale, imaginemos que nada de eso es relevante; ¿hacia dónde ha derivado el pensamiento mágico occidental, en qué se ha convertido? En pseudo-ciencia y pseudo-espiritualidad. Concretamente, ha adoptado la forma del movimiento (?) New Age.
La New Age surgió de la creencia astrológica de que hemos entrado en la era de Acuario (concretamente, el 4 de febrero de 1962, aunque hay zodiacales discrepancias al respecto), lo cual supondrá un cambio radical en la conciencia humana. Al menos, eso se suponía al principio, porque poco a poco el movimiento fue adoptando toda suerte de creencias, tanto antiguas como nuevas, hasta convertirse en un confuso y arbitrario sincretismo. Así pues, en la New Age conviven la astrología, el ocultismo, el hinduismo, el budismo, el gnosticismo, versiones del psicoanálisis, el holismo, el chamanismo... ¡incluso descacharrantes adulteraciones de la física cuántica!
Porque, amigos míos, una de las curiosas costumbres de la Nueva Era es introducir en su plastificada doctrina espiritual términos procedentes de la ciencia. Así se habla de “energía”, “vibraciones”, “consciencia cuántica”, “estados alternativos de conciencia” y esa clase de jerga. Del mismo modo, la compleja filosofía budista y zen se convierte en su manos en una especie de manual de autoayuda pasado por la licuadora del Reader’s Digest. En realidad, todo el movimiento está orientado a confortar a una aburrida clase media poco dada al rigor intelectual y muy necesitada de mentiras y simplificaciones que den sentido, o cuando menos bálsamo, a las grises vidas de sus miembros.
Vale, hasta aquí la cosa parece más o menos inofensiva. El problema es que la New Age incluye entre sus creencias, y de forma muy característica, a las medicinas alternativas. ¿Y qué demonios son las “medicinas alternativas”? Pues de entrada, cada una de su madre y de su padre: naturismo, ayurveda, homeopatía, acupuntura, iridología, curación por cristales, flores de Bach, reiki (tocamiento curativo), terapia gestalt... en fin, un poquito de todo, siempre y cuando no tenga nada que ver con la lógica y el pensamiento crítico. Porque todas estas “medicinas alternativas” se caracterizan por rechazar el método científico incluso en lo que parece más básico y de sentido común: la comprobación de su eficacia.
Por lo general, estas “medicinas alternativas” se usan paralelamente a la medicina moderna, por lo que no suelen causar demasiados problemas de salud; aunque, ojo, tanto el naturismo como el ayurveda emplean plantas que, al contrario de los placebos homeopáticos, sí contienen principios activos que pueden ser muy perjudiciales. Pero, aparte de esto, poco mal puede causarte que te miren el ojo, te impongan las manos o tomarte pastillitas de agua destilada; si eso te hace sentirte más tranquilo y esperanzado, allá tú. El problema, el gravísimo problema, sobreviene cuando esas “medicinas alternativas”, en vez de usarse complementariamente, sustituyen a la medicina científica.
Y aquí llegamos al motivo de mi enfado. Voy a hablaros de dos personas reales, una pareja a la que llamaremos Hansel y Grettel. Ambos son universitarios de clase media alta y rondan los cuarenta años de edad. Él es extranjero, procedente de un país situado al noreste de España, y es un profesional de éxito en su especialidad; ella es española y, aunque cursó los mismos estudios que Hansel, decidió no trabajar fuera de casa y dedicarse al cuidado de sus tres hijos. Ambos son personas inteligentes y encantadores, personas muy próximas a mí a quienes aprecio. De hecho, compartimos muchas opiniones y posturas, aunque hay un tema que nos separa: Hansel está muy impregnado de creencias New Age, sobre todo en lo que respecta a las medicinas alternativas, y como suele ocurrir ha convertido a Grettel en una adepta a esas creencias. En particular, son firmes creyentes en la homeopatía.
La homeopatía, tan popular en nuestros días, es una pseudo-ciencia, o “medicina alternativa” inventada por el alemán Samuel Hahnemann en 1796. Su teoría es que las enfermedades pueden ser curadas suministrando al paciente sustancias que provoquen los mismos síntomas que la enfermedad. Ahora bien, esas sustancias deben administrarse sumamente diluidas; en concreto, se toma una parte de la sustancia activa y se disuelve en diez partes de agua destilada, luego se toma una parte de esa disolución y vuelve a disolverse en otras diez partes de agua destilada, y así sucesivamente. Los medicamentos (?) homeopáticos van marcados con una clave que indica el número de disoluciones. Así, por ejemplo,15X significa que ha sido diluido quince veces y 30X que ha sido diluido treinta veces. Si en vez de X vemos una C, significa las disoluciones en vez de decimales son centesimales.
Ahora bien, según los homeópatas, cuanto más diluida esté una sustancia más potentes son sus efectos. En fin, huelga decir que esto va contra la lógica, la experiencia y la observación científica, pero hay algo más: si nos paramos a pensar, nos daremos cuenta que en algún momento, tras cierto número de disoluciones, no quedará nada de la sustancia activa; pero, ¿cuándo? El científico Amadeo Avogadro lo descubrió, estableciendo el llamado “Número de Avogadro”, que determina la cantidad de moléculas que hay en cierta proporción de disolución. Pues bien, una disolución homeopática de 12C ya es inferior a la cota del número de Avogadro, lo cual significa que en esa disolución no queda ni una sola molécula de principio activo. Para entendernos: supongamos una disolución 30X; tendríamos que beber 29.803 litros de la solución para esperar encontrar sólo una molécula del principio activo.
El problema es que la demostración de Avogadro surgió después de la publicación de las teorías de Hahnemann, algo con lo que los homeópatas no contaban. Pero se trataba de un hecho incuestionable: hasta los más feroces defensores de la homeopatía tuvieron que admitir que sus preparados sólo contenían agua destilada. Entonces, cual ilusionistas sacando una paloma de la manga, se inventaron la “memoria del agua”. Es decir, que el agua tiene la pasmosa propiedad de “adoptar” las propiedades de los elementos con los que ha estado en contacto. Por supuesto, el hecho de que jamás se haya podido demostrar en condiciones de laboratorio esa supuesta “memoria del agua” no ha desanimado lo más mínimo a los homeópatas. Una de las características del pensamiento mágico es no permitir jamás que la realidad arruine una buena teoría.
Volvamos a mi pareja de amigos. Al principio, solía discutir mucho con Hansel sobre estos temas, pero nuestros debates acababan conduciendo siempre a un punto muerto en el que ya no era posible la dialéctica. Hansel es un hombre inteligente y por lo general lógico y razonable, pero al mismo tiempo una parte de su mente está invadida por el pensamiento mágico; por ello, cuando sus creencias entran en conflicto con el sentido común, recurre a un argumento mágico: la intuición. Él intuye, siente el íntimo convencimiento de que, por ejemplo, la homeopatía es la panacea de la medicina. No necesita pruebas, le basta con su intuición. Pero, ¿de qué vale una intuición sobre medicina formulada por alguien que no sabe nada de medicina? Pues eso, de nada. Pero es que Hansel, cuando menciona la “intuición” en realidad está hablando de “fe”. Aunque él, claro, no se da cuenta.
En cuanto a Grettel, en realidad se limita a adoptar las creencias de su marido porque confía en él, sin plantearse nada más. De hecho, discutí una vez con ella sobre homeopatía y descubrí que ignoraba lo que supuestamente era la “memoria del agua”. Ni siquiera conocía la materia que estaba defendiendo. Lo cierto es que ambos confían ciegamente en un homeópata amigo de Hansel, una especie de gurú (creyente también en la astrología y otras bobadas) a quien consultan todo lo relacionado con la salud de ellos y de su familia.
Bueno, en fin, yo pensaba que si mis amigos se sentían mejor tirando el dinero en placebos homeopáticos, y siempre y cuando recurrieran al mismo tiempo a la medicina científica, el asunto carecía de importancia. Allá cada cual con sus creencias mágico-religiosas. Sin embargo, hace tiempo creí escuchar algo que me alarmó mucho; tanto me intranquilizó que preferí pensar que había oído mal, que no era cierto aquello. Pero lo era.
Hace cuatro días descubrí que Hansel y Grettel, influidos sin duda por su homeopático gurú, creían que las vacunas eran muy malas y habían decidido no vacunar a sus hijos de nada. Es decir, tres niños (el mayor creo que tiene siete años) privados de las ventajas de la medicina preventiva a causa de la irracionalidad de sus padres.
Pensadlo un momento, porque el asunto es más grave de lo que parece a simple vista. Por un lado, esos niños pueden padecer enfermedades que no tendrían por qué sufrir. Por ejemplo, una de las niñas lleva un mes enferma de tosferina, algo que se hubiera evitado con una simple vacuna. Y no digamos lo que sucedería –ojalá jamás ocurra- si en algún momento estuvieran expuestos a la polio, la difteria, el tétanos o la meningitis. Pero no es sólo lo que pueda suceder ahora, sino lo que puede suceder después. Hay enfermedades como el sarampión, las paperas o la rubéola que, padecidas por un niño, apenas tienen importancia, pero que pueden ser sumamente graves si se sufren de adulto. El sarampión, por ejemplo; era muy común enfermar de sarampión durante la niñez; yo lo pasé, igual que toda mi generación, inmunizándome naturalmente en el proceso. Pero ahora todos los niños están vacunados contra el sarampión, así que la enfermedad ya no es común. Y, por tanto, es muy probable que los hijos de Hansen y Grettel no lleguen a infectarse, así que llegarán a adultos sin estar inmunizados de ninguna manera. Y si entonces enfermaran de sarampión, la enfermedad podría dejar en ellos severas secuelas. Y todo por la irracionalidad de sus padres.
En la medida que pueda evitarlo, no voy a hablar de esto con Hansel y Grettel; sé que no se puede razonar con ellos, porque están bajo la influencia del pensamiento mágico y, por tanto, son incapaces de seguir un discurso lógico; sé que, al final, yo diría cosas muy gordas de las que me arrepentiría posteriormente, de modo que lo mejor es no sacar el tema y fingir que no pasa nada. A fin de cuentas, no son mis hijos... aunque sí son unos niños a los que quiero y aprecio. Pero en fin, intentaré olvidarme de eso y cruzaré los dedos para que esos niños tengan la suerte de no enfermar de nada grave.
Sí, procuraré que mi relación con Hansel y Grettel siga como siempre, aunque no puedo negar que algo ha cambiado. Mientras sus creencia mágicas eran inofensivas, el asunto carecía de importancia; pero ahora ambos han cruzado una línea, una frontera invisible que separa lo anecdótico de lo peligroso. Sus creencias ya no son inocentes. A decir verdad, no puedo evitar contemplarles como a esos padres, testigos de Jeovah, cuyo fanatismo les lleva a impedir que un hijo suyo reciba la transfusión de sangre que podría salvarle la vida. En fin, qué pena y qué rabia... Por lo visto, Grettel defiende su postura limitándose a decir “son diferentes puntos de vista”... Y yo me pregunto, ¿cómo cojones puede alguien jugarse la salud de sus hijos en virtud de un mero “punto de vista”? Si yo me viera tentado de privar a mis hijos de alguna de las ventajas, universalmente reconocidas, de la medicina científica, antes estudiaría atentamente todos los argumentos a favor y, sobre todo, todos los argumentos en contra, me asesoraría en profundidad, consultaría con propios y extraños... pero no, a ellos les basta con las palabras de su descerebrado gurú.
Pero así es el pensamiento mágico, amigos míos: inocente e inocuo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se convierte en letal.
Y no sigo porque me estoy poniendo de mala leche.
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