31 de julio, amigos míos, la frontera entre dos dimensiones alternativas. Mañana se inician las vacaciones de la mayor parte de la gente y Madrid quedará medio vacío, convirtiéndose en la ciudad perfecta, sin atascos, sin aglomeraciones, sin histerias. Madrid, en agosto, Baden-Baden, reza una famosa frase que he visto atribuida a cuatro personas distintas.
Este año no me voy de vacaciones, pero no os preocupéis: ya me resarciré el año que viene. Me quedo en Baden-Baden, disfrutando de la calmosa canícula mesetaria. Lo cual no quiere decir que me vaya a estar tocando las napias todo el mes, ni mucho menos. Ojalá. Como quedó claro en el post de ayer, tengo que ordenar mi despacho, que está hecho un desastre. Y luego tengo que ponerme a escribir en serio, que ya está bien de vaguear. La tercera parte de Las asombrosas memorias de Jaime Mercader; ya la he comenzado, pero despacito, despacito. Ahora voy a darle caña. Me divierte escribir las historias de Jaime Mercader (dentro de lo poco que me divierte escribir cualquier cosa); aventuras en estado puro, humor, abundantes dosis de inmoralidad, personajes excéntricos, viajes a lugares remotos... La tercera parte transcurre en la California de comienzos del siglo XX, lo cual significa que aún tengo que documentarme un huevo. Joder, me canso sólo de pensarlo...
En fin, teniendo en cuenta las múltiples tareas que me aguardan y que vosotros estaréis tan ricamente de vacaciones, La Fraternidad de Babel permanecerá cerrado hasta el 27 de agosto. Todos nos merecemos un descanso, ¿verdad?
Así que esto es todo por esta temporada, amigos. Viriles abrazos para vosotros, apasionados besos para vosotras, y para todos el deseo de que paséis unas vacaciones que hasta los miembros de la Casa Real envidiarán.
Nos vemos dentro de cuatro semanas. Ciao
martes, julio 31
lunes, julio 30
Tiempo de cambios
2006 fue un mal año para mí, igual que fue mala la primera mitad del 2007. Digamos que he sufrido una racha de suerte nefasta, un auténtico huracán de mal rollo. A comienzos de la pasada primavera, cuando me encontraba en el centro de la tormenta, pasé por una experiencia bastante traumática, la clase de experiencia que te coloca delante de un espejo y te dice: esto es lo que eres y esto es lo que hay. Un chutazo de realidad chunga en estado puro. Eso me ha cambiado. Ignoro en qué sentido, ni siquiera soy consciente de que haya un cambio en mi interior, pero forzosamente algo en mí se ha tenido que mover de sitio, no puedo ser la misma persona que era, es imposible.
Afortunadamente, las rachas pasan y hoy las cosas son muy distintas. De hecho, en muchos aspectos estoy mejor que nunca. En concreto, he visto definitivamente consumado un proyecto personal que comenzó hace doce años y sobre el que albergaba serias dudas. Pero ha salido bien, mejor de lo que yo esperaba. Estoy contento. Por lo demás, los restos de la tormenta se van disolviendo poco a poco, lo malo está en trance de solución y un horizonte despejado se perfila en lontananza. Guay.
Pero queda el cambio. Veréis, carezco por completo de constancia; soy incapaz de dedicar años de mi vida a una única tarea. Supongo que esto suena extraño viniendo de alguien que se dedica a la escritura, una actividad que precisa mucha perseverancia. ¿Cómo ser escritor careciendo de tenacidad? Muy sencillo: sustituyendo la constancia por la cabezonería. En cualquier caso, no puedo dedicarme a tareas repetitivas, necesito que las cosas me ofrezcan un mínimo de novedad para interesarme. Por eso mis trabajos siempre han sido tareas cambiantes en sí mismas, periodismo, publicidad, literatura... La literatura es un chollo, lo reconozco; puedo escribir lo que me salga de las narices. Aunque, claro, lo malo es que hay que escribirlo. Nada es perfecto.
Pero sigamos con el cambio. Si miro hacia atrás (y cuando miro hacia atrás cada vez contemplo un panorama más amplio), veo que mi vida ha sufrido periódicos cambios, generalmente bruscos. Algunos de esos cambios, como la temprana muerte de mis padres, me han venido impuestos, pero otros, la mayoría, me los he buscado yo. Soy un culo inquieto, soy inconstante. Cada diez o doce años, las cosas han de cambiar de alguna manera. Y ahora, amigos míos, estoy al final de un ciclo y al comienzo de otro, sólo que esta vez, creo, los cambios van a ser más sutiles. Ya veremos.
Pero hay cosas que no cambiarán, como este blog. Hace tiempo, estuve a punto de cerrarlo; no acababa de entender para qué servía, cuál era su objetivo. El pasado febrero, cuando estaba en plena tormenta, lo comprendí, entendí por qué mantenía el blog, y lo expliqué en un post titulado “La Fraternidad de Babel”. Así que este reducto seguirá tal cual, con este color verdoso y estas entradas en las que se puede hablar de cualquier cosa, sin orden ni sentido, por puro capricho, por azar o quizá por necesidad.
Ya hace calor en Madrid; la larga primavera del fin del mundo pasó y esta tarde el sol ha derramado plomo fundido sobre la ciudad. Desde la ventana de mi despacho diviso la sucesión de árboles que se extiende hacia abajo, siguiendo las faldas de la colina sobre la que se alza Aravaca; veo también una carretera ahora desierta y, al fondo, en la lejanía, unos edificios dorados por el sol poniente. Oigo el trinar de las golondrinas (si es que son golondrinas, que yo nunca he sido muy ducho en asuntos ornitológicos) y percibo el olor del césped mojado. Es la hora de los aspersores. Miro a mi alrededor y compruebo una vez más que mi despacho está muy desordenado; pilas de libros ocupando cualquier superficie medianamente lisa, papeles por el suelo, las librerías hechas un desastre. Tengo que ordenarlo, no se puede trabajar así, sobre todo teniendo en cuenta que dispongo de año y medio para escribir dos novelas. Suficiente, pero no voy sobrado, no os creáis. De modo que voy a ordenar el despacho, sí señor, antes del fin de semana. Es necesario crear un ambiente de trabajo amable y confortable; quizá incluso ponga velas aquí y allá. Así que ya sabes, César: lo dejas todo hecho un primor y luego a currar. Sí, sí, sí: odias escribir, lo sé; pero recuerda que adoras haber escrito.
No corre ni una brizna de viento.
Tengo que ordenar el despacho.
Joder, qué calor hace...
Afortunadamente, las rachas pasan y hoy las cosas son muy distintas. De hecho, en muchos aspectos estoy mejor que nunca. En concreto, he visto definitivamente consumado un proyecto personal que comenzó hace doce años y sobre el que albergaba serias dudas. Pero ha salido bien, mejor de lo que yo esperaba. Estoy contento. Por lo demás, los restos de la tormenta se van disolviendo poco a poco, lo malo está en trance de solución y un horizonte despejado se perfila en lontananza. Guay.
Pero queda el cambio. Veréis, carezco por completo de constancia; soy incapaz de dedicar años de mi vida a una única tarea. Supongo que esto suena extraño viniendo de alguien que se dedica a la escritura, una actividad que precisa mucha perseverancia. ¿Cómo ser escritor careciendo de tenacidad? Muy sencillo: sustituyendo la constancia por la cabezonería. En cualquier caso, no puedo dedicarme a tareas repetitivas, necesito que las cosas me ofrezcan un mínimo de novedad para interesarme. Por eso mis trabajos siempre han sido tareas cambiantes en sí mismas, periodismo, publicidad, literatura... La literatura es un chollo, lo reconozco; puedo escribir lo que me salga de las narices. Aunque, claro, lo malo es que hay que escribirlo. Nada es perfecto.
Pero sigamos con el cambio. Si miro hacia atrás (y cuando miro hacia atrás cada vez contemplo un panorama más amplio), veo que mi vida ha sufrido periódicos cambios, generalmente bruscos. Algunos de esos cambios, como la temprana muerte de mis padres, me han venido impuestos, pero otros, la mayoría, me los he buscado yo. Soy un culo inquieto, soy inconstante. Cada diez o doce años, las cosas han de cambiar de alguna manera. Y ahora, amigos míos, estoy al final de un ciclo y al comienzo de otro, sólo que esta vez, creo, los cambios van a ser más sutiles. Ya veremos.
Pero hay cosas que no cambiarán, como este blog. Hace tiempo, estuve a punto de cerrarlo; no acababa de entender para qué servía, cuál era su objetivo. El pasado febrero, cuando estaba en plena tormenta, lo comprendí, entendí por qué mantenía el blog, y lo expliqué en un post titulado “La Fraternidad de Babel”. Así que este reducto seguirá tal cual, con este color verdoso y estas entradas en las que se puede hablar de cualquier cosa, sin orden ni sentido, por puro capricho, por azar o quizá por necesidad.
Ya hace calor en Madrid; la larga primavera del fin del mundo pasó y esta tarde el sol ha derramado plomo fundido sobre la ciudad. Desde la ventana de mi despacho diviso la sucesión de árboles que se extiende hacia abajo, siguiendo las faldas de la colina sobre la que se alza Aravaca; veo también una carretera ahora desierta y, al fondo, en la lejanía, unos edificios dorados por el sol poniente. Oigo el trinar de las golondrinas (si es que son golondrinas, que yo nunca he sido muy ducho en asuntos ornitológicos) y percibo el olor del césped mojado. Es la hora de los aspersores. Miro a mi alrededor y compruebo una vez más que mi despacho está muy desordenado; pilas de libros ocupando cualquier superficie medianamente lisa, papeles por el suelo, las librerías hechas un desastre. Tengo que ordenarlo, no se puede trabajar así, sobre todo teniendo en cuenta que dispongo de año y medio para escribir dos novelas. Suficiente, pero no voy sobrado, no os creáis. De modo que voy a ordenar el despacho, sí señor, antes del fin de semana. Es necesario crear un ambiente de trabajo amable y confortable; quizá incluso ponga velas aquí y allá. Así que ya sabes, César: lo dejas todo hecho un primor y luego a currar. Sí, sí, sí: odias escribir, lo sé; pero recuerda que adoras haber escrito.
No corre ni una brizna de viento.
Tengo que ordenar el despacho.
Joder, qué calor hace...
lunes, julio 23
Leyenda
No recuerdo cuál fue mi primer contacto con la leyenda artúrica. Quizá fueran los tebeos del Príncipe Valiente, de Hal Foster, o puede que fuera la película de Richard Thorpe, o quizá fue algo distinto que he borrado por completo de mi memoria. En cualquier caso, la leyenda me fascinó. Cuando era adolescente, leí Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros, de John Steinbeck; más tarde, en mi primera juventud (voy por la tercera), me zampé los tres tomos de La muerte de Arturo, de Thomas Mallory, una obra tan tediosa en ocasiones como fascinante en otras; luego seguí con Chrétien de Troyes y, en fin, he mantenido un constante interés por lo que se ha dado en llamar la Materia de Bretaña.
¿Por qué me interesa tanto el mito artúrico? Porque, a mi modo de ver, es la gran leyenda europea, la narración simbólica que representa las aspiraciones políticas, sociales y morales de todo un continente. Pero, además, es una leyenda bellísima y terriblemente triste, pues trata de un hombre que intenta cambiar el mundo, establecer el Edén en la tierra (Camelot), y fracasa en todos los frentes. En efecto, Arturo fracasa políticamente al no conseguir mantener Britania unida, fracasa místicamente, pues no logra encontrar el Grial, fracasa sentimentalmente a causa de la infidelidad de Ginebra y, por último, fracasa militarmente al morir a manos de Mordred. Sin embargo, Camelot existió durante un breve periodo de tiempo, apenas un latido en el curso de la historia y el mito, y ese instante contiene toda la gloria de lo sueños imposibles.
Pero hay otro motivo para mi interés: tras la leyenda, como suele suceder, se oculta una realidad. Es decir, resulta muy probable, casi segura, la existencia histórica de Arturo. Ahora bien, cuando pensamos en la leyenda artúrica no podemos evitar evocar la imagen de caballeros con armadura, castillos con torres y almenas, torneos y damas galantes. Evocamos eso, porque es el retrato que nos han legado los dos principales forjadores de la leyenda: Geoffrey de Monmouth (s. XII) y Thomas Mallory (s XV). Es decir, la conformación definitiva del mito se estableció siguiendo el modelo caballeresco medieval. Pero el Arturo auténtico no fue un caballero medieval, sino un caudillo britano-romano que vivió entre los siglos V y VI.
La primera mención escrita a Arturo la encontramos en un poema épico -llamado Gododdin y redactado alrededor del 603- que describe una de las muchas batallas entre britanos y sajones. Su autor, el bardo galés Anerin, se refiere a cierto héroe britano diciendo que su coraje era notable, “a pesar de que no era Arturo”. Es decir, si aceptamos que el Arturo histórico murió en la batalla de Camlann, tan sólo sesenta años después de su muerte ya era un referente de valor y arrojo; esto sólo tiene sentido si el personaje fue real, pues las leyendas totalmente ficticias necesitan más tiempo para asentar sus raíces. Por otro lado, a finales del siglo V el nombre “Arturo” era muy poco común; sin embargo, a finales del siglo VI había en Britania tres príncipes llamados Arturo, al igual que muchos nobles y jefes militares. Esta repentina popularización del nombre sólo puede explicarse si hubo un Arturo real que convirtió en famoso (e imitable) lo que antes era un nombre extraño. Pero, volviendo a los documentos, la primera referencia a Arturo en una crónica histórica la encontramos en la Historia Brittonum (s.IX), del historiador galés Nennius. En ella se describe a Arturo como un dux bellorum (duque o señor de la guerra) que luchó contra los sajones en doce batallas y los derrotó finalmente en la última, que tuvo lugar entre el 490 y el 517 en el Mons Badonicus (Monte Badon). Es decir, Arturo nunca fue rey, y menos rey de Britania, pues la isla, tras la marcha de los romanos, se había dividido en una serie de pequeños reinos y Britania había dejado de existir. La referencia a la batalla del Monte Badon es interesante, porque se trata de un acontecimiento histórico, pues Gildas la menciona en su De excidio Britanniae (s. VI). Además, esa batalla fue importante, pues sirvió para contener las invasiones sajonas durante unos cincuenta años. Es decir, una gran victoria que condujo a un largo periodo de paz. Material más que sobrado para tejer una leyenda. Posteriormente, los Annales cambriae (s. X) añaden una decimotercera batalla, la de Camlann (537 aprox.), en la que murieron Arturo y Medrawt (Mordred). Pero esto, posiblemente, sea más materia legendaria que histórica.
Resumiendo: En el 410, las legiones romanas abandonaron las Islas Británicas, dejando a sus habitantes celtas, los britano-romanos, a merced de sus enemigos; los pictos, los irlandeses y, sobre todo, los sajones, que habían creado numerosas colonias en la isla. Britania estaba dividida en varios reinos que competían y luchaban entre sí y esta desunión no hizo más que favorecer la invasión sajona. Pero a finales del siglo V surgió un señor de la guerra, Arturo, que, tras ser nombrado Dux Bellorum (o algo similar), unificó militarmente (ojo: sólo militarmente) a los distintos reinos y derrotó a los sajones, estableciendo un largo periodo de paz. Esto es prácticamente todo lo que podemos afirmar con cierta certeza acerca del Arturo histórico. El resto no son más que especulaciones.
Y especulaciones las hay para todos los gustos. Me encantaría comentar los posibles orígenes de Excalibur, de Camelot, de la tabla redonda, de Ginebra, del Grial, de Avalon o de Merlín, pero no quiero alargarme demasiado. Tampoco mencionaré las diversas alternativas que los estudiosos (y los fantasiosos) han propuesto acerca de la identidad de Arturo, salvo una: la que afirma que la leyenda artúrica no recoge los hechos y hazañas de un solo hombre, sino de varios. Puede, incluso, que se refiera a una estirpe. Me explicaré.
Como decía antes, “Arturo” era un nombre muy poco común. De hecho, no se trata de un verdadero nombre, sino de un apodo que puede proceder de la palabra celta “arth”, que significa oso, o bien del término romano “Artorius”. En este último caso, la etimología no es latina, sino griega, pues procede de Arktos-ouros, que significa “guardián de la Osa” (por la constelación). Dado que ambas opciones se refieren a un oso, es probable que el sobrenombre hiciera referencia a la figura que aparecía en el estandarte del personaje. También es posible que “Arthwyr”, “Arthus” o “Artorius” dejara de ser un nombre, o un apodo, para convertirse en un título, igual que ocurrió con “César” (que posteriormente dio origen a los términos “kaiser” y “zar”).
Según la teoría de la múltiple identidad, el primer Arturo fue un comandante romano llamado Lucio Artorius Casto, que luchó contra los escotos, los pictos y los sajones en la Britania de finales del siglo II. Al parecer, Lucio estuvo destinado como prefecto al frente de la VI Legion Victrix en York y, posteriormente, se le otorgó el título de dux para aplastar una rebelión. El caso es que Lucio Artorius Casto vivió trescientos años antes de la época artúrica, pero es posible que dejara descendencia en la isla, una estirpe que adoptó el nombre Artorius como patronímico. O quizá Artorius se convirtió en un título militar. Fuera como fuese, éste sería el primer referente de la leyenda artúrica. Otros personajes que posiblemente sumaron sus hechos a la leyenda fueron Aurelius Ambrosius (supuesto tío de Arturo), el caudillo militar Riothamus, el rey de Dumnonia, Arthwys, rey del norte de Britania y quizá último Dux Britannorum, Anwn Dynod, que gobernó el sur de Gales bajo el nombre de Arthun, Arthwys, rey de Gwent, cuyo padre, Meurig, era conocido como Uther Pendragon, u Owain Danwyn, rey de Powys y de Gwynedd.
En fin, quizá todos ellos influyeran en la leyenda (incluso puede que alguno fuera el verdadero Arturo), pero lo incuestionable es que sólo hubo un Arturo histórico: el señor de la guerra que derrotó a los sajones en Mons Badonicus. Porque la leyenda, por muchos añadidos posteriores que haya sufrido, se centra en ese personaje, fuera quien fuese. Según el esquema clásico establecido por Geoffrey y Mallory, Arturo unificó a los reinos britanos bajo su mandato, derrotó a los invasores, forjó un reino de paz y justicia que duró doce años y, finalmente, murió en el curso de una batalla a manos de Mordred, provocando así el fin de Camelot. En cuanto al Arturo histórico: unificó militarmente a los reinos britanos, infringió a los sajones una severa derrota en el Monte Badon y estableció un duradero periodo de paz y prosperidad para su pueblo. Pero en 556, los britanos fueron derrotados en la batalla de Deorhan, reiniciándose así la invasión sajona que acabó recluyendo a los últimos celtas de Britania en apartados rincones de Gales. Si os fijáis, ambas historias narran lo mismo; es decir, el último esplendor y la posterior decadencia y caída del pueblo britano-romano. Ésa es la realidad que late en el corazón del mito, el final de una era, una historia triste y melancólica que nos hace añorar un tiempo que quizá nunca existió. Si aceptáis un consejo, seguid las pistas que se ocultan tras la leyenda artúrica, porque es una labor fascinante. Ahora bien, tened cuidado con las fuentes, porque se han escrito muchas tontería sobre el tema. Internet, sin ir más lejos, está lleno de artículos plagados de falsedades, errores y fantasías (como, por ejemplo, el que Wikipedia dedica al tema).
Todo esto viene a cuento porque hace unas semanas leí El señor de la guerra, de Henry Treece, una novela centrada en el supuesto Arturo histórico. Que yo sepa, en la última década se han publicado en España cuatro obras de ficción sobre el mito artúrico ambientado en su tiempo real: la trilogía Crónicas de Camelot, de Jack Whyte, La última legión, de Valerio Manfredi, la trilogía Crónicas del señor de la guerra, de Bernard Cornwell y la ya citada El señor de la guerra, de Treece.
Los dos primeros títulos proponen un Arturo de origen directamente romano. No puedo hablar mucho de estas novelas porque o no las he leído del todo o no las he leído en absoluto. De la trilogía de Whyte, emecé publicó sólo las dos primeras entregas (La piedra y la espada y El fragor del acero), así que me he quedado sin saber cómo termina. En cuanto a Manfredi… bueno, la verdad es que me parece un escritor sumamente mediocre, de modo que no he leído La última legión. Por cierto, en una nota final, Manfredi da por cierto que el vencedor de la batalla de Monte Badon fue Aurelius Ambrosius, cuando eso no está ni mucho menos demostrado. Ni siquiera es seguro que Ambrosius participara en esa batalla, porque era un hombre demasiado anciano para guerrear e incluso es posible que ya hubiera muerto por esas fechas. Lo cierto es que la mayor parte de las fuentes atribuyen la victoria de Monte Badon a Arthur Pendragon, hijo de Uther y sobrino de Ambrosius. En cualquier caso, Aurelius Ambrosius fue conocido como solus romanae gentis (“el último de los romanos”), así que Manfredi, arqueólogo italiano, no hace más que arrimar el ascua a su sardina al abogar por un Arturo romano.
Las otras dos obras proponen un Arturo britano-romano, es decir: celta. Treece expone un retrato de Arturo tan curioso como, en el fondo, realista. Al principio de la novela lo presenta como… un macarra, un matón petulante que lidera en su propia tribu una banda de facinerosos. Más tarde, el personaje evoluciona hasta convertirse en un hombre tosco, inteligente, ambicioso y terriblemente cruel. Más allá de la (brillante, es cierto) descripción del personaje, El señor de la guerra intenta adaptar la leyenda artúrica (siete siglos posterior) a la realidad histórica de la Britania del siglo sexto, y ahí es donde más endeble se presenta la novela. Por ejemplo, resulta muy tonta su explicación sobre el origen de la Tabla Redonda, y muy cuestionable su propuesta de un Arturo cristiano. De hecho, las primeras referencias cristianas a Arturo, aparecidas en biografías de santos celtas, lo tachan de “rey tirano”, “enemigo de Dios” o “rex rebellus” que permanece fiel al paganismo (antes de convertirse a causa de algún milagro del santo en cuestión). Así pues, parece que el Arturo histórico no mantuvo muy buenas relaciones con la iglesia. Por último, Treece elude, curiosamente, la figura de Merlín, haciéndolo aparecer una sola vez y, además, en forma de alucinación. En conjunto, la novela se lee con facilidad y cierto agrado, pero al acabarla le queda a uno cierto regusto a insatisfacción, como si el texto se quedara sólo en la superficie de un material mucho más profundo.
Y llegamos por fin a las Crónicas del señor de la guerra. En esta trilogía, Cornwell se propone, al igual que Treece, adaptar la leyenda artúrica medieval a su contexto histórico real. La diferencia es que, donde Treece fracasa, Cornwell sale plenamente triunfante. Porque las Crónicas del señor de la guerra, amigos míos, es uno de los mejores relatos de aventuras que he leído. Podría hablaros de las brillantes descripciones de las batallas, de la irónica voz del narrador, del magistral dibujo del personaje de Merlín o de las brillantes filigranas que emplea el autor para adaptar la leyenda (por ejemplo, Lanzarote es un villano cobarde y Ginebra una devota de Isis), pero me llevaría demasiado tiempo y espacio. Sólo quiero señalar que el tema central de la trilogía, aparte del mito artúrico, es el enfrentamiento entre el paganismo y el cristianismo, y que las simpatías del autor están claramente del lado pagano. Así pues, si me permitís un consejo, corred a la librería más cercana y comprad los tres títulos que componen las Crónicas del señor de la guerra: El rey del invierno, El enemigo de Dios y Excalibur. Da igual si os interesa o no la leyenda artúrica: os encantarán. (NOTA: La trilogía está editada en bolsillo por Editorial Quinteto y por Muchnik-El Aleph).
Para ir terminando, y como estoy seguro de que alguien sacará el tema, comentemos brevemente el asunto de los caballeros sármatas que propone la película El Rey Arturo de Antoine Fuqua. En primer lugar, no hay noticias de presencia sármata en Britania a partir del siglo II; es decir, la época de Lucio Artorius Casto, tres siglos anterior a Arturo. Pero, aunque un pequeño grupo de sármatas hubiera permanecido en la isla, lo lógico es que la abandonaran cuando, en el 410, las últimas legiones partieron hacia Roma. Pero supongamos que se quedaran y, como se muestra en la película, plantaran cara a los sajones en el muro de Adriano; de ser así, ese supuesto hecho habría sucedido unos setenta u ochenta años antes de la época artúrica, de modo que no, Arturo nunca comandó a los feroces caballeros sármatas.
Por último, alguien se preguntará por qué no he citado dos obras que también se centran en el Arturo histórico o pseudo-histórico: La Trilogía de Merlín, de Mary Stewart, y Las nieblas de Avalón, de Marion Zimmer Bradley. Con respecto a las novelas de Stewart, la respuesta es sencilla: no las he leído. En cuanto a la obra de la Bradley… Bueno, un día, al saber que no me gustaba ni pijo Las nieblas de Avalón, Elia Barceló me espetó con feminista socarronería: “Así que no te interesa una visión femenina del mito artúrico, ¿eh?”. A lo cual yo contesté: “No, querida; lo que no me interesa es una visión New Age del mito artúrico”. Y todo en Las nieblas de Avalón apesta a New Age, esa corriente tan bienintencionada como cargante que ha hecho más daño a la cultura celta que los sajones, los anglos y los jutos juntos.
Y aquí acabo, amigos míos; no por haber agotado el tema, sino por temor a agotar vuestra paciencia. Sólo me queda aconsejaros una vez más que deis un paseo por la leyenda de Arturo, no sólo porque es muy hermosa, sino también porque oculta fascinantes secretos e insólitas sorpresas.
¿Por qué me interesa tanto el mito artúrico? Porque, a mi modo de ver, es la gran leyenda europea, la narración simbólica que representa las aspiraciones políticas, sociales y morales de todo un continente. Pero, además, es una leyenda bellísima y terriblemente triste, pues trata de un hombre que intenta cambiar el mundo, establecer el Edén en la tierra (Camelot), y fracasa en todos los frentes. En efecto, Arturo fracasa políticamente al no conseguir mantener Britania unida, fracasa místicamente, pues no logra encontrar el Grial, fracasa sentimentalmente a causa de la infidelidad de Ginebra y, por último, fracasa militarmente al morir a manos de Mordred. Sin embargo, Camelot existió durante un breve periodo de tiempo, apenas un latido en el curso de la historia y el mito, y ese instante contiene toda la gloria de lo sueños imposibles.
Pero hay otro motivo para mi interés: tras la leyenda, como suele suceder, se oculta una realidad. Es decir, resulta muy probable, casi segura, la existencia histórica de Arturo. Ahora bien, cuando pensamos en la leyenda artúrica no podemos evitar evocar la imagen de caballeros con armadura, castillos con torres y almenas, torneos y damas galantes. Evocamos eso, porque es el retrato que nos han legado los dos principales forjadores de la leyenda: Geoffrey de Monmouth (s. XII) y Thomas Mallory (s XV). Es decir, la conformación definitiva del mito se estableció siguiendo el modelo caballeresco medieval. Pero el Arturo auténtico no fue un caballero medieval, sino un caudillo britano-romano que vivió entre los siglos V y VI.
La primera mención escrita a Arturo la encontramos en un poema épico -llamado Gododdin y redactado alrededor del 603- que describe una de las muchas batallas entre britanos y sajones. Su autor, el bardo galés Anerin, se refiere a cierto héroe britano diciendo que su coraje era notable, “a pesar de que no era Arturo”. Es decir, si aceptamos que el Arturo histórico murió en la batalla de Camlann, tan sólo sesenta años después de su muerte ya era un referente de valor y arrojo; esto sólo tiene sentido si el personaje fue real, pues las leyendas totalmente ficticias necesitan más tiempo para asentar sus raíces. Por otro lado, a finales del siglo V el nombre “Arturo” era muy poco común; sin embargo, a finales del siglo VI había en Britania tres príncipes llamados Arturo, al igual que muchos nobles y jefes militares. Esta repentina popularización del nombre sólo puede explicarse si hubo un Arturo real que convirtió en famoso (e imitable) lo que antes era un nombre extraño. Pero, volviendo a los documentos, la primera referencia a Arturo en una crónica histórica la encontramos en la Historia Brittonum (s.IX), del historiador galés Nennius. En ella se describe a Arturo como un dux bellorum (duque o señor de la guerra) que luchó contra los sajones en doce batallas y los derrotó finalmente en la última, que tuvo lugar entre el 490 y el 517 en el Mons Badonicus (Monte Badon). Es decir, Arturo nunca fue rey, y menos rey de Britania, pues la isla, tras la marcha de los romanos, se había dividido en una serie de pequeños reinos y Britania había dejado de existir. La referencia a la batalla del Monte Badon es interesante, porque se trata de un acontecimiento histórico, pues Gildas la menciona en su De excidio Britanniae (s. VI). Además, esa batalla fue importante, pues sirvió para contener las invasiones sajonas durante unos cincuenta años. Es decir, una gran victoria que condujo a un largo periodo de paz. Material más que sobrado para tejer una leyenda. Posteriormente, los Annales cambriae (s. X) añaden una decimotercera batalla, la de Camlann (537 aprox.), en la que murieron Arturo y Medrawt (Mordred). Pero esto, posiblemente, sea más materia legendaria que histórica.
Resumiendo: En el 410, las legiones romanas abandonaron las Islas Británicas, dejando a sus habitantes celtas, los britano-romanos, a merced de sus enemigos; los pictos, los irlandeses y, sobre todo, los sajones, que habían creado numerosas colonias en la isla. Britania estaba dividida en varios reinos que competían y luchaban entre sí y esta desunión no hizo más que favorecer la invasión sajona. Pero a finales del siglo V surgió un señor de la guerra, Arturo, que, tras ser nombrado Dux Bellorum (o algo similar), unificó militarmente (ojo: sólo militarmente) a los distintos reinos y derrotó a los sajones, estableciendo un largo periodo de paz. Esto es prácticamente todo lo que podemos afirmar con cierta certeza acerca del Arturo histórico. El resto no son más que especulaciones.
Y especulaciones las hay para todos los gustos. Me encantaría comentar los posibles orígenes de Excalibur, de Camelot, de la tabla redonda, de Ginebra, del Grial, de Avalon o de Merlín, pero no quiero alargarme demasiado. Tampoco mencionaré las diversas alternativas que los estudiosos (y los fantasiosos) han propuesto acerca de la identidad de Arturo, salvo una: la que afirma que la leyenda artúrica no recoge los hechos y hazañas de un solo hombre, sino de varios. Puede, incluso, que se refiera a una estirpe. Me explicaré.
Como decía antes, “Arturo” era un nombre muy poco común. De hecho, no se trata de un verdadero nombre, sino de un apodo que puede proceder de la palabra celta “arth”, que significa oso, o bien del término romano “Artorius”. En este último caso, la etimología no es latina, sino griega, pues procede de Arktos-ouros, que significa “guardián de la Osa” (por la constelación). Dado que ambas opciones se refieren a un oso, es probable que el sobrenombre hiciera referencia a la figura que aparecía en el estandarte del personaje. También es posible que “Arthwyr”, “Arthus” o “Artorius” dejara de ser un nombre, o un apodo, para convertirse en un título, igual que ocurrió con “César” (que posteriormente dio origen a los términos “kaiser” y “zar”).
Según la teoría de la múltiple identidad, el primer Arturo fue un comandante romano llamado Lucio Artorius Casto, que luchó contra los escotos, los pictos y los sajones en la Britania de finales del siglo II. Al parecer, Lucio estuvo destinado como prefecto al frente de la VI Legion Victrix en York y, posteriormente, se le otorgó el título de dux para aplastar una rebelión. El caso es que Lucio Artorius Casto vivió trescientos años antes de la época artúrica, pero es posible que dejara descendencia en la isla, una estirpe que adoptó el nombre Artorius como patronímico. O quizá Artorius se convirtió en un título militar. Fuera como fuese, éste sería el primer referente de la leyenda artúrica. Otros personajes que posiblemente sumaron sus hechos a la leyenda fueron Aurelius Ambrosius (supuesto tío de Arturo), el caudillo militar Riothamus, el rey de Dumnonia, Arthwys, rey del norte de Britania y quizá último Dux Britannorum, Anwn Dynod, que gobernó el sur de Gales bajo el nombre de Arthun, Arthwys, rey de Gwent, cuyo padre, Meurig, era conocido como Uther Pendragon, u Owain Danwyn, rey de Powys y de Gwynedd.
En fin, quizá todos ellos influyeran en la leyenda (incluso puede que alguno fuera el verdadero Arturo), pero lo incuestionable es que sólo hubo un Arturo histórico: el señor de la guerra que derrotó a los sajones en Mons Badonicus. Porque la leyenda, por muchos añadidos posteriores que haya sufrido, se centra en ese personaje, fuera quien fuese. Según el esquema clásico establecido por Geoffrey y Mallory, Arturo unificó a los reinos britanos bajo su mandato, derrotó a los invasores, forjó un reino de paz y justicia que duró doce años y, finalmente, murió en el curso de una batalla a manos de Mordred, provocando así el fin de Camelot. En cuanto al Arturo histórico: unificó militarmente a los reinos britanos, infringió a los sajones una severa derrota en el Monte Badon y estableció un duradero periodo de paz y prosperidad para su pueblo. Pero en 556, los britanos fueron derrotados en la batalla de Deorhan, reiniciándose así la invasión sajona que acabó recluyendo a los últimos celtas de Britania en apartados rincones de Gales. Si os fijáis, ambas historias narran lo mismo; es decir, el último esplendor y la posterior decadencia y caída del pueblo britano-romano. Ésa es la realidad que late en el corazón del mito, el final de una era, una historia triste y melancólica que nos hace añorar un tiempo que quizá nunca existió. Si aceptáis un consejo, seguid las pistas que se ocultan tras la leyenda artúrica, porque es una labor fascinante. Ahora bien, tened cuidado con las fuentes, porque se han escrito muchas tontería sobre el tema. Internet, sin ir más lejos, está lleno de artículos plagados de falsedades, errores y fantasías (como, por ejemplo, el que Wikipedia dedica al tema).
Todo esto viene a cuento porque hace unas semanas leí El señor de la guerra, de Henry Treece, una novela centrada en el supuesto Arturo histórico. Que yo sepa, en la última década se han publicado en España cuatro obras de ficción sobre el mito artúrico ambientado en su tiempo real: la trilogía Crónicas de Camelot, de Jack Whyte, La última legión, de Valerio Manfredi, la trilogía Crónicas del señor de la guerra, de Bernard Cornwell y la ya citada El señor de la guerra, de Treece.
Los dos primeros títulos proponen un Arturo de origen directamente romano. No puedo hablar mucho de estas novelas porque o no las he leído del todo o no las he leído en absoluto. De la trilogía de Whyte, emecé publicó sólo las dos primeras entregas (La piedra y la espada y El fragor del acero), así que me he quedado sin saber cómo termina. En cuanto a Manfredi… bueno, la verdad es que me parece un escritor sumamente mediocre, de modo que no he leído La última legión. Por cierto, en una nota final, Manfredi da por cierto que el vencedor de la batalla de Monte Badon fue Aurelius Ambrosius, cuando eso no está ni mucho menos demostrado. Ni siquiera es seguro que Ambrosius participara en esa batalla, porque era un hombre demasiado anciano para guerrear e incluso es posible que ya hubiera muerto por esas fechas. Lo cierto es que la mayor parte de las fuentes atribuyen la victoria de Monte Badon a Arthur Pendragon, hijo de Uther y sobrino de Ambrosius. En cualquier caso, Aurelius Ambrosius fue conocido como solus romanae gentis (“el último de los romanos”), así que Manfredi, arqueólogo italiano, no hace más que arrimar el ascua a su sardina al abogar por un Arturo romano.
Las otras dos obras proponen un Arturo britano-romano, es decir: celta. Treece expone un retrato de Arturo tan curioso como, en el fondo, realista. Al principio de la novela lo presenta como… un macarra, un matón petulante que lidera en su propia tribu una banda de facinerosos. Más tarde, el personaje evoluciona hasta convertirse en un hombre tosco, inteligente, ambicioso y terriblemente cruel. Más allá de la (brillante, es cierto) descripción del personaje, El señor de la guerra intenta adaptar la leyenda artúrica (siete siglos posterior) a la realidad histórica de la Britania del siglo sexto, y ahí es donde más endeble se presenta la novela. Por ejemplo, resulta muy tonta su explicación sobre el origen de la Tabla Redonda, y muy cuestionable su propuesta de un Arturo cristiano. De hecho, las primeras referencias cristianas a Arturo, aparecidas en biografías de santos celtas, lo tachan de “rey tirano”, “enemigo de Dios” o “rex rebellus” que permanece fiel al paganismo (antes de convertirse a causa de algún milagro del santo en cuestión). Así pues, parece que el Arturo histórico no mantuvo muy buenas relaciones con la iglesia. Por último, Treece elude, curiosamente, la figura de Merlín, haciéndolo aparecer una sola vez y, además, en forma de alucinación. En conjunto, la novela se lee con facilidad y cierto agrado, pero al acabarla le queda a uno cierto regusto a insatisfacción, como si el texto se quedara sólo en la superficie de un material mucho más profundo.
Y llegamos por fin a las Crónicas del señor de la guerra. En esta trilogía, Cornwell se propone, al igual que Treece, adaptar la leyenda artúrica medieval a su contexto histórico real. La diferencia es que, donde Treece fracasa, Cornwell sale plenamente triunfante. Porque las Crónicas del señor de la guerra, amigos míos, es uno de los mejores relatos de aventuras que he leído. Podría hablaros de las brillantes descripciones de las batallas, de la irónica voz del narrador, del magistral dibujo del personaje de Merlín o de las brillantes filigranas que emplea el autor para adaptar la leyenda (por ejemplo, Lanzarote es un villano cobarde y Ginebra una devota de Isis), pero me llevaría demasiado tiempo y espacio. Sólo quiero señalar que el tema central de la trilogía, aparte del mito artúrico, es el enfrentamiento entre el paganismo y el cristianismo, y que las simpatías del autor están claramente del lado pagano. Así pues, si me permitís un consejo, corred a la librería más cercana y comprad los tres títulos que componen las Crónicas del señor de la guerra: El rey del invierno, El enemigo de Dios y Excalibur. Da igual si os interesa o no la leyenda artúrica: os encantarán. (NOTA: La trilogía está editada en bolsillo por Editorial Quinteto y por Muchnik-El Aleph).
Para ir terminando, y como estoy seguro de que alguien sacará el tema, comentemos brevemente el asunto de los caballeros sármatas que propone la película El Rey Arturo de Antoine Fuqua. En primer lugar, no hay noticias de presencia sármata en Britania a partir del siglo II; es decir, la época de Lucio Artorius Casto, tres siglos anterior a Arturo. Pero, aunque un pequeño grupo de sármatas hubiera permanecido en la isla, lo lógico es que la abandonaran cuando, en el 410, las últimas legiones partieron hacia Roma. Pero supongamos que se quedaran y, como se muestra en la película, plantaran cara a los sajones en el muro de Adriano; de ser así, ese supuesto hecho habría sucedido unos setenta u ochenta años antes de la época artúrica, de modo que no, Arturo nunca comandó a los feroces caballeros sármatas.
Por último, alguien se preguntará por qué no he citado dos obras que también se centran en el Arturo histórico o pseudo-histórico: La Trilogía de Merlín, de Mary Stewart, y Las nieblas de Avalón, de Marion Zimmer Bradley. Con respecto a las novelas de Stewart, la respuesta es sencilla: no las he leído. En cuanto a la obra de la Bradley… Bueno, un día, al saber que no me gustaba ni pijo Las nieblas de Avalón, Elia Barceló me espetó con feminista socarronería: “Así que no te interesa una visión femenina del mito artúrico, ¿eh?”. A lo cual yo contesté: “No, querida; lo que no me interesa es una visión New Age del mito artúrico”. Y todo en Las nieblas de Avalón apesta a New Age, esa corriente tan bienintencionada como cargante que ha hecho más daño a la cultura celta que los sajones, los anglos y los jutos juntos.
Y aquí acabo, amigos míos; no por haber agotado el tema, sino por temor a agotar vuestra paciencia. Sólo me queda aconsejaros una vez más que deis un paseo por la leyenda de Arturo, no sólo porque es muy hermosa, sino también porque oculta fascinantes secretos e insólitas sorpresas.
sábado, julio 21
Libertad de expresión
En 1970 entré en el plantel de colaboradores del semanario de humor La Codorniz. Corrían los últimos años del franquismo, de modo que no es de extrañar que la publicación fuera secuestrada judicialmente varias veces (una de ellas a causa, en parte, de uno de mis artículos, lo cual me enorgullece, qué queréis que os diga). El caso es que luego llegó la transición, y después la democracia, y esas prácticas inquisitoriales parecieron pasar al olvido, ¿verdad? Pues no. Ayer, el juez de la Audiencia Nacional Juan del Olmo decretó el secuestro de la revista El Jueves a causa de unas viñetas satíricas sobre la familia real. Ah, me siento rejuvenecer...
¿Recordáis el follón que se montó con las caricaturas de Mahoma? Entonces el asunto se despachó considerándolo una muestra más de la barbarie integrista islámica. En tal caso, ¿a qué clase de integrismo podemos atribuir el secuestro de El Jueves?... En aquel momento, cuando lo de Mahoma, me pareció oportuno publicar en el blog algunas de las caricaturas cuestionadas, así que hoy, por un mínimo de coherencia, voy a hacer lo mismo publicando la portada del número de El Jueves que ha sido secuestrado. No se trata de ninguna primicia; esa portada la podéis encontrar en muchos sitios de Internet. De hecho, os animo a copiarla y a ponerla en vuestros blogs, en vuestras páginas web, en vuestros e-mails, donde sea, pero que circule. Porque Mahoma y la familia real española son exactamente igual de sagrados; es decir: cero. En este caso, lo único sagrado es la libertad de expresión.
jueves, julio 19
"Accidentes"
Ayer, en Aranjuez, el nuncio del Vaticano en España, Manuel Monteiro de Castro (el tipo de la foto), realizó la siguiente declaración sobre los casos de sacerdotes pederastas en Estados Unidos:
"En otras entidades, una persona que ha tenido un accidente, que ha tenido ese defecto, se procura corregir. El obispo lo lleva, por otra parte, procurando ayudarle sin echarlo, y en cambio se hace una página entera, eso se llama discriminación"
Accidentes… “Oh, disculpa chiquitín; he tropezado y accidentalmente se me ha metido la polla en tu boca. Pero, ya que estamos, chupa”.
Accidentes… ¿Es un accidente aterrorizar a niños y niñas muy pequeños con el único objeto de obligarles a realizar prácticas sexuales? ¿Es un accidente que un sacerdote abuse de un niño amparándose en su edad y en su condición de preceptor moral? ¿Es un simple defecto la pederastia?
Podría hacer muchos comentarios al respecto, pero me limitaré a citar unas palabras del jefe del nuncio. No, no me refiero al Papa, sino al viejo Jesús de Nazaret.
“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”.
"En otras entidades, una persona que ha tenido un accidente, que ha tenido ese defecto, se procura corregir. El obispo lo lleva, por otra parte, procurando ayudarle sin echarlo, y en cambio se hace una página entera, eso se llama discriminación"
Accidentes… “Oh, disculpa chiquitín; he tropezado y accidentalmente se me ha metido la polla en tu boca. Pero, ya que estamos, chupa”.
Accidentes… ¿Es un accidente aterrorizar a niños y niñas muy pequeños con el único objeto de obligarles a realizar prácticas sexuales? ¿Es un accidente que un sacerdote abuse de un niño amparándose en su edad y en su condición de preceptor moral? ¿Es un simple defecto la pederastia?
Podría hacer muchos comentarios al respecto, pero me limitaré a citar unas palabras del jefe del nuncio. No, no me refiero al Papa, sino al viejo Jesús de Nazaret.
“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”.
Mateo 18,6
martes, julio 17
Lecturas de verano
¿Son diferentes las lecturas de verano a las de cualquier otra estación del año? No tiene por qué ser así; sin embargo, es habitual considerar que en vacaciones las lecturas son más ligeras. O bien todo lo contrario; hay quien opina que el verano es el momento adecuado para leer esos libros que siempre posponemos, sea por su complejidad o por su tamaño. Por otro lado, cuando se les pregunta qué van a leer en vacaciones, los escritores, intelectuales y especimenes de similar plumaje suelen responder con una primorosa lista de títulos tan selectos como exquisitos. Sólo en una ocasión leí a uno reconocer que se iba a poner ciego de novelas policíacas; el resto, de Joyce para arriba, que para eso tiene uno una reputación que mantener. Ay, qué mentirosos somos los escritores…
En lo que a mí respecta, no suelo hacer distinciones estacionales en lo que a lectura se refiere (salvo en un aspecto que luego comentaré). Normalmente escojo mis lecturas por impulsos, sin ninguna planificación; cuando acabo el libro que estoy leyendo, me dirijo a la sección de libros “en espera” de mi biblioteca y elijo uno por razones que, muchas veces, ni yo mismo acabo de comprender. Por lo demás, desde hace tiempo sé que mis libros postergados están postergados para siempre. Jamás leeré completo En busca del tiempo perdido, porque un poquito de Proust me tonifica, pero demasiado me aturde, y jamás leeré Guerra y paz, por la sencilla razón de que es una novela demasiado gorda. Respecto a mi reputación intelectual, está ya tan arrastrada por el fango que no vale la pena preocuparse por ella. Por ejemplo, reconozco que de cuando en cuando necesito leer alguna novela absolutamente intranscendente, pura diversión para relajar el coco. El problema es encontrar novelas así, porque, por lo general, lo que la gente considera literatura de evasión, a mí me aburre. Los best sellers (sea esto lo que sea) que abarrotan las librerías parecen escritos con fotocopiadora y bajo el influjo de esos nefastos talleres de escritura que amenazan con adocenar la prosa de medio mundo. Me mantengo alejado de Dan Brown, Tom Clancy o John Grisham no porque sean indigna literatura popular, sino porque me aburren soberanamente. De modo que no es fácil (al menos para mí) encontrar novelas que sean simplemente divertidas. Hace poco di con una, Allanadores, de David Morrell, que cumplía los requisitos mínimos. Se trata de un thriller de terror (premio Stoker 2006) con un argumento más o menos original (una curiosa variante realista del modelo “casa encantada”) lleno de giros inesperados y vueltas de tuerca, una eficiente narrativa, cero en lo que a psicología de los personajes se refiere y una absoluta falta de pretensiones. Justo lo que a veces busco para relajarme.
Pero bueno, vamos al grano. Antes decía que mis lecturas no son estacionales, salvo en un aspecto. Cuando me voy de vacaciones, suelo llevarme un buen montón de libros; aproximadamente el doble de los que puedo llegar a leer. Por tanto, debo hacer una selección previa, algo que habitualmente no hago. Este año (ay) no me voy de vacaciones, pero la costumbre es la costumbre y, aunque no lo necesite, he seleccionado una serie de títulos para leer en agosto. Permitidme compartir con vosotros mi inminente futuro literario como lector.
En primer lugar, dos novelas de dos buenas amigas mías: Corazón de tango, de Elia Barceló, y La muerte de Venus, de Care Santos. Todo un lujo. Después me daré un buen chapuzón policíaco con dos novelas de John Connolly, El camino blanco y El ángel negro, protagonizadas ambas por el detective Charlie Parker (excelente personaje y excelente serie, por cierto). Continuando con el género negro, tenemos El enigma de París (Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007), de Pablo De Santis, un excelente narrador argentino del que volveremos a hablar en este blog. Luego daré un salto a la novela histórica con Svein, el del Caballo Blanco, segunda parte de la Trilogía de Northumbría, de Bernard Cornwell, un escritor que pronto regresará a Babel. Por último, Historia secreta de Costaguana, del colombiano Juan Gabriel Vásquez, una novela que me han recomendado encarecidamente. Y, entremezclado con todo esto, El plan maestro, de Heather Pringue, un ensayo histórico sobre la Ahnenerbe, la Sociedad de Estudios para la Historia Antigua del Espíritu, un instituto de las SS creado directamente por Himmler que se ocupaba de realizar una especie de antropología y arqueología fantásticas en apoyo de las teorías raciales nazis. La Ahnenerbe está en el centro de una corriente de la narrativa fantástica que se ha dado en llamar “esoterismo nazi”; corriente, por cierto, que hoy, a tenor de los muchos títulos publicados recientemente sobre el tema, parece estar en pleno apogeo (vale, lo reconozco, yo también he escrito una novela sobre esoterismo nazi: La puerta de Agartha).
En fin, amigos, esto es todo en lo que se refiere a mí. ¿Y vosotros? ¿Habéis hecho ya vuestra selección literaria para las vacaciones? Contad, contad…
En lo que a mí respecta, no suelo hacer distinciones estacionales en lo que a lectura se refiere (salvo en un aspecto que luego comentaré). Normalmente escojo mis lecturas por impulsos, sin ninguna planificación; cuando acabo el libro que estoy leyendo, me dirijo a la sección de libros “en espera” de mi biblioteca y elijo uno por razones que, muchas veces, ni yo mismo acabo de comprender. Por lo demás, desde hace tiempo sé que mis libros postergados están postergados para siempre. Jamás leeré completo En busca del tiempo perdido, porque un poquito de Proust me tonifica, pero demasiado me aturde, y jamás leeré Guerra y paz, por la sencilla razón de que es una novela demasiado gorda. Respecto a mi reputación intelectual, está ya tan arrastrada por el fango que no vale la pena preocuparse por ella. Por ejemplo, reconozco que de cuando en cuando necesito leer alguna novela absolutamente intranscendente, pura diversión para relajar el coco. El problema es encontrar novelas así, porque, por lo general, lo que la gente considera literatura de evasión, a mí me aburre. Los best sellers (sea esto lo que sea) que abarrotan las librerías parecen escritos con fotocopiadora y bajo el influjo de esos nefastos talleres de escritura que amenazan con adocenar la prosa de medio mundo. Me mantengo alejado de Dan Brown, Tom Clancy o John Grisham no porque sean indigna literatura popular, sino porque me aburren soberanamente. De modo que no es fácil (al menos para mí) encontrar novelas que sean simplemente divertidas. Hace poco di con una, Allanadores, de David Morrell, que cumplía los requisitos mínimos. Se trata de un thriller de terror (premio Stoker 2006) con un argumento más o menos original (una curiosa variante realista del modelo “casa encantada”) lleno de giros inesperados y vueltas de tuerca, una eficiente narrativa, cero en lo que a psicología de los personajes se refiere y una absoluta falta de pretensiones. Justo lo que a veces busco para relajarme.
Pero bueno, vamos al grano. Antes decía que mis lecturas no son estacionales, salvo en un aspecto. Cuando me voy de vacaciones, suelo llevarme un buen montón de libros; aproximadamente el doble de los que puedo llegar a leer. Por tanto, debo hacer una selección previa, algo que habitualmente no hago. Este año (ay) no me voy de vacaciones, pero la costumbre es la costumbre y, aunque no lo necesite, he seleccionado una serie de títulos para leer en agosto. Permitidme compartir con vosotros mi inminente futuro literario como lector.
En primer lugar, dos novelas de dos buenas amigas mías: Corazón de tango, de Elia Barceló, y La muerte de Venus, de Care Santos. Todo un lujo. Después me daré un buen chapuzón policíaco con dos novelas de John Connolly, El camino blanco y El ángel negro, protagonizadas ambas por el detective Charlie Parker (excelente personaje y excelente serie, por cierto). Continuando con el género negro, tenemos El enigma de París (Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007), de Pablo De Santis, un excelente narrador argentino del que volveremos a hablar en este blog. Luego daré un salto a la novela histórica con Svein, el del Caballo Blanco, segunda parte de la Trilogía de Northumbría, de Bernard Cornwell, un escritor que pronto regresará a Babel. Por último, Historia secreta de Costaguana, del colombiano Juan Gabriel Vásquez, una novela que me han recomendado encarecidamente. Y, entremezclado con todo esto, El plan maestro, de Heather Pringue, un ensayo histórico sobre la Ahnenerbe, la Sociedad de Estudios para la Historia Antigua del Espíritu, un instituto de las SS creado directamente por Himmler que se ocupaba de realizar una especie de antropología y arqueología fantásticas en apoyo de las teorías raciales nazis. La Ahnenerbe está en el centro de una corriente de la narrativa fantástica que se ha dado en llamar “esoterismo nazi”; corriente, por cierto, que hoy, a tenor de los muchos títulos publicados recientemente sobre el tema, parece estar en pleno apogeo (vale, lo reconozco, yo también he escrito una novela sobre esoterismo nazi: La puerta de Agartha).
En fin, amigos, esto es todo en lo que se refiere a mí. ¿Y vosotros? ¿Habéis hecho ya vuestra selección literaria para las vacaciones? Contad, contad…
jueves, julio 12
Larga primavera del fin del mundo
Cualquiera que haya vivido un tiempo en Madrid sabe que en esta ciudad apenas hay primavera. Lo normal es pasar del frío al calor casi sin transición. Ya lo dice el refrán: “Madrid, nueve meses de invierno y tres de infierno”. Infierno, sí, porque en Madrid, en verano, hace un calor de tres pares de *¡&@+>!s. Lo normal es que la primavera sea inclemente, con lluvias y rachas de frío; luego, a primeros de junio, comienza el calor, provocando tormentas eléctricas por las tardes. Al poco, llega el calor duro, calor de verdad, un calor seco y agobiante que agosta los campos y convierte la ciudad en un horno. Durante el día, resulta casi imposible caminar al aire libre en las horas de máxima insolación, y durante la noche, bien entrada la madrugada, es frecuente comprobar que el termómetro no baja de 30 grados. Un infierno, vamos.
Pero este año no ha sido así. Son las diez y veinte de la mañana del 12 de julio; mientras escribo, tengo abierta la ventana del despacho y una fresca brisa me envuelve. ¿Fresca brisa a mediados de julio? Eso parece un oxímoron. En el dormitorio tengo aire acondicionado, pero todavía no lo he conectado ni una vez; dormimos con la ventana abierta. Bueno, pues esta noche pasada me he despertado con sensación de frío. ¿Frío a mediados de julio? ¡Increíble! Los campos que rodean Madrid están inusitadamente verdes (al menos hacia el oeste), cuando por estas fechas deberían haber adquirido ya el típico color amarillo terroso. En fin, no es que haga mal tiempo, ni mucho menos; no llueve, no ventea, no hay cambios bruscos… sencillamente, los madrileños estamos disfrutando de un larguísimo clima primaveral. Y yo, que llevo toda la vida viviendo en esta ciudad, nunca he visto algo semejante.
Supongo que esto se debe al famoso cambio climático (la catástrofe de moda); de ser así, se demostraría una vez más la certeza del refrán “no hay mal que por bien no venga”, pues los prolegómenos del fin del mundo nos han regalado a los madrileños una larga primavera que nunca antes habíamos podido disfrutar.
Bueno, amigos míos, soy plenamente consciente de dos cosas: 1ª Nada más publicar esta entrada, se pondrá a hacer un calor brutal. Pura ley de Murphy. 2ª Este post es una bobada sin interés. Pero, qué queréis que os diga, me tiene mosca (aunque agradecido) esta asombrosa y desmedida primavera.
En fin, para darle algo más de contenido a esto (del tiempo se habla en los ascensores, no en los blogs), y para conocer las opiniones de mis queridos merodeadores, vamos a cambiar brevemente de tema. Hay muchas series de ciencia ficción en la TV, pero, salvando Perdidos y Héroes, reconozco que el resto no me interesa lo más mínimo. Por ejemplo, vi los cinco primeros capítulos de Invasión (en Telefachamadrid), y no pude evitar preguntarme cómo es posible convertir una invasión extraterrestre en un soberano coñazo. ¿Acaso los ET’s pretenden matarnos de aburrimiento?
Sin embargo, el pasado martes presencié en T5 los dos primeros capítulos de Jericho, una serie basada en la destrucción del mundo (o al menos de Norteamérica) por un ataque nuclear, aunque la acción se centra en un pequeño pueblo del mismo nombre que el título. El caso es que lo que vi me pareció razonablemente interesante; está bien rodada, los actores son solventes (aunque por ahora no demasiado carismáticos), la narración es dinámica y va derecha al grano… pero temo que el asunto pueda acabar derivando hacia el proverbial “qué guays e ingeniosos somos los yanquis”. ¿Alguien sabe algo de esta serie?
Pero este año no ha sido así. Son las diez y veinte de la mañana del 12 de julio; mientras escribo, tengo abierta la ventana del despacho y una fresca brisa me envuelve. ¿Fresca brisa a mediados de julio? Eso parece un oxímoron. En el dormitorio tengo aire acondicionado, pero todavía no lo he conectado ni una vez; dormimos con la ventana abierta. Bueno, pues esta noche pasada me he despertado con sensación de frío. ¿Frío a mediados de julio? ¡Increíble! Los campos que rodean Madrid están inusitadamente verdes (al menos hacia el oeste), cuando por estas fechas deberían haber adquirido ya el típico color amarillo terroso. En fin, no es que haga mal tiempo, ni mucho menos; no llueve, no ventea, no hay cambios bruscos… sencillamente, los madrileños estamos disfrutando de un larguísimo clima primaveral. Y yo, que llevo toda la vida viviendo en esta ciudad, nunca he visto algo semejante.
Supongo que esto se debe al famoso cambio climático (la catástrofe de moda); de ser así, se demostraría una vez más la certeza del refrán “no hay mal que por bien no venga”, pues los prolegómenos del fin del mundo nos han regalado a los madrileños una larga primavera que nunca antes habíamos podido disfrutar.
Bueno, amigos míos, soy plenamente consciente de dos cosas: 1ª Nada más publicar esta entrada, se pondrá a hacer un calor brutal. Pura ley de Murphy. 2ª Este post es una bobada sin interés. Pero, qué queréis que os diga, me tiene mosca (aunque agradecido) esta asombrosa y desmedida primavera.
En fin, para darle algo más de contenido a esto (del tiempo se habla en los ascensores, no en los blogs), y para conocer las opiniones de mis queridos merodeadores, vamos a cambiar brevemente de tema. Hay muchas series de ciencia ficción en la TV, pero, salvando Perdidos y Héroes, reconozco que el resto no me interesa lo más mínimo. Por ejemplo, vi los cinco primeros capítulos de Invasión (en Telefachamadrid), y no pude evitar preguntarme cómo es posible convertir una invasión extraterrestre en un soberano coñazo. ¿Acaso los ET’s pretenden matarnos de aburrimiento?
Sin embargo, el pasado martes presencié en T5 los dos primeros capítulos de Jericho, una serie basada en la destrucción del mundo (o al menos de Norteamérica) por un ataque nuclear, aunque la acción se centra en un pequeño pueblo del mismo nombre que el título. El caso es que lo que vi me pareció razonablemente interesante; está bien rodada, los actores son solventes (aunque por ahora no demasiado carismáticos), la narración es dinámica y va derecha al grano… pero temo que el asunto pueda acabar derivando hacia el proverbial “qué guays e ingeniosos somos los yanquis”. ¿Alguien sabe algo de esta serie?
lunes, julio 9
Todo bien
Gracias a las buenas vibraciones, recogidas por el radiotelescopio que veís en la foto, la apendicectomia de Pepa ha salido de maravilla. Ella está bien, aunque un poco molesta, pero feliz porque le han puesto unos "puntos americanos" (sea esto lo que sea) que no dejarán cicatriz visible y le permitirán seguir usando bikini. En fin, que todo bien :)
domingo, julio 8
Buenas vibraciones
Mañana, lunes 9 de julio, operan a María José, mi mujer. Es una chorrada de operación, una apendicectomía –a mí me quitaron el apéndice cuando tenía nueve años y nunca lo he echado de menos-, pero se realiza bajo anestesia total y, en fin, toda precaución es poca. Así que, si sois tan amables, mañana por la mañana dedicad unos instantes a mandarle buenas vibraciones a Pepa. Como dije hace un año, cuando operaron a Big Brother, mi hermano, no es que crea mucho en esas cosas, pero dan buen rollito.
lunes, julio 2
Estatus
Una de la cosas buenas de haber trabajado en publicidad es que acabas conociendo las auténticas motivaciones de las personas. Motivaciones para comprar, por supuesto, pero no olvidemos que, en nuestra sociedad, lo que compramos nos define. O, mejor dicho, nos definimos inconsciente a través de lo que compramos. Ese acto de definición, conviene recordarlo, no se refiere sólo a lo que realmente somos, sino también a lo que nos gustaría ser. Es decir, se trata de un acto con un fuerte contenido aspiracional. Cuando adquirimos cierta clase de productos estamos comprando al mismo tiempo un sueño.
Evidentemente, no todos los productos tienen la misma carga aspiracional. No es igual comprar un detergente (casi cero en la escala de la aspiracionalidad) que comprar un coche (en el tope máximo de dicha escala). Las motivaciones, sencillamente, son distintas. Pero vamos a detenernos un momento en el tema de los coches. Supongamos, por ejemplo, que un tal Pepe (cuarenta años, urbano, padre de familia de clase media) va a cambiar de coche, y analicemos el proceso mental de esta compra.
1. ¿Qué coche comprará Pepe (y el 95 % de los ciudadanos)? Respuesta: El más caro que pueda comprar. Luego volveremos sobre esto.
2. Hay un coche que, en principio, le gusta a Pepe, pero, claro, adquirir un vehículo no es lo mismo que comprar una Coca Cola; un coche es muy costoso y hay que meditar detenidamente las alternativas para realizar la mejor adquisición posible, así que Pepe se lee los folletos de todos los vehículos de la categoría, compra revistas de automovilismo, estudia análisis comparativos... y finalmente se compra el coche que le gustaba desde el principio. Porque Pepe ya había tomado la decisión antes incluso de plantearse cambiar de coche, una decisión irracional basada, por lo general, en factores emocionales. Lo que hace Pepe después no es más que intentar racionalizar lo irracional, buscando argumentos objetivos que justifiquen su primera decisión de compra.
3. ¿Por qué le gusta a Pepe el coche que le gusta? Por mil razones, claro; la publicidad, la imagen de marca, la estética, el hecho de que alguien a quien Pepe admira o envidia tenga uno igual... incluso puede ser que el coche en cuestión no le guste particularmente, porque lo que busca en él es algo distinto a un vehículo motorizado. Es decir, en cualquier caso, le guste o no, Pepe quiere más que un coche, quiere redefinirse, quiere cumplir una aspiración, quiere conseguir algo que está relacionado con el punto 1.
4. Una vez comprado el coche, y con total independencia del resultado que de, Pepe lo defenderá a muerte. Porque Pepe ha transferido parte de su identidad al vehículo (y también, claro, porque uno se siente gilipollas reconociendo que se ha gastado una pasta gansa en una mierda de coche).
Bueno, pues éste es el proceso normal que se sigue al adquirir un coche. Por supuesto, no todo el mundo compra así, pero la inmensa mayor parte de la gente sí. Ahora vamos a prestar atención al primer punto de la lista. “A la hora de adquirir el que va a ser el coche principal, la mayor parte de la gente elegirá el más caro que pueda comprar, incluso más caro de lo que realmente puede comprar”. Se trata de un hecho estadístico; la pregunta es, ¿por qué? Si nos paramos a pensarlo, no tiene nada de lógico. Un coche caro es un coche más potente y más grande, apropiado por tanto para conducir en carretera. Sin embargo, la inmensa mayor parte de los desplazamientos que realiza nuestro hipotético Pepe son urbanos, así que lo lógico sería adquirir un coche más pequeño, menos potente (menor consumo) y más barato. Pero no, Pepe quiere el más caro. ¿Cuál es la razón?
Hay dos. En primer lugar, cuando Pepe piensa en su futuro coche no piensa en las dos horas de atasco que se chupa cada día para ir al trabajo. Piensa en las vacaciones. Por eso tantos anuncios de coches están rodados junto al mar (mar = vacaciones). El coche es para Pepe una sublimación de su deseo de libertad. En fin, una forma como otra cualquiera de autoengaño. La segunda razón, y el meollo de este post, es que Pepe, además de un coche, está adquiriendo un signo de estatus.
Estatus. m. Posición que una persona ocupa en la sociedad o dentro de un grupo social.
Con frecuencia nos olvidamos, no sé por qué, de que somos animales. Pretendemos contemplarlo todo desde la atalaya de nuestro sofisticado neocórtex, pero lo cierto es que por debajo late la bestia. Somos mamíferos gregarios que nos relacionamos con nuestros semejantes siguiendo las pautas de comportamiento propias de nuestra especie, que no son muy diferentes a las de otras especies. Nos parecemos, por ejemplo, a los lobos en el sentido de que organizamos jerárquicamente nuestra estructura social. En una jauría hay un lobo alfa (el jefe), un lobo beta, y así hasta llegar al lobo omega, que es el último mono del grupo. El ascenso en la escala jerárquica lobuna se realiza mediante enfrentamientos entre los machos. Un buen día, el lobo beta se pone chulo y reta al lobo alfa; se enfrentan y el que gana se queda con el puesto. Ahora bien, esos enfrentamientos tienen más de ritual que de auténtica lucha a muerte. De hecho, salvo accidentes, nadie suele salir malherido de ellos. Los dos lobos se sitúan frente a frente, esponjan el pelo para parecer más grandes, fruncen los belfos enseñando los dientes, gruñen y lanzan dentelladas al aire. En el fondo es una pantomima, no quieren pelearse. Pero sí mostrar su poder y agresividad. El lobo beta mira a su rival y piensa: “hostia, me había olvidado del pedazo de dentadura que tiene Alfa”. Entretanto, Alfa se dice: “joder, cómo le han crecido los colmillos al hijoputa de Beta”.Y siguen gruñendo, mordiendo el aire y dando brincos hasta que, tras un par de rápidas escaramuzas, uno de los dos se tumba en el suelo y ofrece la yugular al vencedor, quien, lejos de triturarle el cuello, se limita a orinar sobre él y a otra cosa.
En realidad, más que una lucha lo que ambos lobos protagonizan es una “exhibición de estatus”. Para los lobos, el estatus se define por la masa corporal, la agresividad y el tamaño de los dientes. No obstante, entre lobos no hace falta usar todo eso; basta con mostrarlo. Ahora bien, ¿por qué es tan importante el estatus (la posición en el grupo) para los lobos? Por la sencilla razón de que el estatus favorece la supervivencia, tanto personal como biológica, pues cuanto más estatus acumule un lobo más posibilidades tiene de comer y follar mejor.
Follar, duplicar nuestros genes, ésa es la clave de la vida. Luego, nosotros lo complicamos mucho todo, pero la cosa empieza y acaba ahí. Cuando Darwin hablaba de la “supervivencia del más apto”, ¿a qué se refería con lo de “más apto”? Pues no al más fuerte, ni el más rápido, ni el más listo, sino al individuo que, de la forma que sea, llega a echar un casquete y se reproduce. Eso es todo. Nuestra aptitud biológica se establece follando, de modo que no es raro que nos obsesione tanto el sexo.
Como a los pavos reales. Porque el hermoso y desmedido plumaje de los pavos reales machos no es más que un signo de estatus destinado a conseguir hembras. Pero esa descomunal cola también es una especie de banderola que puede atraer a cualquier depredador que ande por los alrededores, así que el pavo real se juega literalmente el cuello con tal de conseguir el estatus necesario para echar un polvete.
En cuanto a los seres humanos, tenemos diversas formas de obtener estatus, y muchas de ellas han ido variando con el tiempo, pero hay una, la básica, que permanece inmutable a lo largo de los milenios: los humanos adquirimos estatus acumulando y exhibiendo posesiones. Por ejemplo, Pepe compra un coche demasiado caro porque eso le otorgará unos puntos más de estatus. Los vecinos y los compañeros de trabajo dirán: “Eh, mira el nuevo coche de Pepe; deben de irle bien las cosas”. Pepe no es mejor ni peor que antes, pero tiene un poco más de estatus. Su nuevo coche no es sólo un vehículo, sino también unos dientes de lobo y una cola de pavo real.
Hace años, a mediados de los 80, conocí a un empleado bancario al que llamaremos Luis. La agencia de publicidad donde yo trabajaba por aquel entonces tenía una cuenta abierta en su banco, de modo que Luis solía pasarse por la oficina con frecuencia. Que quede claro que no estoy hablando de un alto cargo, sino de un empleado medio, un joven de menos de 30 años con un sueldo del montón. Pues bien, un día el director de la agencia, Paco Pepe, se dio cuenta de que Luis llevaba en la muñeca un reloj Patek Philippe valorado en un millón y medio de pesetas. Vamos a ver; si no estás podrido de pasta, gastarte hoy en día kilo y medio en un reloj puede considerarse una cara excentricidad, pero a mediados de los 80 era sencillamente una barbaridad. Extrañado, Paco Pepe se interesó por el reloj y descubrió que Luis había tenido que pedir un crédito para poder comprarlo.
A nadie le gustan tanto los relojes como para endeudarse hasta las cachas con el único objeto de adquirir uno. No, ni mucho menos; Luis, probablemente inspirado por el engominado influjo de Mario Conde, héroe y modelo de la época, era un buitrecillo ansioso por escalar puestos, un trepa impaciente dispuesto a alcanzar el triunfo fuese como fuese. Pero Luis tenía escaso estatus, era poco más que un pringao, así que tuvo que buscarse el modo de adquirir un pelín de estatus extra. El Patek Philippe que se compró era su dentadura de lobo. Los clientes, al verle con ese pedazo de peluco, debían de pensar que se encontraban ante un alto ejecutivo de la entidad, y su colegas/competidores del banco le contemplarían con envidia y cierto complejo de inferioridad. Supongo que, además, ir por el mundo con kilo y medio de oro y engranajes enlazado a la muñeca contribuía a mejorar su autoestima.
No cabe duda de que el caso de Luis es extremo, pero todo el mundo en mayor o menor medida intenta conseguir estatus. Por eso las marcas van ahora por fuera de la ropa, bien visibles. Por eso hay un culto al logotipo. Por eso las ventas de coches de lujo se han multiplicado. Por supuesto, la exhibición de posesiones no es el único medio de adquirir estatus (aunque sí el principal): cada entorno tiene sus propios baremos particulares, de modo que el estatus de, por ejemplo, un científico es diferente al estatus de un banquero o un obispo. No obstante, si nos centramos en el entorno social más amplio, podemos afirmar que tiene más estatus un futbolista o un cantante que un científico o un catedrático. Porque los principales valores de nuestra sociedad, las medallas que todo el mundo quiere prenderse en la pechera, son el dinero y la fama. Por ese orden.
Pero no basta con exhibir posesiones (la fama se exhibe sola); la actitud también es importante. Si actúas como si fueras el rey del mundo, seguro que muchos idiotas que te rodean acabarán creyendo que eres el rey del mundo. Adquirir estatus significa ascender en una escala, lo cual implica que hay gente por encima de ti y gente por debajo. Así que tu actitud cuando te relacionas con los “superiores” será diferente a cuando te relaciones con los “inferiores”. Una especie de sistema de castas, vamos.
Vivo en Aravaca, muy cerca de Pozuelo de Alarcón, una de las zonas con mayor renta per capita de España. Aquí el estatus no se exhibe, se respira. Si doy una vuelta por el pueblo, veré pasar un desfile de BMW’s, Mercedes y Audis, veré damas saturadas de rayos UVA y vestidas por Carolina Herrera, veré adolescentes pijos a bordo de una Yamaha o un quad, veré niquelados palos de golf y relucientes botas de montar... Estatus, estatus, estatus.
No voy a mentir: aquí la gente es, en general, amable y educada; pero no toda y no siempre. Con cierta frecuencia me encuentro con algún que otro rey (o reina) del mundo que cree que por ser él, o ella, quien es tiene derecho a todo. Puede colarse en una fila, puede aparcar donde le de la gana, puede no apartarse para dejarte pasar cuando te lo cruzas por una calle estrecha y, sobre todo, puede permitirse el lujo de ser despectivo/a.
El otro día, Pepa, mi mujer, me contó una anécdota que había presenciado en el Hipercor de Pozuelo. Una señora de mediana edad y clase supuestamente alta estaba comprando una blusa. Cuando acabó, la dependienta le dijo: “Usted y yo nos conocemos; vivimos en la misma urbanización”. La señora alzó una ceja y respondió: “Usted me conoce de venderme blusas. Punto”. ¡Oh, dios santo, que chutazo de estatus!
Mucha de la gente que es amable y educada contigo, gente que te parece incluso encantadora, lo es porque tu nivel de estatus es similar al suyo. Ahora bien, puede que actúen de forma muy distinta cuando tratan con los “inferiores”. Desde hace varios años, las asistentas que se han sucedido en el cuidado de mi casa son latinoamericanas. Primero una señora boliviana llamada Florinda (Flori), que me sirvió de modelo para componer el personaje de doña Flor en mi novela El último trabajo del Sr. Luna. Luego llegaron, consecutivamente, las colombianas Rocío y Miyo, y actualmente me cuida la hermana de esta última, Patricia. Con todas me he llevado muy bien y de todas he aprendido muchas cosas. Algún día os hablaré de ellas. El caso es que esas magníficas y valientes mujeres me han contado sus experiencias laborales anteriores, o las de amigas suyas, y a mí se me han puesto los pelos de punta. No voy a entrar en detalles, pero no os podéis ni imaginar hasta que punto la gente puede abusar de su estatus, hasta que punto pueden ser miserables los “triunfadores”. Es para vomitar, os lo juro.
Antes de acabar, que esto ya es muy largo, quiero advertiros que nadie, ni yo ni vosotros, es ajeno al estatus. Todos, de una manera u otra, queremos adquirirlo y lo reconocemos en los demás. Puede que nuestra escala de estatus sea diferente a la del vecino, que nuestros valores no coincidan con los de la mayoría, pero podéis estar seguros de que todos anhelamos un puesto social elevado, revista la forma que revista. Y esto no es malo ni bueno; sencillamente, forma parte de nuestra naturaleza. La cuestión reside en si ese estatus debe orientarse sólo hacia el bolsillo, o si debe pasar antes por el filtro de la conciencia.
Evidentemente, no todos los productos tienen la misma carga aspiracional. No es igual comprar un detergente (casi cero en la escala de la aspiracionalidad) que comprar un coche (en el tope máximo de dicha escala). Las motivaciones, sencillamente, son distintas. Pero vamos a detenernos un momento en el tema de los coches. Supongamos, por ejemplo, que un tal Pepe (cuarenta años, urbano, padre de familia de clase media) va a cambiar de coche, y analicemos el proceso mental de esta compra.
1. ¿Qué coche comprará Pepe (y el 95 % de los ciudadanos)? Respuesta: El más caro que pueda comprar. Luego volveremos sobre esto.
2. Hay un coche que, en principio, le gusta a Pepe, pero, claro, adquirir un vehículo no es lo mismo que comprar una Coca Cola; un coche es muy costoso y hay que meditar detenidamente las alternativas para realizar la mejor adquisición posible, así que Pepe se lee los folletos de todos los vehículos de la categoría, compra revistas de automovilismo, estudia análisis comparativos... y finalmente se compra el coche que le gustaba desde el principio. Porque Pepe ya había tomado la decisión antes incluso de plantearse cambiar de coche, una decisión irracional basada, por lo general, en factores emocionales. Lo que hace Pepe después no es más que intentar racionalizar lo irracional, buscando argumentos objetivos que justifiquen su primera decisión de compra.
3. ¿Por qué le gusta a Pepe el coche que le gusta? Por mil razones, claro; la publicidad, la imagen de marca, la estética, el hecho de que alguien a quien Pepe admira o envidia tenga uno igual... incluso puede ser que el coche en cuestión no le guste particularmente, porque lo que busca en él es algo distinto a un vehículo motorizado. Es decir, en cualquier caso, le guste o no, Pepe quiere más que un coche, quiere redefinirse, quiere cumplir una aspiración, quiere conseguir algo que está relacionado con el punto 1.
4. Una vez comprado el coche, y con total independencia del resultado que de, Pepe lo defenderá a muerte. Porque Pepe ha transferido parte de su identidad al vehículo (y también, claro, porque uno se siente gilipollas reconociendo que se ha gastado una pasta gansa en una mierda de coche).
Bueno, pues éste es el proceso normal que se sigue al adquirir un coche. Por supuesto, no todo el mundo compra así, pero la inmensa mayor parte de la gente sí. Ahora vamos a prestar atención al primer punto de la lista. “A la hora de adquirir el que va a ser el coche principal, la mayor parte de la gente elegirá el más caro que pueda comprar, incluso más caro de lo que realmente puede comprar”. Se trata de un hecho estadístico; la pregunta es, ¿por qué? Si nos paramos a pensarlo, no tiene nada de lógico. Un coche caro es un coche más potente y más grande, apropiado por tanto para conducir en carretera. Sin embargo, la inmensa mayor parte de los desplazamientos que realiza nuestro hipotético Pepe son urbanos, así que lo lógico sería adquirir un coche más pequeño, menos potente (menor consumo) y más barato. Pero no, Pepe quiere el más caro. ¿Cuál es la razón?
Hay dos. En primer lugar, cuando Pepe piensa en su futuro coche no piensa en las dos horas de atasco que se chupa cada día para ir al trabajo. Piensa en las vacaciones. Por eso tantos anuncios de coches están rodados junto al mar (mar = vacaciones). El coche es para Pepe una sublimación de su deseo de libertad. En fin, una forma como otra cualquiera de autoengaño. La segunda razón, y el meollo de este post, es que Pepe, además de un coche, está adquiriendo un signo de estatus.
Estatus. m. Posición que una persona ocupa en la sociedad o dentro de un grupo social.
Con frecuencia nos olvidamos, no sé por qué, de que somos animales. Pretendemos contemplarlo todo desde la atalaya de nuestro sofisticado neocórtex, pero lo cierto es que por debajo late la bestia. Somos mamíferos gregarios que nos relacionamos con nuestros semejantes siguiendo las pautas de comportamiento propias de nuestra especie, que no son muy diferentes a las de otras especies. Nos parecemos, por ejemplo, a los lobos en el sentido de que organizamos jerárquicamente nuestra estructura social. En una jauría hay un lobo alfa (el jefe), un lobo beta, y así hasta llegar al lobo omega, que es el último mono del grupo. El ascenso en la escala jerárquica lobuna se realiza mediante enfrentamientos entre los machos. Un buen día, el lobo beta se pone chulo y reta al lobo alfa; se enfrentan y el que gana se queda con el puesto. Ahora bien, esos enfrentamientos tienen más de ritual que de auténtica lucha a muerte. De hecho, salvo accidentes, nadie suele salir malherido de ellos. Los dos lobos se sitúan frente a frente, esponjan el pelo para parecer más grandes, fruncen los belfos enseñando los dientes, gruñen y lanzan dentelladas al aire. En el fondo es una pantomima, no quieren pelearse. Pero sí mostrar su poder y agresividad. El lobo beta mira a su rival y piensa: “hostia, me había olvidado del pedazo de dentadura que tiene Alfa”. Entretanto, Alfa se dice: “joder, cómo le han crecido los colmillos al hijoputa de Beta”.Y siguen gruñendo, mordiendo el aire y dando brincos hasta que, tras un par de rápidas escaramuzas, uno de los dos se tumba en el suelo y ofrece la yugular al vencedor, quien, lejos de triturarle el cuello, se limita a orinar sobre él y a otra cosa.
En realidad, más que una lucha lo que ambos lobos protagonizan es una “exhibición de estatus”. Para los lobos, el estatus se define por la masa corporal, la agresividad y el tamaño de los dientes. No obstante, entre lobos no hace falta usar todo eso; basta con mostrarlo. Ahora bien, ¿por qué es tan importante el estatus (la posición en el grupo) para los lobos? Por la sencilla razón de que el estatus favorece la supervivencia, tanto personal como biológica, pues cuanto más estatus acumule un lobo más posibilidades tiene de comer y follar mejor.
Follar, duplicar nuestros genes, ésa es la clave de la vida. Luego, nosotros lo complicamos mucho todo, pero la cosa empieza y acaba ahí. Cuando Darwin hablaba de la “supervivencia del más apto”, ¿a qué se refería con lo de “más apto”? Pues no al más fuerte, ni el más rápido, ni el más listo, sino al individuo que, de la forma que sea, llega a echar un casquete y se reproduce. Eso es todo. Nuestra aptitud biológica se establece follando, de modo que no es raro que nos obsesione tanto el sexo.
Como a los pavos reales. Porque el hermoso y desmedido plumaje de los pavos reales machos no es más que un signo de estatus destinado a conseguir hembras. Pero esa descomunal cola también es una especie de banderola que puede atraer a cualquier depredador que ande por los alrededores, así que el pavo real se juega literalmente el cuello con tal de conseguir el estatus necesario para echar un polvete.
En cuanto a los seres humanos, tenemos diversas formas de obtener estatus, y muchas de ellas han ido variando con el tiempo, pero hay una, la básica, que permanece inmutable a lo largo de los milenios: los humanos adquirimos estatus acumulando y exhibiendo posesiones. Por ejemplo, Pepe compra un coche demasiado caro porque eso le otorgará unos puntos más de estatus. Los vecinos y los compañeros de trabajo dirán: “Eh, mira el nuevo coche de Pepe; deben de irle bien las cosas”. Pepe no es mejor ni peor que antes, pero tiene un poco más de estatus. Su nuevo coche no es sólo un vehículo, sino también unos dientes de lobo y una cola de pavo real.
Hace años, a mediados de los 80, conocí a un empleado bancario al que llamaremos Luis. La agencia de publicidad donde yo trabajaba por aquel entonces tenía una cuenta abierta en su banco, de modo que Luis solía pasarse por la oficina con frecuencia. Que quede claro que no estoy hablando de un alto cargo, sino de un empleado medio, un joven de menos de 30 años con un sueldo del montón. Pues bien, un día el director de la agencia, Paco Pepe, se dio cuenta de que Luis llevaba en la muñeca un reloj Patek Philippe valorado en un millón y medio de pesetas. Vamos a ver; si no estás podrido de pasta, gastarte hoy en día kilo y medio en un reloj puede considerarse una cara excentricidad, pero a mediados de los 80 era sencillamente una barbaridad. Extrañado, Paco Pepe se interesó por el reloj y descubrió que Luis había tenido que pedir un crédito para poder comprarlo.
A nadie le gustan tanto los relojes como para endeudarse hasta las cachas con el único objeto de adquirir uno. No, ni mucho menos; Luis, probablemente inspirado por el engominado influjo de Mario Conde, héroe y modelo de la época, era un buitrecillo ansioso por escalar puestos, un trepa impaciente dispuesto a alcanzar el triunfo fuese como fuese. Pero Luis tenía escaso estatus, era poco más que un pringao, así que tuvo que buscarse el modo de adquirir un pelín de estatus extra. El Patek Philippe que se compró era su dentadura de lobo. Los clientes, al verle con ese pedazo de peluco, debían de pensar que se encontraban ante un alto ejecutivo de la entidad, y su colegas/competidores del banco le contemplarían con envidia y cierto complejo de inferioridad. Supongo que, además, ir por el mundo con kilo y medio de oro y engranajes enlazado a la muñeca contribuía a mejorar su autoestima.
No cabe duda de que el caso de Luis es extremo, pero todo el mundo en mayor o menor medida intenta conseguir estatus. Por eso las marcas van ahora por fuera de la ropa, bien visibles. Por eso hay un culto al logotipo. Por eso las ventas de coches de lujo se han multiplicado. Por supuesto, la exhibición de posesiones no es el único medio de adquirir estatus (aunque sí el principal): cada entorno tiene sus propios baremos particulares, de modo que el estatus de, por ejemplo, un científico es diferente al estatus de un banquero o un obispo. No obstante, si nos centramos en el entorno social más amplio, podemos afirmar que tiene más estatus un futbolista o un cantante que un científico o un catedrático. Porque los principales valores de nuestra sociedad, las medallas que todo el mundo quiere prenderse en la pechera, son el dinero y la fama. Por ese orden.
Pero no basta con exhibir posesiones (la fama se exhibe sola); la actitud también es importante. Si actúas como si fueras el rey del mundo, seguro que muchos idiotas que te rodean acabarán creyendo que eres el rey del mundo. Adquirir estatus significa ascender en una escala, lo cual implica que hay gente por encima de ti y gente por debajo. Así que tu actitud cuando te relacionas con los “superiores” será diferente a cuando te relaciones con los “inferiores”. Una especie de sistema de castas, vamos.
Vivo en Aravaca, muy cerca de Pozuelo de Alarcón, una de las zonas con mayor renta per capita de España. Aquí el estatus no se exhibe, se respira. Si doy una vuelta por el pueblo, veré pasar un desfile de BMW’s, Mercedes y Audis, veré damas saturadas de rayos UVA y vestidas por Carolina Herrera, veré adolescentes pijos a bordo de una Yamaha o un quad, veré niquelados palos de golf y relucientes botas de montar... Estatus, estatus, estatus.
No voy a mentir: aquí la gente es, en general, amable y educada; pero no toda y no siempre. Con cierta frecuencia me encuentro con algún que otro rey (o reina) del mundo que cree que por ser él, o ella, quien es tiene derecho a todo. Puede colarse en una fila, puede aparcar donde le de la gana, puede no apartarse para dejarte pasar cuando te lo cruzas por una calle estrecha y, sobre todo, puede permitirse el lujo de ser despectivo/a.
El otro día, Pepa, mi mujer, me contó una anécdota que había presenciado en el Hipercor de Pozuelo. Una señora de mediana edad y clase supuestamente alta estaba comprando una blusa. Cuando acabó, la dependienta le dijo: “Usted y yo nos conocemos; vivimos en la misma urbanización”. La señora alzó una ceja y respondió: “Usted me conoce de venderme blusas. Punto”. ¡Oh, dios santo, que chutazo de estatus!
Mucha de la gente que es amable y educada contigo, gente que te parece incluso encantadora, lo es porque tu nivel de estatus es similar al suyo. Ahora bien, puede que actúen de forma muy distinta cuando tratan con los “inferiores”. Desde hace varios años, las asistentas que se han sucedido en el cuidado de mi casa son latinoamericanas. Primero una señora boliviana llamada Florinda (Flori), que me sirvió de modelo para componer el personaje de doña Flor en mi novela El último trabajo del Sr. Luna. Luego llegaron, consecutivamente, las colombianas Rocío y Miyo, y actualmente me cuida la hermana de esta última, Patricia. Con todas me he llevado muy bien y de todas he aprendido muchas cosas. Algún día os hablaré de ellas. El caso es que esas magníficas y valientes mujeres me han contado sus experiencias laborales anteriores, o las de amigas suyas, y a mí se me han puesto los pelos de punta. No voy a entrar en detalles, pero no os podéis ni imaginar hasta que punto la gente puede abusar de su estatus, hasta que punto pueden ser miserables los “triunfadores”. Es para vomitar, os lo juro.
Antes de acabar, que esto ya es muy largo, quiero advertiros que nadie, ni yo ni vosotros, es ajeno al estatus. Todos, de una manera u otra, queremos adquirirlo y lo reconocemos en los demás. Puede que nuestra escala de estatus sea diferente a la del vecino, que nuestros valores no coincidan con los de la mayoría, pero podéis estar seguros de que todos anhelamos un puesto social elevado, revista la forma que revista. Y esto no es malo ni bueno; sencillamente, forma parte de nuestra naturaleza. La cuestión reside en si ese estatus debe orientarse sólo hacia el bolsillo, o si debe pasar antes por el filtro de la conciencia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)