Me he resistido durante mucho tiempo,
pero al final he caído. La culpa es de Pepa; no paraba de decirme que un
escritor no puede ir por el mundo sin tener un perfil de Feisbuc, y yo no
paraba de responderle que llevaba más de veinticinco años escribiendo sin
perfil y las cosas no me habían ido mal del todo. Pero era inútil; Pepa puede
ser muy perseverante y yo al final opté por decirle que sí, que me haría el
perfil... y no lo hacía. Política de hechos no consumados.
¿Qué tengo en contra de Feisbuc? Nada.
De hecho, si fuera un jovenzuelo con una intensa vida social estaría encantado
de hacerme un perfil. Pero no lo soy, así que el asunto me parece más bien una
pérdida de tiempo. Aunque si al menos fuese gratificante... Pero aún no sé si lo
es; llevo demasiado poco tiempo dentro. De momento, Feisbuc me parece algo así
como una estación de metro en hora punta, con cantidad de gente de un lado para
otro. Aturde un poco y, en mi caso, me invita más a la observación pasiva que a
la participación.
Esa es otra. Hasta ahora (apenas llevo
dos semanas), sólo he publicado tres o cuatro breves comentarios. Porque
cualquier cosa que quiera decir me parece más adecuado decirla en el blog. Y es
que... a ver cómo lo expreso... aquí, en Babel, hay emociones asociadas,
sentimientos (al menos por mi parte). Muchas veces lo he dicho: veo este blog
como si fuera un viejo café donde nos reunimos un grupo de amigos para charlar
tranquilamente. Un lugar íntimo, relajante y tranquilo.
Pues bien, compara eso, un viejo café,
con una estación de metro y adivina quién sale ganando. Aunque, claro, un blog
y Feisbuc son cosas distintas con propósitos diferentes. Vale, pues seguro que
algún día le encontraré el sentido a Feisbuc. Hasta entonces permaneceré
expectante.
A veces me pregunto cuándo el mundo
empezará a pasar por encima de mí, cuándo perderé la capacidad de adaptarme a
los cambios sociales y tecnológicos. Soy, si bien no descaradamente viejo, sí
jodidamente añoso, y ya sabemos que la edad nos fosiliza, oxida nuestra
capacidad de adaptación. Siempre me he ufanado de poder afirmar que nací en la
era atómica y me crié en la era espacial (ambas cosas importantes para un
pirado de la ciencia ficción). Sin embargo, durante mi niñez las radios que
había en mi casa eran de válvulas. De hecho, asistí a la revolución de los
transistores. Imaginaos: ¡ver un transistor como algo nuevo y revolucionario!
Es más, hasta muy avanzada mi primera juventud, la herramienta matemática más sofisticada
que existía era la regla de cálculo (y el hecho de que muchos de vosotros no
tengáis ni zorra idea de qué es una “regla de cálculo” no hace más que apoyar
mi punto de vista).
La primera vez que usé un ordenador yo
tenía treinta y muchos años. Lo probé con un procesador de texto (el Wordperfect)
y... fue un flechazo, amor a primera vista. Era la herramienta de escritura más
portentosa que había usado jamás, y además las búsquedas en Internet eran un
medio magnífico de documentación, así que no me resultó difícil adaptarme a la
era digital. Y luego llegó el blog, que a fin de cuentas era, es, una
prolongación de lo que hago habitualmente: escribir.
Me he ido adaptando. Por ejemplo, como
me he roto la pata y no podía desplazarme fácilmente, empecé a comprar en
Amazon; varios libros primero y luego el 90% de los regalos de Reyes. Sin
embargo, no me gusta. Para mí, gran parte del placer que proporcionan los
libros reside en examinarlos, tocarlos, hojearlos y luego, quizá, comprarlos.
Lo mismo sucede con los regalos; quiero verlos, “sentirlos”. Sin duda, Amazon
es más cómodo y práctico que tener que desplazarte a una tienda. Pero lo que
ganas en eficiencia lo pierdes en sentimiento. Por cada avance pagas un precio;
en este caso te pierdes el placer de comprar (que existe, os lo juro).
Pues esa es la cuestión: los avances
tecnológicos generan muchas veces profundos cambios sociales. El mundo se
transforma y, si no te transformas junto con el mundo, te quedas atrás, cada
vez más aislado, fosilizándote.
Los padres de Pepa son muy mayores;
noventa y tantos él y ochenta y tantos ella. Ambos están bien de salud y tienen
la cabeza en su sitio; sin embargo, se quedaron descolgados de la revolución
tecnológica. Ninguno de ellos ha manejado jamás un ordenador y sólo tienen una
idea aproximada y nebulosa de lo que es Internet. Recuerdo que una vez mi
suegro, hincha del Real Madrid, se había perdido el partido que su equipo había
jugado esa tarde (y ganado por goleada). Se estaba lamentando de ello; entonces
saqué el móvil, entré en Internet, busqué los goles del Madrid en YouTube y se
los enseñé. El buen hombre asistió a aquello como si contemplara un acto de
magia.
Mis suegros –muy ancianos, insisto-
están desconectados del mundo moderno. Puede que no necesitan para nada
ordenadores e Internet, no lo dudo, pero el hecho es que han perdido el paso.
Ya no están del todo en la realidad, sino en una realidad paralela y desfasada.
Supongo que es inevitable; te vas adaptando a los cambios, primero fácilmente
cuando eres joven, y con cada vez más dificultades conforme vas cumpliendo
años. Hasta que un día tiras la toalla porque no eres capaz de reconocer el
mundo en el que vives. Entonces, como suelen hacer los viejos, te refugias en
el pasado, porque el pasado es lo único que te resulta familiar, comprensible y
cálido. Eso me pasará a mí (y a todo quisque). La cuestión es cuándo, cómo y
hasta qué punto.
De hecho, ya comienzo a notarlo.
Reconozco y utilizo las inmensas ventajas que proporcionan la informática e
Internet. Pero me jode ver cómo desaparecen salas de cine y librerías, lamento
la evaporación de los videoclubs (pese a que es mucho más cómodo alquilar cine
por la Red, está claro), me entristece que el contacto humano esté siendo
sustituido por interacciones con pantallas, me cabrea esa obsesión con los
móviles, no comprendo ni comparto el impulso de estar siempre conectado. Coño,
pero si hasta echo de menos el sonido de las máquinas de escribir...
Hay aspectos de Internet que me
encantan; por ejemplo los juegos en línea o el blog. Otros me dan igual, como
los chats o Instagram. Algunos me parecen perfectas gilipolleces, como Twitter.
Y otros, como Feisbuc, me provocan una inmensa pereza.
Y quizá ése sea el auténtico problema:
no el rechazo al cambio, sino la falta de ganas y de entusiasmo para adaptarte
al cambio. No la cerrazón, sino la pereza. Y a mí, a perezoso, no me gana
nadie.
Pero bueno, mi hijo Pablo vino a casa
esta Navidad (como el Almendro) y, azuzado por Pepa, me creó un perfil,
sumándome así a las ingentes filas de las redes sociales.
Pues eso, que ya estoy en Feisbuc.