lunes, junio 13

Tsundoku



            Sabes que hay un problema en el interior de tu cabeza cuando no solo haces algo absurdo, sino que además descubres que ese acto absurdo tiene nombre. Estás loco y, además, clasificado.

            Eso me sucedió el otro día charlando con mi hijo pequeño, Pablo. ¿Os he hablado de él? Tiene 25 años y es quizá el joven más culto que conozco. Además es enorme; mide 1’98 de altura y es fornido como un leñador canadiense. Según dice todo el mundo, se parece mucho a mí.

            Pablo, lector voraz, posee una sorprendente y extensa cultura, así que con frecuencia se convierte en una fuente de datos curiosos. Actualmente vive en Barcelona, donde está acabando un máster en gestión cultural. El caso es que la otra semana vino a Madrid para pasar unos días de vacaciones. Pues bien, estábamos los dos sentados en mi desordenado despacho, sobre cuyo suelo se alzan varias pilas de libros cuando, de pronto, Pablo se fijó en uno de los montones y dijo:

            -Pero si esos son los libros que te compraste en Navidad...

            No se refería a la pasada Navidad, sino a la anterior, la de hace año y medio. En efecto, ahí estaban (y están) los libros que compré, amontonados y sin leer. Pablo me miró, sonriente, y comentó:

            -¿Sabes que en japonés hay una palabra para definir lo que tú haces?: Tsundoku. Significa comprar libros para luego amontonarlos y no leerlos.

            Qué cabrones los japoneses de los cojones, pensé. Me han pillado, anillado y catalogado. Aunque, por otro lado, me sentí menos solo, porque si a algo le ponen nombre eso significa que se trata de un fenómeno compartido. Otra cosa es si formar parte de una tribu de pirados constituye un buen motivo para enorgullecerse o, tan siquiera, consolarse.

            Bien, en descargo diré que mi sobreabundante compra de libros se debió, en parte, a lo que podríamos llamar “automatismo irreflexivo”. Veréis, hace, digamos, treinta años, yo leía muchas más novelas que ensayos. Pero eso fue cambiando poco a poco y, al cabo de un tiempo la situación se invirtió. Por desgracia no me di cuenta, y seguí comprando novelas por puro automatismo, como si las leyese al mismo ritmo que antes. Además, suelo leer tres o cuatro ensayos al tiempo, pero sólo una novela a la vez, así que los textos de ficción fueron acumulándose, vírgenes, en los estantes de mis librerías.

            Afortunadamente, hace cinco años inicié una dieta libresca y reduje al máximo la ingesta de proteínas de ficción. Pero el daño ya estaba hecho, con mi casa llena de michelines literarios. Pero eso es otra historia. El caso es que al tener que afrontar de forma científica una dieta libresca, no me quedó más remedio que analizar el impacto de los libros sobre mí a la hora de comprar, o haberlos comprado. No me refiero a los libros por su calidad, ni por su temática, ni por si son ficción o no, sencillamente los clasifico en base a la impresión que me producen, por los motivos que sean. Lo he reducido a diez categorías (mira qué bien, un decálogo).

            1. Libros espasmódicos.- Son aquellos que me interesan tanto que no solo los compro nada más verlos, sino que además me pongo a leerlos al instante, abandonando todo lo que tenía entre manos. Luego a lo mejor los dejo a las cincuenta páginas, pero de entrada me atrapan.

            2. Libros imperiosos.- Me interesan mucho y los compro, pero sigo leyendo lo que estaba leyendo y pongo la nueva adquisición en la “pila de los pendientes inmediatos”. Pero luego puede que ponga otro encima, y luego otro...

            3. Libros categóricos.- Los compro porque tengo que comprarlos, porque me gusta su autor, o porque me interesa el tema, o porque me han hablado bien de ellos, pero realmente no tengo mucho interés en leerlos. Esos libros son firmes candidatos al tsundoku.

            4. Libros insinuantes.- Los veo en las librerías, me llaman la atención, los hojeo, dudo, y no los compro. Luego, más adelante, vuelvo a verlos, y los muy cabrones se contonean lascivamente ante mí, tentándome, y yo intento resistirme... y a veces lo consigo, y a veces no. Cuando caigo en la concupiscencia literaria y los compro, o los leo al instante o me cabreo y los condeno al olvido.

            5. Libros curiosos.- Son libros que no sirven para nada y que jamás voy a leer,  pero que son tan raros y absurdos que me fascinan. Escogiendo al azar unos pocos ejemplos de mi biblioteca: Cómo construir una bomba nuclear (y otras armas de destrucción masiva), de Frank Barnaby. Manual de ofensas y desafíos, de Eusebio Yñiguez. O ¿De quién es esta mierda? Guía de bolsillo para identificar las heces, de Matt Pagett. ¡Por amor del cielo, cómo no voy a comprar un libro que enseña a distinguir las cagadas de toda suerte de bichos, desde un águila hasta un wombat! Vale, no tengo ni idea de qué es un wombat, pero sé cómo caga. Acabo de ver una foto.

            6. Libros nopierdasoportunitas.- Vas y ves un libro que, en principio, no te interesa. Pero barruntas que en un futuro puede llegar a interesarte, o a serte útil; no estás seguro, pero quién sabe... Por otro lado, eres consciente de que ese libro, igual que ocurre con la mayoría de los libros, desaparecerá de las librerías dentro de, como mucho, un par de meses, luego se descatalogará y no volverás a verlo en tu vida. ¿Qué haces? Pues comprar el puñetero libro nopierdasoportunitas y tsundokuarlo.

            7. Libros documentalistas.- Es una variante de lo anterior, pero aplicada a escritores. Como novelista, debo con frecuencia documentarme sobre un sinfín de cosas. Y muchos de esos temas de documentación son repetitivos, así que tengo libros que, eventualmente, los solucionan. Por ejemplo, atlas histórico-geográficos; historias de la moda, los muebles, las armas, la arquitectura o el diseño, enciclopedias del ejército, el espionaje o las artes marciales, un Tratado de Castellología, una historia de la máquinas, otra de la artesanía, manuales de supervivencia, de arqueología o cetrería, una enciclopedia de juegos, La edad de oro de las diligencias, El lenguaje de las flores... La mayor parte de esos libros solo los habré consultado una o dos veces en mi vida. Algunos nunca. Pero me viene bien tenerlos.

            8. Libros coleccionables.- El ejemplo perfecto es mi colección de ciencia ficción. Comencé a hacerla cuando tenía 13 años y la dejé unos 30 años después. Tengo varios miles de volúmenes; hace tiempo que renuncié a saber cuántos. Bueno, pues aunque llevo más de veinte años sin coleccionar cf, suelo comprar de cuando en cuando algún que otro libro del género, aún a sabiendas de que no voy a leerlo. Supongo que para no dar del todo por muerta a mi colección. En cualquier caso, la mayor parte de esa colección es un enorme tsundoku. Lo malo es que no solo se trata de cf; también colecciono (¿acumulo?) libros de escritores sobre técnica literaria, ensayos sobre cómics o diccionarios raros.

            9. Libros incomprensibles.- También llamados Libros P.Q.C.H.C.E. (¿Por Qué Cojones Habré Comprado Esto?). Son esos libros que te encuentras en tu librería, que recuerdas vagamente haber comprado, pero que no te interesan un pijo. Estás seguro de que hubo un motivo para comprarlos, pero ¿cuál?

            10. Libros nonepossibiles.- Un día los encuentras perdidos en alguno de tus estantes y exclamas horrorizado: “¡Yo no puedo haber comprado esto! Me lo tienen que haber regalado...”. En efecto, no solo no recuerdas haber comprado ese libro, sino que no concibes que en algún momento, por muy obnubilado que estuvieses, tuvieras el más mínimo interés en comprarlo. Suelen regalarme libros. Por ejemplo, tengo por ahí una enorme biografía de Franco que no sé de dónde leches habrá salido. Pero no me deshago de ella, así de enfermo estoy.

            Supongo que habrá más categorías, pero contemplando simplemente éstas, lo que me extraña es no tener aún más libros en casa. Aunque también habría que analizar las causas primarias que conducen al tsundoku. Pero eso en otra ocasión.

            Ahora lo que me pregunto es si el tsundoku no es más que una variante ilustrada del Síndrome de Diógenes. Si es así, me temo que debería ir a urgencias, pero ya.

viernes, junio 10

jueves, junio 2

Firmas



            No recuerdo cuándo fue la primera vez que fui a la Feria del Libro de Madrid. Supongo que me llevarían mis padres cuando era niño, pero no lo sé con exactitud. Tampoco recuerdo cuándo empecé a ir por mi cuenta, aunque imagino que tendría catorce o quince años, e iba allí sobre todo para pillar libros de ciencia ficción.

            Pero sí recuerdo la primera y última vez que fui a la Feria a firmar. Fue en 1996;  por aquel entonces había publicado El círculo de Jericó y acababa de ganar por primera vez el Premio Edebé, pero lo cierto es que no me conocía ni dios. Era por la tarde y hacía mucho calor. Firmé muy pocos libros, como es lógico, pero lo verdaderamente malo fue que, justo dos casetas a mi izquierda, estaba firmando Pérez Reverte. La cola de gente que había frente a su caseta se perdía en lontananza, mientras que frente a la mía se abría un desolador vacío.

            Deprimente, pero al menos aquella pérdida de tiempo me sirvió para pensar. Me pregunté dos cosas: ¿Qué coño hago yo aquí? y ¿Para qué sirve esto? La respuesta a la primera pregunta fue: “nada”; y a la segunda: “para nada”.

            En efecto, las firmas no promocionan los libros, porque la inmensa mayoría de quienes acuden a que les firmes ya son lectores tuyos. Tampoco sirve para que te conozcan los lectores, porque ¿qué demonios van a conocer en el escaso tiempo que lleva plasmar una dedicatoria? Entonces, ¿qué sentido tiene ese rollo de firmar libros?

            Bueno, supongo que forma parte del atractivo de la Feria. No el hecho de que te firmen un ejemplar, sino ver en persona a autores que por lo general no ves en ninguna parte. Supongo que eso tiene alguna clase de atractivo, aunque a mí, personalmente, me interesan las obras, no los escritores.

            Ahora bien, ¿qué interés tiene la firma de libros para un autor? ¿Qué le aporta? Hablando con amigos editores, descubrí que muchas autores consideran una ofensa que la editorial no les invite a la Feria. Exigen ir a la caseta y se tiran ahí una o dos horas sin firmar prácticamente nada, porque nadie les conoce. Y al año siguiente, aunque la perspectiva se me antoja deprimente, insisten en hacer lo mismo. ¿Por qué?

            Un amigo editor me explicó lo siguiente: Pongamos a alguien que ambiciona dedicarse a la literatura (llamémosle Pepe). ¿Cuál sería su primer paso para convertirse en escritor? Escribir, claro. Pero eso no basta; cualquier idiota puede escribir (de hecho, muchos lo hacen). El verdadero paso es publicar, ése es el bautismo del literato. Bien, una vez que ha publicado, Pepe comprueba que su libro está mal distribuido y no se encuentra en ninguna parte; o está bien distribuido, pero desaparece de las mesas de novedades al poco tiempo. El libro no tiene ningún éxito comercial (como el 99 % de los libros), y Pepe se frustra. No ha conseguido el éxito que ambicionaba... pero ha publicado, es escritor. Y quiere sentirse escritor. Así que busca la consagración: firmar ejemplares en la Feria. Porque si firmas en la Feria, eres escritor, ¿no? Es una especie de reconocimiento oficial.

            ¿Así que todo se reduce al ego? He comprobado muchas veces que a los escritores se nos contempla con un punto de... ¿admiración? ¿reverencia? ¿asombro?... es como si fuéramos especiales, como si estuviéramos dotados de una especie de magia que nos situara por encima de los demás. Sé que hay escritores que eso les gusta. A mí me incomoda, y siempre que me reúno con lectores me esfuerzo en demostrar que soy una persona normal y que mi trabajo, si bien infrecuente, es un trabajo como otro cualquiera. Pero ante esa actitud de reverencia es fácil caer en la tentación de creérselo y envanecerse, Soy escritor... ¡wow!

            De hecho, y creo que ya lo he comentado alguna vez, escribir, o realizar cualquier otra actividad creativa, contiene el germen de la vanidad. La vanidad de presuponer que lo que inventas va a interesarle a alguien. Ya sabéis, los escritores escribimos para que nos quieran. Entonces, ¿el afán de firmar es mera vanidad?

            No necesariamente; al menos, no del todo. Puede que algunos acudan a firmar como una especie de fiesta, como un alegre encuentro literario, como una forma de compartir con otros los mismos intereses. O por mera curiosidad, o por cualquier otra razón. Es posible, pero no es mi caso. Ya firmo demasiados libros al año después de cada charla o cada encuentro, no necesito ir a la Feria. Como firmante, claro, porque como visitante no me la pierdo.

            Durante los últimos, digamos, 45 años creo que sólo he dejado de asistir una vez, en 2007, por enfermedad. Me encanta ir a la Feria por la mañana y recorrerla despacio, tomar un granizado de limón a medio camino, charlar con los amigos libreros y editores que me voy encontrando. Es para mí uno de los momentos más agradables del año.

            Y creo que esa es la principal razón por la que no me gusta ir a firmar: porque eso pervierte de algún modo –para mí- el encanto de la Feria. Mis libros son trabajo, y no quiero ir a la Feria a trabajar. No quiero ser actor del evento, sino espectador.

            Por lo general, suelo ir a la Feria el día de mi cumpleaños. Es el regalo que me hago a mí mismo. Pero este año he ido antes, el pasado 31 de mayo, porque mi hijo Pablo ha venido a pasar unos días a Madrid (está estudiando en Barcelona), le apetecía ir y le acompañé.

            He comprado cuatro libros (tres y un cómic): Las chicas de campo, de Edna O’Brian, para regalárselo a Pepa, mi mujer; Vida y destino, de Vasili Grossman, que es un tocho enorme y no sé si al final me lo leeré; Material sensible, una antología de relatos de Neil Gaiman. Y el cómic: Crónicas de Jerusalén, de Guy Delisle.

            Y ahora ahí los tengo, delante de mí, como tres promesas de amor eterno (desde luego, el de Grossman es eterno). Eso es lo bueno de la Feria del Libro, que te puedes traer un cachito a casa. Feliz Feria amigos.