Aquí estamos, una mañana más de
Nochebuena, a punto de colgar el cuento de este año. ¿Sabéis?, éste es uno de
los momentos que más me gustan, porque comparto algo con vosotros, pero también
porque mientras escribo esto –o más bien en las pausas que hago mientras lo
escribo- abro mis sentidos, dejo de estar dentro de mí mismo e intento captar
el “sabor” de lo que me rodea. Cuando lo consigo es un momento mágico.
Son las 9:31. A través de la ventana de
mi despacho veo una mañana luminosa, con el cielo despejado, pero fría. Cinco
grados marca mi pequeña estación meteorológica. Apenas hay tráfico por mi
calle, y tampoco peatones. Estoy tomándome un café con leche. Muy rico. Mi hijo
pequeño, Pablo, volvió ayer de Barcelona, donde trabaja (en una editorial,
Random House). Ahora, él y su hermano mayor, Óscar, están durmiendo todavía. De
fondo escucho los ruidos que hace Pepa mientras prepara uno de los entrantes
que tomaremos esta noche. Yo no tengo nada que preparar para la cena, salvo el
postre; pero lo haré después, a última hora de la tarde. No obstante, del plato
principal de la comida de mañana me ocuparé yo. Canelones, es una tradición; me
salen buenísimos. Más tarde prepararé el relleno. Los primeros rayos de sol se
cuelan a través de la ventana e inciden en un rincón, concretamente sobre el
escáner. En hora y media el sol entrará a raudales y no podré ni ver la
pantalla del monitor, así que tendré que echar el estore. Pero ahora la luz es
bonita. Dentro de poco, el sol incidirá sobre mi hacedor de arcos iris y el
despacho se llenara de colores en movimiento.
Tengo otra tradición para hoy: Pondré
en la mesa cuatro paquetes, uno para cada miembro de la familia. Son libros.
Por cierto, soy tan gili que el libro que le he comprado a Pablo ¡es de la
editorial donde trabaja! Pero al menos es un buen libro.
Y ahora la tradición principal, el
cuento. Se llama Doña Julia y los pobres.
¿De qué va? Pues de lo que dice el título, de una anciana y unos pobres. Ya, ¿y
qué más? Transcurre durante la Nochebuena. Y ya está bien, porque cualquier
cosa que diga será un spoiler.
Por cierto, me gustaría comentaros
algo sobre esta tradición del cuento navideño. La Fraternidad de Babel sólo
tiene sentido por vosotros, los merodeadores. Si no estuvierais ahí, si no
hubiera nadie al otro lado de la fibra óptica, ¿qué sentido tendría escribir un
blog? Bien, sé que estáis ahí; las estadísticas del blog me lo dicen. También
sé que la mayor parte de los merodeadores no comentan. Y, por supuesto, no
tienen la menor obligación de hacerlo. Además, ya hay un buen grupo de
merodeadores que intervienen con frecuencia, una gente estupenda a la que
incluyo entre mis amigos.
Pero a veces me gustaría algo más.
Pensad en el cuento de Navidad (no en este en concreto, sino en cualquiera de
los que haya escrito). Es cierto que me gusta escribir cuentos, y que esto es
un pretexto para hacerlo. También es verdad que, eventualmente, puedo utilizar
estos cuentos para otras cosas (por ejemplo, incluí tres cuentos de Navidad en
mi antología Trece monos). Pero es
igualmente cierto que, fundamentalmente, son un regalo. Que no me ha costado
dinero, lo admito, pero sí algo más valioso: tiempo y cierto esfuerzo. Me
encanta hacer regalos, me gusta ver la cara de la gente cuando los recibe.
Por eso quiero pediros algo a todos
los que leáis el cuento: mostradme la cara. Por favor, dejadme un comentario.
No tenéis que hablar del cuento, no tenéis que decir nada; y si no queréis identificaros,
entrad como anónimos. La cosa es muy sencilla. Si os ha gustado el cuento,
poned una cara sonriente :-) Si no os ha gustado, una cara sombría :-( Y
si ni fu ni fa, una cara neutra :-I Por supuesto, si alguien quiere extenderse,
fantástico. Ese es el regalo que os pido a vosotros: veros la cara. ¿De
acuerdo? Gracias por adelantado.
Y ya basta de cháchara. Es Nochebuena,
estamos en plenas fiestas navideñas. O en Yule, el festival celta del solsticio
de invierno que da paso a la “estación del sueño”. Como soy un poco pagano y me
gustan las versiones originales, me quedo con Yule.
Así pues, ¡feliz Yule, merodeadores de
Babel, feliz Solsticio, feliz Navidad!
Y ahora, el cuento.
Doña Julia y los pobres
By
César Mallorquí
Aquella mañana, como solía hacer, Julia
salió de su casa tirando de un carrito de la compra y se dirigió al mercado.
Pero ésa no era una mañana normal; era la mañana del veinticuatro de diciembre,
la mañana previa a la Nochebuena, la mañana que daba paso a las fiestas
navideñas. Y a Julia le gustaban tanto aquellas fechas...
Julia tenía setenta y cuatro años; era
bajita, algo gordita, con el pelo teñido de castaño para espantar las canas,
siempre recogido en un moño, y, aunque la vida le había castigado mucho, una
perenne sonrisa instalada en los labios. Era risueña, algo pizpireta, muy
parlanchina.
--Buenos días, señora Julia –la saludó
Matías, el panadero, cuando pasó delante de su tienda-. Y felices fiestas.
--Felices fiestas, hijo. Y feliz
noche, para ti y tu familia.
Todo el mundo quería a Julia. Al
principio, cuando se instalaron en el barrio, sólo era la esposa de Germán, el
carnicero, una mujer amable y discreta que atendía la caja de la carnicería y a
la que nadie prestaba demasiada atención. Pero luego, cuando, siete años atrás,
Germán murió y su comercio tuvo que cerrar, Julia se convirtió, poco a poco, en
la viuda más popular del barrio.
No es de extrañar; siempre dispuesta a
echar una mano, Julia ayudaba en la iglesia, visitaba a enfermos, recogía ropa
y alimentos para los necesitados y participaba en toda suerte de actos
caritativos. Gracias a su carácter optimista, a su buen corazón y a su entrega
a los demás, Julia se ganó el afecto de sus convecinos, convirtiéndose en algo
así como el alma de la comunidad. (...)
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