Los espectáculos de masas, en particular el cine y la televisión, han creado un Olimpo de personajes que, en cierto modo, se ha convertido en nuestro referente vital. Son como una especie de falsa familia política, un elenco de hombres y mujeres con los que coincidimos de cuando en cuando y a quienes vemos crecer, madurar y envejecer. Me refiero, claro está, a los actores. Piénsalo: ¿a cuánta gente conoces “desde siempre”? A tu familia, por supuesto, a unos cuantos amigos y puede que algún que otro vecino y/o compañero de trabajo. Pero los actores están expuestos ante ti permanentemente, desde el día que pisaron un plató por primera vez hasta que la espichan, sea en un dorado retiro, sea al pie del cañón cinematográfico. Por ejemplo, Clint Eastwood: conservo en mi memoria imágenes suyas desde que él era un televisivo galancete veinteañero, hasta hoy mismo. Le he visto madurar como actor y progresar hasta lo impensable como director, le he visto encanecer, arrugarse, perder pelo, adquirir tripa. Sería capaz, si quisiera, de construir un mapa mental de su rostro a través del tiempo. ¿Con cuánta gente podría hacer lo mismo? Con poca, muy poca.
¿A cuántas mujeres he visto desnudas? No lo sé, pero me temo que la mayor parte de ellas son actrices. ¿A cuántas parejas he visto haciendo el amor? Pues a un mogollón de actores y actrices. ¿A cuánta gente he visto matar, a cuánta gente he visto morir? Mucha, todos actores. ¿A qué persona podría acercarme lo suficiente como para vislumbrar un Primerísimo Primer Plano de su rostro? Ya sabéis la respuesta: a un actor. De hecho, la inmensa mayor parte de los sucesos extraordinarios que he presenciado a lo largo de mi vida, han sido ficciones representadas por actores.
Así que, aunque no les conozcamos, acabamos encariñándonos con ellos (o detestándolos cordialmente, claro). Por ejemplo, el otro día comentaba que George Clooney me resulta simpático. Lo mismo me sucede con Jeremy Irons, o con Gene Hackman, o con Morgan Freeman, o con Michelle Yeoh, o con Sissy Spacek, o con Emma Thompson, una mujer que siempre me ha parecido encantadora, inteligente y fascinante. Por contra, no soporto a Jim Carrey, o a Jack Nicholson, o a Meryl Streep (con esa carota suya de gallina estreñida). Ya veis, sucede como en las familias: unos te caen bien, otros te caen mal.
¿Y todo esto a qué viene? Pues a que hoy, al leer el periódico, he visto en las necrológicas que había muerto Dennis Weaver. ¿Y quién demonios era Dennis Weaver? Pues un actor de TV muy popular en los 70 gracias a McCloud, una serie que él protagonizaba en el papel de un sheriff rural enrolado en la policía de New York. Es decir, algo así como un paleto en la ciudad, pero en plan serie policíaca y sin Martínez Soria de por medio. Yo no solía verla (era muy mala), pero la imagen de Weaver a caballo por la Quinta Avenida se convirtió en un icono de la época (un época muy hortera, todo hay que decirlo). No obstante, Weaver se ganó un rincón en mi corazoncito –y en el corazoncito de todos los cinéfilos de pro- gracias a su participación en Duel, la primera película dirigida por Steven Spielberg que se estrenó en cines. En principio, Duel era sólo un modesto telefilme (Spielberg comenzó en TV, dirigiendo, por ejemplo, muchos episodios de Colombo); pero el resultado final fue tan bueno, que los directivos de la Universal decidieron proyectarlo en el circuito cinematográfico. En España se llamó El diablo sobre ruedas; seguro que la habéis visto. Trata del enfrentamiento en la carretera entre un ciudadano corriente –Weaver- y un camión diabólico decidido a matarle. Es un excelente thriller de terror, basado en un relato homónimo de Richard Matheson que, por cierto, acaba de ser publicado, por primera vez en España, en el último número (el 42) de la revista Gigamesh.
En fin, que Dennis Weaver la ha diñado. Fue un actor modesto, uno de esos sólidos profesionales de la actuación que tanto abundan en USA, un rostro entre tantos. Pero, no sé por qué, al enterarme de su muerte he sentido que una parte de mí moría también. Una parte muy pequeñita, es cierto; un mero fragmento de mi juventud, pero no he podido evitar sentir una punzada de melancolía. Es como si hubiera desaparecido un familiar lejano, un primo tercero o algo así; alguien con quien jugaba de pequeño y a quien jamás volveré a ver. Aunque, claro, a Dennis sí que volveré a verle: cada vez que emitan por TV Duel o alguno de sus viejos telefilmes. Porque una de las virtudes de los actores, amigos míos, es su afán por resucitar.
martes, febrero 28
lunes, febrero 27
sábado, febrero 25
jueves, febrero 23
La invasión de los muertos vivientes
¿Dónde estabas el 23 de febrero de 1981? Supongo que muchos de vosotros aún os encontrabais en ese feliz estado de espumosa inconsciencia que es la infancia. Otros, me temo, aún no erais ni un destello libidinoso en la pupila de vuestros padres. En cuanto a mí, sólo puedo deciros que ese día estuve a punto de coger un arma para sumarme a las fuerzas golpistas. Porque, amigos míos, el 23 de febrero de 1981 yo estaba en La Coruña, haciendo la mili en Artillería.
Aquella tarde me hallaba en el cuartel, tomándome una copa en la cantina. De pronto, recibí una llamada telefónica urgente: era mi novia, anunciándome que la Guardia Civil había asaltado el Congreso. Decir que me quedé lívido sería una descripción tan pobre de la realidad como afirmar que a Hitler no acababan de gustarle del todo los judíos. No, no me quedé lívido: se me cayeron las pelotas al suelo (ping-ping), mi corazón hizo un triple salto mortal con tirabuzón incluido, las piernas adquirieron las consistencia de los tallarines hervidos y gustosamente habría tragado un par de litros de saliva si hubiera tenido alguna saliva que tragar. Estaba en la mili, coño; me veía chupando CETME durante tres o cuatro años, como la quinta del biberón. O encarcelado por rojo. O torturado. O sodomizado. O fusilado. O todo a la vez, aunque quizá no simultáneamente.
Joder, que mal rollo me entró...
Nos acuartelaron; es decir, todos los permisos de salida y pases de pernocta fueron anulados y nadie podía salir del cuartel bajo ningún concepto. A un compañero mío, militante del PC, le pillé intentando desertar. Logré convencerle de que aguardara un poco. Todavía me debe de estar agradecido. Aquella noche no dormí; la pasé pegado a un transistor. Al día siguiente, todo acabó y pude respirar tranquilo.
Pero, ¿realmente acabó todo?
Mirada la foto de Tejero. Es la caspa, es la incultura, es la inquisición, es la barbarie, es Fernando VII, es el cazurrismo español en estado puro. Es un muerto viviente, un vestigio del pasado que se alzó de la tumba pera imponer su reino de tinieblas.
Pero fue vencido por las fuerzas de la luz.
¿O no?
Volved la mirada a la derecha. ¿Qué veis? ¿A unos conservadores modernos, europeístas y sinceramente democráticos? ¿Es José María Aznar un demócrata de corazón? ¿Lo son Rajoy, Acebes y Zaplana? ¿Lo es Esperanza Aguirre? ¿Lo es la actual plana mayor del PP? Sinceramente, lo dudo mucho. Ellos, los representantes de la derecha española, son hijos de quienes colaboraron con el franquismo durante cuarenta años (salvo Fraga, claro, que colaboró directamente con su excremencia), y su cultura, lo que han mamado, se basa en los mismos principios y valores que la “gente de orden” sostenían en 1936. Son nacionalistas españoles, son católicos a ultranza, son clasistas, son reaccionarios hasta la médula.
¿Pero es que la derechona española no puede modernizarse un poco, joder? La izquierda de nuestro país se ha moderado tanto que, hoy en día, puede afirmarse que el único partido de centro-derecha que hay en España es el PSOE. Pero la derecha no, claro; ha estado tanto tiempo cortando el bacalao en este país, que cuando pierde el poder se lo toma como un robo. Reconozcámoslo: el PP está todo a la derecha que se puede estar sin empezar a romper urnas y fusilar rojos.
Vaya, menudo panfleto me estoy marcando. Y además, no digo nada nuevo. Pero es que, cuando he visto otra vez al muerto viviente del tricornio y el bigote, me ha dado por pensar que quizá en el 81 no desaparecieran todos los zombis. Es más, creo que los muertos vivientes decidieron ocultarse bajo tierra durante un tiempo, para luego resurgir disfrazados con maquillajes democráticos destinados a ocultar la palidez propia de la momificación.
Están ahí, no lo dudéis; cada vez fingen menos. Ya no perfuman con Chanel nº 5 su tufo a rancio; a lo sumo, usan Poison. Ya no ocultan el cilicio bajo la camisa; ahora lo quieren poner de moda. Ya no se esfuerzan en inventar mentiras convincentes; sencillamente, repiten las mismas mentiras hasta la saciedad, una y otra vez, el mismo coro de mentirosos profiriendo una monótona letanía apocalíptica.
Así que estad atentos, porque la invasión de los muertos vivientes comenzó hace tiempo. Pero no alcéis los ojos al cielo, porque el peligro no viene del espacio exterior. Mirad abajo, hacia las entrañas de la tierra.
Vigilad la caverna...
Aquella tarde me hallaba en el cuartel, tomándome una copa en la cantina. De pronto, recibí una llamada telefónica urgente: era mi novia, anunciándome que la Guardia Civil había asaltado el Congreso. Decir que me quedé lívido sería una descripción tan pobre de la realidad como afirmar que a Hitler no acababan de gustarle del todo los judíos. No, no me quedé lívido: se me cayeron las pelotas al suelo (ping-ping), mi corazón hizo un triple salto mortal con tirabuzón incluido, las piernas adquirieron las consistencia de los tallarines hervidos y gustosamente habría tragado un par de litros de saliva si hubiera tenido alguna saliva que tragar. Estaba en la mili, coño; me veía chupando CETME durante tres o cuatro años, como la quinta del biberón. O encarcelado por rojo. O torturado. O sodomizado. O fusilado. O todo a la vez, aunque quizá no simultáneamente.
Joder, que mal rollo me entró...
Nos acuartelaron; es decir, todos los permisos de salida y pases de pernocta fueron anulados y nadie podía salir del cuartel bajo ningún concepto. A un compañero mío, militante del PC, le pillé intentando desertar. Logré convencerle de que aguardara un poco. Todavía me debe de estar agradecido. Aquella noche no dormí; la pasé pegado a un transistor. Al día siguiente, todo acabó y pude respirar tranquilo.
Pero, ¿realmente acabó todo?
Mirada la foto de Tejero. Es la caspa, es la incultura, es la inquisición, es la barbarie, es Fernando VII, es el cazurrismo español en estado puro. Es un muerto viviente, un vestigio del pasado que se alzó de la tumba pera imponer su reino de tinieblas.
Pero fue vencido por las fuerzas de la luz.
¿O no?
Volved la mirada a la derecha. ¿Qué veis? ¿A unos conservadores modernos, europeístas y sinceramente democráticos? ¿Es José María Aznar un demócrata de corazón? ¿Lo son Rajoy, Acebes y Zaplana? ¿Lo es Esperanza Aguirre? ¿Lo es la actual plana mayor del PP? Sinceramente, lo dudo mucho. Ellos, los representantes de la derecha española, son hijos de quienes colaboraron con el franquismo durante cuarenta años (salvo Fraga, claro, que colaboró directamente con su excremencia), y su cultura, lo que han mamado, se basa en los mismos principios y valores que la “gente de orden” sostenían en 1936. Son nacionalistas españoles, son católicos a ultranza, son clasistas, son reaccionarios hasta la médula.
¿Pero es que la derechona española no puede modernizarse un poco, joder? La izquierda de nuestro país se ha moderado tanto que, hoy en día, puede afirmarse que el único partido de centro-derecha que hay en España es el PSOE. Pero la derecha no, claro; ha estado tanto tiempo cortando el bacalao en este país, que cuando pierde el poder se lo toma como un robo. Reconozcámoslo: el PP está todo a la derecha que se puede estar sin empezar a romper urnas y fusilar rojos.
Vaya, menudo panfleto me estoy marcando. Y además, no digo nada nuevo. Pero es que, cuando he visto otra vez al muerto viviente del tricornio y el bigote, me ha dado por pensar que quizá en el 81 no desaparecieran todos los zombis. Es más, creo que los muertos vivientes decidieron ocultarse bajo tierra durante un tiempo, para luego resurgir disfrazados con maquillajes democráticos destinados a ocultar la palidez propia de la momificación.
Están ahí, no lo dudéis; cada vez fingen menos. Ya no perfuman con Chanel nº 5 su tufo a rancio; a lo sumo, usan Poison. Ya no ocultan el cilicio bajo la camisa; ahora lo quieren poner de moda. Ya no se esfuerzan en inventar mentiras convincentes; sencillamente, repiten las mismas mentiras hasta la saciedad, una y otra vez, el mismo coro de mentirosos profiriendo una monótona letanía apocalíptica.
Así que estad atentos, porque la invasión de los muertos vivientes comenzó hace tiempo. Pero no alcéis los ojos al cielo, porque el peligro no viene del espacio exterior. Mirad abajo, hacia las entrañas de la tierra.
Vigilad la caverna...
miércoles, febrero 22
La ciencia ficción y yo (1)
Comencé a leer ciencia ficción (cf en lo sucesivo) cuando tenía doce años. Por aquel entonces, yo era, como todos los niños, un entusiasta de los dinosaurios; un día, encontré en mi casa una revista que había comprado mi hermano mayor. Era el número 43 de la publicación argentina Más Allá y contenía un relato ilustrado con el dibujo de un tiranosaurio, lo cual llamó inmediatamente mi atención. El cuento, de Sprague De Camp, se llamaba Un rifle para el dinosaurio y trataba sobre viajes en el tiempo y cacerías en el jurásico. Lo leí y me fascinó. A continuación, devoré Los reyes de la estrellas, una novela de Edmond Hamilton que hoy me parece infumable, pero que entonces me alucinó, e inicié así una vorágine lectora que me llevó a tragarme sin rechistar cuanta cf caía en mis manos. Y, dado que mi padre había creado Futuro, la primera colección de cf moderna publicada en España, y como mi hermano era aficionado al género, caía mucha.
Qué inconmensurable tesoro puede ser la cf para un niño; un género literario que te ofrece el universo entero, ideas insólitas, seres extraños, escenarios alucinantes. Hay una característica de la cf clásica, llamada por los anglosajones sense of wonder, “sentido de la maravilla”, que brota cuando una narración relata un hecho fantástico y extraordinario con tanta verosimilitud que, en base a la suspensión de la incredulidad, llega a parecerte real. Entonces, te maravillas. Bueno, pues imagínate lo que la cf puede hacerle a un preadolescente soñador como era yo por aquel entonces. Sinceramente, aún recuerdo esos primeros años de mi historia de amor con el género como uno de los periodos más exultantes de mi vida lectora.
Sin embargo, al mismo tiempo que leía cf, también leía otras cosas. Literatura general, en parte guiada por mi otro hermano, así que poco a poco, mientras crecía, fueron llegando a mí autores como Jardiel Poncela, Stevenson, Quevedo, Woodehouse, Fernádez Flores, Hemingway, Mihura, Evelyn Wough, Huxley, Goldwin, Camus, Kingsley Amis, García Márquez, Borges, Kafka... En fin, mi paladar literario se fue sofisticando y un buen día descubrí que la mayor parte de esa cf que tanto me gustaba era, en realidad, literariamente infecta.
Pero otra parte no. Junto a autores de saldo, había escritores realmente estimulantes. Por ejemplo, las “tres bes”, Bradbury, Bester y Ballard. O el inclasificable Cordwainer Smith. O Brown, Zelazny, Bloch, Matheson, Sheckley, Silverberg, Lem, Clarke...
Permitidme dar un rodeo, especialmente dedicado a los visitantes de este blog que no suelen frecuentar el género. La cf tal y como hoy la concebimos se inaugura, como tantas otras temáticas, en el Romanticismo, con la publicación de Frankenstein, de Mary Shelley. Luego, tras las esporádicas contribuciones de algunos autores como London o Poe, aparecen Julio Verne y H. G. Wells. Este último fija las líneas generales del género y prepara el camino para lo que vendría después. Y lo que vino después fue un salto de continente, porque la cf abandona sus orígenes europeos y se instala en EEUU de la mano de Hugo Gernsback, un emigrante luxemburgués que, a través de su revista Amazing Stories, populariza el género y lo bautiza con ese término, “science fiction”, tan terriblemente inadecuado. Durante tres largos lustros, la cf es básicamente pulp; intranscendentes relatos futuristas de aventuras, eso que se conoce como space operas. Entonces, a finales de los años 30, aparece un individuo que revolucionaría el género: John W. Campbell, editor de la revista Astounding Stories. Campbell forma una cuadra de escritores a los que exige una mayor solidez en su técnica narrativa y mas ambición en sus argumentos (aunque, eso sí, siempre centrados en aspectos científicos y tecnológicos) Durante este periodo, y bajo su batuta, surgen los primeros “clásicos” de la cf moderna: Asimov, Heinlein, Sturgeon o Simak, por citar sólo cuatro ejemplos. No obstante, la cf de la era Campbell sigue marcada por cierto grado de infantilismo y por muchas deficiencias en lo que a calidad literaria se refiere. Con honrosas excepciones, la cf de este periodo no es más que mera literatura popular de entretenimiento.
El género alcanza la mayoría de edad en la década de los 50, y lo hace de la mano de dos revistas y dos editores: Galaxy, dirigida por Horace Gold, y The Magazine of Fantasy & Sciencie Fiction, con Anthony Boucher al frente. Ambas publicaciones exigen a los autores más ambición estética en sus relatos y, sobre todo, más ambición temática. La cf comienza a explorar temas que hasta entonces eran tabú, como la política, el sexo o la religión. En esta década surgen, o se consolidan, una serie de autores fundamentales: Alfred Bester, Brian Aldiss, Robert Silverberg, Frederik Pohl o Philip K. Dick, por citar sólo un puñado de nombres (pero hay más).
Finalmente, durante los sesenta, la cf llega a la madurez y lo hace, una vez más, de la mano de una revista y un editor: New Worlds y Michael Moorcock, sólo que ahora el escenario no es USA, sino Inglaterra. Moorcock, junto a dos autores tan relevantes como Aldiss y Ballard, encabeza un movimiento –una revolución en realidad- que acabaría siendo conocida como la New Thing. Su propuesta teórica puede resumirse en la siguiente premisa: la cf debe abandonar el espacio exterior y centrarse en el espacio interior del ser humano. Además, la New Thing aboga por el experimentalismo literario y exige de sus escritores la máxima ambición temática y estética.
Demasiada ambición, por desgracia. En torno a este movimiento, que pronto saltaría a Estados Unidos, se congregan una serie de autores de gran calidad; los citados Aldiss y Ballard, Roger Zelazny, Thomas Disch, Ursula K. Le Guin, Samuel Delany, Norman Spinrad, M. John Harrisson, o los “reciclados” Silverberg y Brunner. Pero pronto empezaron a surgir los problemas. Por un lado, el exceso de experimentalismo acabó conduciendo al callejón sin salida del “todo vale”. Por otro, el gran publico lector de cf –compuesto en su mayoría, no lo olvidemos, por adolescentes- no estaba preparado para encontrar madurez y ambición estética en un género al que sólo le pedía reconfortantes fantasías masturbatorias.
Simultáneamente, se produjo un suceso insólito: la cf, hasta entonces un género muy minoritario, produjo dos títulos que se convirtieron en best sellers. Dune, de Frank Herbert y Forastero en tierra extraña, de Robert Heinlein. Entonces, los editores, que hasta entonces consideraban sus colecciones de cf como algo marginal a lo que no valía la pena prestar mucha atención, decidieron meter mano en el asunto. ¿Y qué pasa cuando a un movimiento literario le da la espalda el público, las editoriales y el marketing? Pues que a tomar por culo la revolución. Bye bye, New Thing.
¿Y qué pasó después? Nada. La cf regresó a sus orígenes, a las aventurillas espaciales más o menos sofisticadas, a la pseudociencia y la pseudotecnología, a las fantasías masturbatorias para adolescentes inseguros. ¿Qué es lo más relevante que le ha sucedido a la cf desde finales de los 70 hasta ahora? El ciberpunk, un género que desde Neuromante, su primera –y, eso sí, excelente- novela, no ha hecho más que imitarse a sí mismo.
En fin, debéis reconocerme que he hecho un verdadero ejercicio de síntesis para resumir doscientos años de cf. Ahora yo regreso a escena. Durante las últimas dos décadas, la cf se ha vuelto autorreferencial. Los autores actuales se afanan en diseñar sociedades futuras cada vez más complejas y barrocas, o en pergeñar enrevesadas tramas pseudocientíficas en una especie de ejercicio circense del más difícil todavía, o en narrar colosales space operas de proporciones tan cósmicas como infantiles. Y, qué queréis que os diga, a mí todo eso me importa un pijo. Así que, poco a poco, fui dejando de leer cf. Ah, sí, continuó fiel a algún que otro autor, como el siempre brillante Christopher Priest o el viejo Ballard, y de vez en cuando leo las recomendaciones que me hacen los amigos fiables, pero lo cierto es que el “núcleo duro” del género ya no me interesa lo más mínimo.
Entonces, a comienzos de los noventa, volví a escribir. Y paradójicamente, pese a mi desencanto con el género, lo que hice fue escribir cf. Pero me estoy alargando mucho. Si quieres saber cómo continúan mis aventuras en el mundo de la fantasía, tendrás que esperar a la segunda y última entrega de este apasionante relato.
Próximamente, en este blog.
Qué inconmensurable tesoro puede ser la cf para un niño; un género literario que te ofrece el universo entero, ideas insólitas, seres extraños, escenarios alucinantes. Hay una característica de la cf clásica, llamada por los anglosajones sense of wonder, “sentido de la maravilla”, que brota cuando una narración relata un hecho fantástico y extraordinario con tanta verosimilitud que, en base a la suspensión de la incredulidad, llega a parecerte real. Entonces, te maravillas. Bueno, pues imagínate lo que la cf puede hacerle a un preadolescente soñador como era yo por aquel entonces. Sinceramente, aún recuerdo esos primeros años de mi historia de amor con el género como uno de los periodos más exultantes de mi vida lectora.
Sin embargo, al mismo tiempo que leía cf, también leía otras cosas. Literatura general, en parte guiada por mi otro hermano, así que poco a poco, mientras crecía, fueron llegando a mí autores como Jardiel Poncela, Stevenson, Quevedo, Woodehouse, Fernádez Flores, Hemingway, Mihura, Evelyn Wough, Huxley, Goldwin, Camus, Kingsley Amis, García Márquez, Borges, Kafka... En fin, mi paladar literario se fue sofisticando y un buen día descubrí que la mayor parte de esa cf que tanto me gustaba era, en realidad, literariamente infecta.
Pero otra parte no. Junto a autores de saldo, había escritores realmente estimulantes. Por ejemplo, las “tres bes”, Bradbury, Bester y Ballard. O el inclasificable Cordwainer Smith. O Brown, Zelazny, Bloch, Matheson, Sheckley, Silverberg, Lem, Clarke...
Permitidme dar un rodeo, especialmente dedicado a los visitantes de este blog que no suelen frecuentar el género. La cf tal y como hoy la concebimos se inaugura, como tantas otras temáticas, en el Romanticismo, con la publicación de Frankenstein, de Mary Shelley. Luego, tras las esporádicas contribuciones de algunos autores como London o Poe, aparecen Julio Verne y H. G. Wells. Este último fija las líneas generales del género y prepara el camino para lo que vendría después. Y lo que vino después fue un salto de continente, porque la cf abandona sus orígenes europeos y se instala en EEUU de la mano de Hugo Gernsback, un emigrante luxemburgués que, a través de su revista Amazing Stories, populariza el género y lo bautiza con ese término, “science fiction”, tan terriblemente inadecuado. Durante tres largos lustros, la cf es básicamente pulp; intranscendentes relatos futuristas de aventuras, eso que se conoce como space operas. Entonces, a finales de los años 30, aparece un individuo que revolucionaría el género: John W. Campbell, editor de la revista Astounding Stories. Campbell forma una cuadra de escritores a los que exige una mayor solidez en su técnica narrativa y mas ambición en sus argumentos (aunque, eso sí, siempre centrados en aspectos científicos y tecnológicos) Durante este periodo, y bajo su batuta, surgen los primeros “clásicos” de la cf moderna: Asimov, Heinlein, Sturgeon o Simak, por citar sólo cuatro ejemplos. No obstante, la cf de la era Campbell sigue marcada por cierto grado de infantilismo y por muchas deficiencias en lo que a calidad literaria se refiere. Con honrosas excepciones, la cf de este periodo no es más que mera literatura popular de entretenimiento.
El género alcanza la mayoría de edad en la década de los 50, y lo hace de la mano de dos revistas y dos editores: Galaxy, dirigida por Horace Gold, y The Magazine of Fantasy & Sciencie Fiction, con Anthony Boucher al frente. Ambas publicaciones exigen a los autores más ambición estética en sus relatos y, sobre todo, más ambición temática. La cf comienza a explorar temas que hasta entonces eran tabú, como la política, el sexo o la religión. En esta década surgen, o se consolidan, una serie de autores fundamentales: Alfred Bester, Brian Aldiss, Robert Silverberg, Frederik Pohl o Philip K. Dick, por citar sólo un puñado de nombres (pero hay más).
Finalmente, durante los sesenta, la cf llega a la madurez y lo hace, una vez más, de la mano de una revista y un editor: New Worlds y Michael Moorcock, sólo que ahora el escenario no es USA, sino Inglaterra. Moorcock, junto a dos autores tan relevantes como Aldiss y Ballard, encabeza un movimiento –una revolución en realidad- que acabaría siendo conocida como la New Thing. Su propuesta teórica puede resumirse en la siguiente premisa: la cf debe abandonar el espacio exterior y centrarse en el espacio interior del ser humano. Además, la New Thing aboga por el experimentalismo literario y exige de sus escritores la máxima ambición temática y estética.
Demasiada ambición, por desgracia. En torno a este movimiento, que pronto saltaría a Estados Unidos, se congregan una serie de autores de gran calidad; los citados Aldiss y Ballard, Roger Zelazny, Thomas Disch, Ursula K. Le Guin, Samuel Delany, Norman Spinrad, M. John Harrisson, o los “reciclados” Silverberg y Brunner. Pero pronto empezaron a surgir los problemas. Por un lado, el exceso de experimentalismo acabó conduciendo al callejón sin salida del “todo vale”. Por otro, el gran publico lector de cf –compuesto en su mayoría, no lo olvidemos, por adolescentes- no estaba preparado para encontrar madurez y ambición estética en un género al que sólo le pedía reconfortantes fantasías masturbatorias.
Simultáneamente, se produjo un suceso insólito: la cf, hasta entonces un género muy minoritario, produjo dos títulos que se convirtieron en best sellers. Dune, de Frank Herbert y Forastero en tierra extraña, de Robert Heinlein. Entonces, los editores, que hasta entonces consideraban sus colecciones de cf como algo marginal a lo que no valía la pena prestar mucha atención, decidieron meter mano en el asunto. ¿Y qué pasa cuando a un movimiento literario le da la espalda el público, las editoriales y el marketing? Pues que a tomar por culo la revolución. Bye bye, New Thing.
¿Y qué pasó después? Nada. La cf regresó a sus orígenes, a las aventurillas espaciales más o menos sofisticadas, a la pseudociencia y la pseudotecnología, a las fantasías masturbatorias para adolescentes inseguros. ¿Qué es lo más relevante que le ha sucedido a la cf desde finales de los 70 hasta ahora? El ciberpunk, un género que desde Neuromante, su primera –y, eso sí, excelente- novela, no ha hecho más que imitarse a sí mismo.
En fin, debéis reconocerme que he hecho un verdadero ejercicio de síntesis para resumir doscientos años de cf. Ahora yo regreso a escena. Durante las últimas dos décadas, la cf se ha vuelto autorreferencial. Los autores actuales se afanan en diseñar sociedades futuras cada vez más complejas y barrocas, o en pergeñar enrevesadas tramas pseudocientíficas en una especie de ejercicio circense del más difícil todavía, o en narrar colosales space operas de proporciones tan cósmicas como infantiles. Y, qué queréis que os diga, a mí todo eso me importa un pijo. Así que, poco a poco, fui dejando de leer cf. Ah, sí, continuó fiel a algún que otro autor, como el siempre brillante Christopher Priest o el viejo Ballard, y de vez en cuando leo las recomendaciones que me hacen los amigos fiables, pero lo cierto es que el “núcleo duro” del género ya no me interesa lo más mínimo.
Entonces, a comienzos de los noventa, volví a escribir. Y paradójicamente, pese a mi desencanto con el género, lo que hice fue escribir cf. Pero me estoy alargando mucho. Si quieres saber cómo continúan mis aventuras en el mundo de la fantasía, tendrás que esperar a la segunda y última entrega de este apasionante relato.
Próximamente, en este blog.
lunes, febrero 20
Fray César de Baskerville
En la entrada que está situada un par de pasos más atrás, mi buen amigo Juanmi Aguilera insistía en que me parezco a Sean Connery. Yo le decía que no, que a quien realmente me parezco es a George Clooney; pero al final resulta que el bueno de Juanmi tiene razón, como demuestra la foto que me ha mandado y que podéis admirar sobre estas líneas. Es una instantánea que me tomaron hace 679 años, durante unas vacaciones en Italia, cuando estaba buscando por las librerías de viejo un manuscrito perdido de Aristóteles. Al final, lo encontré; pero se me quemó. Por cierto, ¿cómo se llama esa flor que tiene espinas y huele tan bien? Mecachis; mira que olvidarme de su nombre...
domingo, febrero 19
Una recomendación a vuelapluma
A todos los que estáis interesados en el debate sobre las caricaturas de Mahoma, os recomiendo que leáis el artículo central de opinión que aparece hoy en El Páis. Se llama Contra las nuevas santas alianzas y su autor es el filósofo italiano Paolo Flores D'Arcais. Como muestra, una frase entresacada del texto:
"Mi libertad tiene sus límites en la tuya. Gran verdad. En tu libertad, no en tu susceptibilidad"
"Mi libertad tiene sus límites en la tuya. Gran verdad. En tu libertad, no en tu susceptibilidad"
Mi Doppelgänger: George Clooney
El viernes vi Buenas noches y buena suerte, la segunda película dirigida por George Clooney. Trata sobre el enfrentamiento, durante los años 50, entre un presentador de TV, Ed Murrow, y el senador McCarthy, aunque en realidad esto no es más que un pretexto para reflexionar sobre las manipulaciones del poder y el progresivo control de los medios de comunicación. El film, de apenas hora y media, es seco y sobrio, muy alejado de los habituales planteamientos de Hollywood tipo “bueno contra malo y al final gana el bueno”. No, en la película de Clooney no hay blancos ni negros, sino distintas gradaciones de gris; aunque, eso sí, tirando a oscuro. Y no, no ganan los buenos, porque aunque McCarthy acabó cayendo en desgracia, su cruzada contra la libertad está hoy más activa que nunca. Por lo demás, la dirección es elegante y precisa, casi documental a veces, con unas imágenes en un espléndido blanco y negro que muchas veces recuerdan al Ciudadano Kane de Welles. Y un detalle políticamente incorrecto: de todas las películas que he visto –y he visto muchas-, creo que ésta es en la que más se fuma.
Una anécdota: al salir del cine –era el Kinépolis-, varios grupos de gente joven comentaban espeluznados lo aburrida que era la película. Pobres descerebraditos míos; creían que iban a presenciar una peli chorra del Yorsh Cluny, tipo Ocean’s eleven, y se encontraron con una reflexiva y oscura crítica al poder.
Permitidme una digresión. ¿A quién os gustaría pareceros físicamente? Por supuesto, hay muchísimos hombres cuyo físico me da cien vueltas. Brad Pitt, sin ir más lejos. Es guapo que te cagas y si me pareciera a él, aunque sólo fuera un poquito, mi vida erótica experimentaría un incremento sólo semejante a lo que le pasa a una supernova. Pero, puestos a elegir, no me gustaría poseer su físico. Para mí es un guaperas sin el menor atractivo. Y lo mismo digo de Tom Cruise, Richard Gere o del sosísimo Orlando Bloom. No, si me dieran a elegir, escogería parecerme a Sean Connery (cuando era más joven, claro) o a George Clooney. Para mí son el sumun de la belleza masculina.
Es curioso lo de George Clooney. Podría ser el típico cara bonita de Hollywood, el clásico galán narcisista preocupado tan sólo por su imagen pública. Pero no. Es jodidamente guapo el cabrón, es cierto, pero posee el don de burlarse de sí mismo, como demostró, por ejemplo, en Oh Brother, de los Cohen. Pensad que podría perfectamente estar protagonizando una chorrada detrás de otra, como hace Brad Pitt. Y sí, se embarca en chorradas, por supuesto, como aquel terrible Batman cuyo título ni siquiera recuerdo, o aquel espanto llamado Un romance muy peligroso, películas perfectamente olvidables que, paradójicamente, debieron dejar una huella indeleble en su cuenta corriente. Sin embargo, y cada vez más en los últimos tiempos, Clooney se embarca en películas arriesgadas, como Solaris, o comprometidas, como Syriana, Tres reyes o las dos que ha dirigido. Además, si leéis alguna entrevista suya, comprobaréis que es un hombre inteligente, culto y con un agudo sentido del humor preñado de ironía y auto burla (1). Para colmo, es crítico con su país y está lo más a la izquierda que se puede estar en USA sin que te lleven a Guantánamo. Encima, es un buen actor. Y el muy hijo de puta está soltero.
Como comprenderéis, odio profundamente a George Clooney.
Pero al mismo tiempo -no puedo evitarlo-, me cae francamente bien.
NOTA (1): Su sentido del humor suele ser estimulantemente incorrecto. Por ejemplo, en cierta ocasión, durante una rueda de prensa con motivo del estreno de Ocean’s eleven, le preguntaron a Andy García: ¿Qué es lo más importante para usted? Andy, latino por los cuatro costados, respondió: “Mi mujer y mis hijos”. Entonces, el periodista se volvió hacia George y le preguntó: ¿Y para usted, qué es lo más importante? Clooney, imperturbable, contestó: “La mujer y los hijos de Andy García”. Andy le dedicó una mirada asesina. George le guiñó un ojo.
Una anécdota: al salir del cine –era el Kinépolis-, varios grupos de gente joven comentaban espeluznados lo aburrida que era la película. Pobres descerebraditos míos; creían que iban a presenciar una peli chorra del Yorsh Cluny, tipo Ocean’s eleven, y se encontraron con una reflexiva y oscura crítica al poder.
Permitidme una digresión. ¿A quién os gustaría pareceros físicamente? Por supuesto, hay muchísimos hombres cuyo físico me da cien vueltas. Brad Pitt, sin ir más lejos. Es guapo que te cagas y si me pareciera a él, aunque sólo fuera un poquito, mi vida erótica experimentaría un incremento sólo semejante a lo que le pasa a una supernova. Pero, puestos a elegir, no me gustaría poseer su físico. Para mí es un guaperas sin el menor atractivo. Y lo mismo digo de Tom Cruise, Richard Gere o del sosísimo Orlando Bloom. No, si me dieran a elegir, escogería parecerme a Sean Connery (cuando era más joven, claro) o a George Clooney. Para mí son el sumun de la belleza masculina.
Es curioso lo de George Clooney. Podría ser el típico cara bonita de Hollywood, el clásico galán narcisista preocupado tan sólo por su imagen pública. Pero no. Es jodidamente guapo el cabrón, es cierto, pero posee el don de burlarse de sí mismo, como demostró, por ejemplo, en Oh Brother, de los Cohen. Pensad que podría perfectamente estar protagonizando una chorrada detrás de otra, como hace Brad Pitt. Y sí, se embarca en chorradas, por supuesto, como aquel terrible Batman cuyo título ni siquiera recuerdo, o aquel espanto llamado Un romance muy peligroso, películas perfectamente olvidables que, paradójicamente, debieron dejar una huella indeleble en su cuenta corriente. Sin embargo, y cada vez más en los últimos tiempos, Clooney se embarca en películas arriesgadas, como Solaris, o comprometidas, como Syriana, Tres reyes o las dos que ha dirigido. Además, si leéis alguna entrevista suya, comprobaréis que es un hombre inteligente, culto y con un agudo sentido del humor preñado de ironía y auto burla (1). Para colmo, es crítico con su país y está lo más a la izquierda que se puede estar en USA sin que te lleven a Guantánamo. Encima, es un buen actor. Y el muy hijo de puta está soltero.
Como comprenderéis, odio profundamente a George Clooney.
Pero al mismo tiempo -no puedo evitarlo-, me cae francamente bien.
NOTA (1): Su sentido del humor suele ser estimulantemente incorrecto. Por ejemplo, en cierta ocasión, durante una rueda de prensa con motivo del estreno de Ocean’s eleven, le preguntaron a Andy García: ¿Qué es lo más importante para usted? Andy, latino por los cuatro costados, respondió: “Mi mujer y mis hijos”. Entonces, el periodista se volvió hacia George y le preguntó: ¿Y para usted, qué es lo más importante? Clooney, imperturbable, contestó: “La mujer y los hijos de Andy García”. Andy le dedicó una mirada asesina. George le guiñó un ojo.
sábado, febrero 18
El coleccionista de frases 12
Hace tiempo, escuché una definición que me pareció divertida. En realidad, no es una frase, así que no debería figurar en esta colección, pero como es sábado y me siento particularmente vago, no me apetece escribir una larga entrada. Además, os va a gustar, ya veréis.
"¿Sabes cuál es la diferencia entre colaborar e implicarse? Imagínate unos huevos fritos con bacón. Pues bien, en ese plato la gallina colabora. El cerdo se implica".
"¿Sabes cuál es la diferencia entre colaborar e implicarse? Imagínate unos huevos fritos con bacón. Pues bien, en ese plato la gallina colabora. El cerdo se implica".
jueves, febrero 16
Follar por amor al arte
En una entrada anterior, le pedía a los escritores que deambulan por aquí que confesaran por qué dan a leer sus escritos, por qué los comparten con los demás. Las respuestas han sido variadas y quien desee conocerlas no tiene más que echarle un vistazo a “Exhibicionismo intelectual”, un poquito más atrás; ahora quiero hablar de algo que contestaron un par de amables y sinceros interlocutores. Según ellos, escriben y comparten sus escritos para follar.
Es realmente curioso. Yo sabía que las mujeres se sienten románticamente atraídas por algunos artistas; pintores, músicos, cantantes, actores... pero, ¿escritores? Vale, puede que un poeta tenga su aquel, no lo dudo, pero ¿un novelista?... Pues sí, amigos míos; cuando comencé a dedicarme a la literatura, descubrí que mi condición de narrador, unida a mis preciosos ojos azules, contribuía notablemente a potenciar mi más bien dudoso encanto entre las damas. Por desgracia, soy un iconoclasta y, como buen iconoclasta, lo primero que hago es cargarme mi propia imagen, algo que, todo sea dicho, ayuda muy poco a crear una atmósfera romántica a mi alrededor. Pero eso es otra historia.
Estoy seguro de que la mayoría de los escritores varones escriben, aunque sólo sea en parte, para poder darle alegrías al pequeño soldadito. Y quien dice escritores, dice actores, músicos, cantantes, pintores... todos firmemente motivados en su dedicación artística por la posibilidad de echar un polvo. ¿Os imagináis cuántas obras maestras son fruto del ardor de una entrepierna? La Divina Comedia es un kiki nunca echado a Beatriz. Picasso se hartó de pintar cuadros para poder follarse a Olga Koklova o Dora Maar. Hitchcock dirigió Los pájaros para dar rienda suelta a sus instintos sádicos con Tippi Hedren. Y estoy seguro, aunque no lo sé a ciencia cierta, de que Leonard Cohen escribió cierta canción para poder tocarle las nalgas a una tal Suzanne. Todo, absolutamente todo el arte masculino del mundo tiene su origen en un puñado de espermatozoides ansiosos por irse de óvulos. Es más, creo que prácticamente cualquier cosa que hagamos los hombres obedece al único propósito de follar, con quien sea, como sea y cuando sea.
Pues vaya tiranía tenemos los hombres con el sexo, ¿no?... Quizá por eso dicen que un hombre es una polla sacando de paseo a un cerebro.
Con las mujeres, sin embargo, no sucede lo mismo; o, mejor dicho, sucede de una forma muy distinta, tanto en cantidad como en cualidad. Las mujeres controlan mucho mejor su sexualidad; de hecho, a veces incluso se pasan con ese control. Y quizá esto sea un ejemplo de lo sabia que es la naturaleza, porque si los hombres tuvieran la misma capacidad orgásmica que las mujeres, y las mujeres el mismo entusiasmo por el sexo que los hombres, la humanidad seguiría encaramada a los árboles. “Que inventen la rueda los lémures”, diríamos; “nosotros, a follar”.
Pero no, las mujeres son diferentes en eso. A fin de cuentas, cualquier mujer medianamente joven y agraciada puede acostarse con todos los hombres que le vengan en gana, de uno en uno, a pares o por docenas. Y yo siempre me he preguntado: si pueden ¿por qué no lo hacen? No digo que todos los días, pero, hombre, de vez en cuando... Claro, que eso lo pienso desde mi obsesivo cerebro de varón.
Ahora bien, está claro que las mujeres no escriben para follar; no lo necesitan. Entonces, si no es por la coyunda, ¿por qué narices escriben? ¿Por qué ejercen actividades artísticas? Si vamos a eso, ¿por qué hacen cualquier cosa? Bueno, estoy bromeando, claro.
Creo...
Es realmente curioso. Yo sabía que las mujeres se sienten románticamente atraídas por algunos artistas; pintores, músicos, cantantes, actores... pero, ¿escritores? Vale, puede que un poeta tenga su aquel, no lo dudo, pero ¿un novelista?... Pues sí, amigos míos; cuando comencé a dedicarme a la literatura, descubrí que mi condición de narrador, unida a mis preciosos ojos azules, contribuía notablemente a potenciar mi más bien dudoso encanto entre las damas. Por desgracia, soy un iconoclasta y, como buen iconoclasta, lo primero que hago es cargarme mi propia imagen, algo que, todo sea dicho, ayuda muy poco a crear una atmósfera romántica a mi alrededor. Pero eso es otra historia.
Estoy seguro de que la mayoría de los escritores varones escriben, aunque sólo sea en parte, para poder darle alegrías al pequeño soldadito. Y quien dice escritores, dice actores, músicos, cantantes, pintores... todos firmemente motivados en su dedicación artística por la posibilidad de echar un polvo. ¿Os imagináis cuántas obras maestras son fruto del ardor de una entrepierna? La Divina Comedia es un kiki nunca echado a Beatriz. Picasso se hartó de pintar cuadros para poder follarse a Olga Koklova o Dora Maar. Hitchcock dirigió Los pájaros para dar rienda suelta a sus instintos sádicos con Tippi Hedren. Y estoy seguro, aunque no lo sé a ciencia cierta, de que Leonard Cohen escribió cierta canción para poder tocarle las nalgas a una tal Suzanne. Todo, absolutamente todo el arte masculino del mundo tiene su origen en un puñado de espermatozoides ansiosos por irse de óvulos. Es más, creo que prácticamente cualquier cosa que hagamos los hombres obedece al único propósito de follar, con quien sea, como sea y cuando sea.
Pues vaya tiranía tenemos los hombres con el sexo, ¿no?... Quizá por eso dicen que un hombre es una polla sacando de paseo a un cerebro.
Con las mujeres, sin embargo, no sucede lo mismo; o, mejor dicho, sucede de una forma muy distinta, tanto en cantidad como en cualidad. Las mujeres controlan mucho mejor su sexualidad; de hecho, a veces incluso se pasan con ese control. Y quizá esto sea un ejemplo de lo sabia que es la naturaleza, porque si los hombres tuvieran la misma capacidad orgásmica que las mujeres, y las mujeres el mismo entusiasmo por el sexo que los hombres, la humanidad seguiría encaramada a los árboles. “Que inventen la rueda los lémures”, diríamos; “nosotros, a follar”.
Pero no, las mujeres son diferentes en eso. A fin de cuentas, cualquier mujer medianamente joven y agraciada puede acostarse con todos los hombres que le vengan en gana, de uno en uno, a pares o por docenas. Y yo siempre me he preguntado: si pueden ¿por qué no lo hacen? No digo que todos los días, pero, hombre, de vez en cuando... Claro, que eso lo pienso desde mi obsesivo cerebro de varón.
Ahora bien, está claro que las mujeres no escriben para follar; no lo necesitan. Entonces, si no es por la coyunda, ¿por qué narices escriben? ¿Por qué ejercen actividades artísticas? Si vamos a eso, ¿por qué hacen cualquier cosa? Bueno, estoy bromeando, claro.
Creo...
martes, febrero 14
Un vídeo pornográfico
Ocho soldados europeos propinan una soberana paliza a cuatro chicos. Es decir, dos soldados por chico; aunque se nota cierta falta de coordinación, porque hay tres militares pegando a uno de los chavales a la vez, lo cual va en contra de una justa y democrática distribución de los golpes. Los soldados, equipados con trajes de campaña y todo su armamento, golpean con porras y sacuden vigorosas patadas. Uno de ellos, el sargento que está en primer término de la imagen, intenta patear los genitales de uno de los chicos, que está caído en el suelo. No tiene mucha puntería, pero, tras repetidos fallos, consigue finalmente sacudir una coz allí donde más duele.
Esos soldados, pertenecientes a una fuerza invasora, no necesitan Palabras Grandes (dios, patria, raza, pueblo...) para cometer semejantes atrocidades. Lo hacen sencillamente porque pueden hacerlo, porque son más y más fuertes, porque carecen de todo rastro de escrúpulo moral. Su única coartada ética radica en esa soberbia cultural, tan característica de nuestra civilización, que les hace sentirse superiores a cualquier otro pueblo. Y si eres superior, puedes hacer con los inferiores lo que te salga de los cojones, lo cual incluye patearles los ídem. Quizá alguien alegue que esos soldados son una excepción, que no representan las esencias de nuestra civilizada cultura occidental, igual que otras voces alegan que los fanáticos de Al Qaeda son una perversión totalmente ajena a la pacífica sociedad islámica. Es mentira. Esos soldados no representan el total de nuestra sociedad, en efecto, pero forman parte de ella y, posiblemente, de una forma consustancial. En cierto modo, todos nosotros, los occidentales, estamos detrás de esos golpes, todos sostenemos la porra, todos pateamos la entrepierna de un chaval caído e indefenso. La complicidad adopta muchos rostros distintos.
Hay una frase, citada por el fascista Robert Heinlein, que viene al caso: “Al final, siempre hay un pelotón de soldados salvando la civilización”. ¿Sí?... No sé, hasta ahora, todo lo que he visto es pelotones de soldados haciendo lo inhumanamente posible por cargarse la civilización. ¿Conocéis 2001 una odisea del espacio? Entonces seguro que recordáis la famosa elipsis de un millón de años. Un primitivo homínido, que acaba de matar a otro homínido con un hueso de tapir, lanza triunfalmente el hueso al aire. La cámara sigue la ascensión del hueso y, de pronto, un corte nos lleva a un futurista satélite artificial orbitando en torno a la tierra. Suele interpretarse esta elipsis como una demostración del avance de la humanidad, pero ésa no era la verdadera intención de Kubrick. Si nos fijamos bien, comprobaremos que el satélite artificial es en realidad una base de lanzamiento de misiles nucleares. Del hueso-arma prehistórico pasamos a las sofisticadas bombas atómicas. Lo que esta elipsis dice es que el hombre no ha evolucionado éticamente ni un milímetro en un millón de años. La civilización no acaba con la barbarie: sencillamente, la perfecciona.
Pero volvamos a nuestros soldados invasores (soldados que, no lo olvidemos, el estado español apoyó en su momento). Debo confesaros algo: no me impresionó particularmente la paliza. He visto muchas palizas semejantes en los telediarios. Policías de Los Ángeles apaleando a un honrado ciudadano negro, policías españoles reprimiendo en plan bestia manifestaciones pacíficas, botas israelitas machacando cráneos palestinos... Mi sensibilidad esta vacunada contra las palizas ajenas, lamento reconocerlo. Me indignan a un nivel intelectual, pero no me retuercen las tripas; supongo que ése es el precio –la insensibilización- que uno acaba pagando por vivir en un mundo tan brutal.
En efecto, las imágenes de ese vídeo no me afectaron de un modo especial. Pero el sonido, ay amigo, eso es otra cuestión. ¿Habéis escuchado la voz del autor de ese vídeo (un cabo del ejército británico) mientras filma la brutal paliza? Jadea, suspira, ríe entrecortadamente, dice sí-sí-sí-sí-sí, murmura, gime... Está teniendo un orgasmo, joder, se está corriendo el hijo de la gran puta. ¿Qué clase de persona es ésa, cómo puede alguien disfrutar de forma tan erótica con el dolor de unos pobres chavales indefensos? ¿Y por qué grabó ese vídeo el muy gilipollas? Supongo que para poder hacerse pajas más tarde...
Aún ahora, mientras escribo estas líneas, me cuesta quitarme esa voz de la cabeza. Nunca he oído algo tan obsceno. Pero lo peor de todo es que esa voz también es la voz de nuestra civilización, es nuestra voz, aunque nos resistamos a aceptarlo. Ellos, los soldados, son el ariete; nosotros la retaguardia. Y no, la verdad, no creo que baste con la indignación para sentirse libre de culpa. Hace falta algo más.
Esos soldados, pertenecientes a una fuerza invasora, no necesitan Palabras Grandes (dios, patria, raza, pueblo...) para cometer semejantes atrocidades. Lo hacen sencillamente porque pueden hacerlo, porque son más y más fuertes, porque carecen de todo rastro de escrúpulo moral. Su única coartada ética radica en esa soberbia cultural, tan característica de nuestra civilización, que les hace sentirse superiores a cualquier otro pueblo. Y si eres superior, puedes hacer con los inferiores lo que te salga de los cojones, lo cual incluye patearles los ídem. Quizá alguien alegue que esos soldados son una excepción, que no representan las esencias de nuestra civilizada cultura occidental, igual que otras voces alegan que los fanáticos de Al Qaeda son una perversión totalmente ajena a la pacífica sociedad islámica. Es mentira. Esos soldados no representan el total de nuestra sociedad, en efecto, pero forman parte de ella y, posiblemente, de una forma consustancial. En cierto modo, todos nosotros, los occidentales, estamos detrás de esos golpes, todos sostenemos la porra, todos pateamos la entrepierna de un chaval caído e indefenso. La complicidad adopta muchos rostros distintos.
Hay una frase, citada por el fascista Robert Heinlein, que viene al caso: “Al final, siempre hay un pelotón de soldados salvando la civilización”. ¿Sí?... No sé, hasta ahora, todo lo que he visto es pelotones de soldados haciendo lo inhumanamente posible por cargarse la civilización. ¿Conocéis 2001 una odisea del espacio? Entonces seguro que recordáis la famosa elipsis de un millón de años. Un primitivo homínido, que acaba de matar a otro homínido con un hueso de tapir, lanza triunfalmente el hueso al aire. La cámara sigue la ascensión del hueso y, de pronto, un corte nos lleva a un futurista satélite artificial orbitando en torno a la tierra. Suele interpretarse esta elipsis como una demostración del avance de la humanidad, pero ésa no era la verdadera intención de Kubrick. Si nos fijamos bien, comprobaremos que el satélite artificial es en realidad una base de lanzamiento de misiles nucleares. Del hueso-arma prehistórico pasamos a las sofisticadas bombas atómicas. Lo que esta elipsis dice es que el hombre no ha evolucionado éticamente ni un milímetro en un millón de años. La civilización no acaba con la barbarie: sencillamente, la perfecciona.
Pero volvamos a nuestros soldados invasores (soldados que, no lo olvidemos, el estado español apoyó en su momento). Debo confesaros algo: no me impresionó particularmente la paliza. He visto muchas palizas semejantes en los telediarios. Policías de Los Ángeles apaleando a un honrado ciudadano negro, policías españoles reprimiendo en plan bestia manifestaciones pacíficas, botas israelitas machacando cráneos palestinos... Mi sensibilidad esta vacunada contra las palizas ajenas, lamento reconocerlo. Me indignan a un nivel intelectual, pero no me retuercen las tripas; supongo que ése es el precio –la insensibilización- que uno acaba pagando por vivir en un mundo tan brutal.
En efecto, las imágenes de ese vídeo no me afectaron de un modo especial. Pero el sonido, ay amigo, eso es otra cuestión. ¿Habéis escuchado la voz del autor de ese vídeo (un cabo del ejército británico) mientras filma la brutal paliza? Jadea, suspira, ríe entrecortadamente, dice sí-sí-sí-sí-sí, murmura, gime... Está teniendo un orgasmo, joder, se está corriendo el hijo de la gran puta. ¿Qué clase de persona es ésa, cómo puede alguien disfrutar de forma tan erótica con el dolor de unos pobres chavales indefensos? ¿Y por qué grabó ese vídeo el muy gilipollas? Supongo que para poder hacerse pajas más tarde...
Aún ahora, mientras escribo estas líneas, me cuesta quitarme esa voz de la cabeza. Nunca he oído algo tan obsceno. Pero lo peor de todo es que esa voz también es la voz de nuestra civilización, es nuestra voz, aunque nos resistamos a aceptarlo. Ellos, los soldados, son el ariete; nosotros la retaguardia. Y no, la verdad, no creo que baste con la indignación para sentirse libre de culpa. Hace falta algo más.
domingo, febrero 12
Exhibicionismo intelectual
Andaba yo el otro día en este blog haciéndome preguntas fundamentales, del tipo “¿quién soy?-¿adónde voy?-¿hay sexo después de la muerte?” y todo eso, cuando me dio por plantearme por qué escribo. En el fondo, es una estupidez preguntarse eso. Escribo porque, más o menos, me gusta. Punto. O bien, no hay ninguna respuesta. Sin embargo, Cristian, un buen cyberamigo, hizo a su vez una pregunta mucho más interesante que las mías: no por qué se escribe, sino ¿por qué se comparte con los demás lo que se escribe?
Bien, yo contesté un poco alegremente que comparto mis escritos por vanidad, por soledad y por ingenuidad. A esto habría que añadir: por dinero. Me explicaré. Por vanidad, porque disfruto cuando lo que hago gusta a los demás. Me siento más seguro. Por soledad, porque escribir es una de las profesiones más hurañas que existen. Es lanzar un largo discurso al vacío, hablar sin interlocutores. El texto, una vez acabado, es como una pregunta sin respuesta. Por eso lo compartimos: para oír otras voces. Por ingenuidad, porque mira que hay que ser candoroso para creer que las cosas que se te ocurren pueden interesarle a alguien o servir para algo. Y, finalmente, por dinero porque, mira tú qué cosas, de algún modo he conseguido que la gente pague por leer lo que escribo.
Bueno, ésa es mi respuesta. Pero por este blog circulan unos cuantos escritores a los que me gustaría escuchar. Decidme, ¿por qué compartís vuestros escritos? ¿No os parece un deplorable acto de exhibicionismo intelectual? Pero, por favor, no me vengáis con rollos místico-literarios del tipo: la literatura me eligió a mí, es una necesidad que me brota del alma, escribir es arrojar al océano botellas con un mensaje dentro... No, no, no; hoy nada de hacer literatura con la literatura. Responded como..., como..., como si fueseis seres humanos normales. Sin milongas, con honestidad: ¿por qué ofrecéis al mundo vuestros escritos? ¿Es que no os da vergüenza?...
Bien, yo contesté un poco alegremente que comparto mis escritos por vanidad, por soledad y por ingenuidad. A esto habría que añadir: por dinero. Me explicaré. Por vanidad, porque disfruto cuando lo que hago gusta a los demás. Me siento más seguro. Por soledad, porque escribir es una de las profesiones más hurañas que existen. Es lanzar un largo discurso al vacío, hablar sin interlocutores. El texto, una vez acabado, es como una pregunta sin respuesta. Por eso lo compartimos: para oír otras voces. Por ingenuidad, porque mira que hay que ser candoroso para creer que las cosas que se te ocurren pueden interesarle a alguien o servir para algo. Y, finalmente, por dinero porque, mira tú qué cosas, de algún modo he conseguido que la gente pague por leer lo que escribo.
Bueno, ésa es mi respuesta. Pero por este blog circulan unos cuantos escritores a los que me gustaría escuchar. Decidme, ¿por qué compartís vuestros escritos? ¿No os parece un deplorable acto de exhibicionismo intelectual? Pero, por favor, no me vengáis con rollos místico-literarios del tipo: la literatura me eligió a mí, es una necesidad que me brota del alma, escribir es arrojar al océano botellas con un mensaje dentro... No, no, no; hoy nada de hacer literatura con la literatura. Responded como..., como..., como si fueseis seres humanos normales. Sin milongas, con honestidad: ¿por qué ofrecéis al mundo vuestros escritos? ¿Es que no os da vergüenza?...
sábado, febrero 11
El coleccionista de frases 11
Hoy, mientras hojeaba el periódico y tomaba un café, mi yo cazador de frases ha cobrado una pieza. La he encontrado en Fanáticos sin fronteras, el artículo de Fernando Savater que aparece hoy en El País. Savater atribuye la frase a Cioran, así que supongo que será de Cioran.
“Todas las religiones son cruzadas contra el sentido del humor”.
“Todas las religiones son cruzadas contra el sentido del humor”.
viernes, febrero 10
Polemizando
Es increíble el follón que se está montando con las caricaturas de Mahoma. Y no me refiero al jaleo internacional, sino al privado. Últimamente me he visto involucrado en tres polémicas al respecto. La primera fue culpa mía, es cierto, pues sobrevino a raíz de que publicase en este blog la entrada Caricaturas satánicas. La segunda se ha producido en el blog de Julián Díez, y también fue culpa mía, por entrar al trapo. Pero en la tercera no he tenido nada que ver. Un día, recibí un mail de un amigo dirigido a una amplia lista de destinatarios; contenía cierto artículo de Ramón de España sobre el tema. A partir de ese momento, todos los días se llena mi Outlook de encendidos correos debatiendo una postura u otra. En esta última polémica me he negado a participar. Todo cansa.
Ahora bien, ¿cuáles son esas posturas enfrentadas? Bueno, por un lado estamos quienes pensamos que ciertas conquistas de la civilización occidental, como los derechos humanos y, en este caso particular, la libertad de expresión, son valores fundamentales que deben defenderse a toda costa frente a los enemigos de la libertad, sean estos quienes sean y provengan de donde provengan. Por otro lado, están quienes replican que la sociedad occidental tiene las manos manchadas de sangre, que es opresora e hipócrita, un desastre para el tercer mundo. Sostienen que los occidentales se llevan las manos a la cabeza cuando un puñado de desarrapados sale a la calle dando voces, pero que cierran los ojos ante las numerosas injusticias de su propia sociedad. Afirman que publicar una y otra vez las dichosas caricaturas es hacerle el juego a Bush y la extrema derecha en una campaña xenófoba de “palo al moro”.
En fin, lo reconozco, muchos argumentos de estos últimos son ciertos. Pero, sinceramente, no sé qué tienen que ver con el asunto. En todo momento he defendido mi postura (la primera de las antes citadas) desde un punto de vista ético, pero no político. Quien quiera saber lo que pienso al respecto, puede repasar anteriores entradas, como Caricaturas satánicas o Palabras peligrosas. No voy a repetirlo aquí, pero si quisiera añadir algo:
1. La civilización occidental es un desastre en muchos aspectos. Ha exportado y exporta guerras, miseria y dolor. Ha explotado y explota a los pueblos del tercer mundo. Ha generado los mayores conflictos bélicos de la historia. Y muchas barbaridades más.
2. La civilización occidental es hipócrita. Entre otras muchas cosas, porque no aplica a otros pueblos y culturas los valores que supuestamente defiende.
3. La civilización occidental ha perdido por el camino valores muy estimables que aún están presentes en otras culturas.
4. La civilización occidental no tiene derecho a erigirse en juez y árbitro de los demás pueblos.
5. Donde ellos están ahora, nosotros estuvimos en el pasado.
Vale, todo eso es cierto. Pero hay otras verdades que también conviene sopesar:
La civilización occidental, pese a sus muchas lacras y errores, ha alcanzado determinadas conquistas sociales e intelectuales que la sitúan muy por delante del resto de las culturas del planeta.
1. La democracia. Un régimen muy imperfecto, incluso engañoso, pero infinitamente mejor que cualquier teocracia, aristocracia, autocracia o la cracia que te venga en gana.
2. El laicismo. Desplaza a Dios como fiel de la balanza moral y pone en su lugar al ser humano.
3. El humanismo. Cuya máxima expresión es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entre los que se encuentra la libertad de expresión.
Y basta, no necesito ir más lejos. Puede que ninguno de estos logros se practique al cien por cien en ninguna cultura occidental, pero desde luego sí muchísimo más que en cualquier otro régimen del planeta. Además, aunque no se practicasen en lo absoluto, seguirían siendo una profunda aspiración innata a nuestra cultura; y esto ya es mucho más de lo que podemos esperar de pueblos más preocupados por alabar a su dios y seguir ciegamente a sus profetas, que por la razón y la justicia. Sostengo firmemente que los valores basados en el humanismo son positivamente valiosos para todos los seres humanos, sea cual sea su raza o país, y quienes creemos en ellos tenemos todo el derecho del mundo a defenderlos; pero no empleando la violencia, sino mediante el ejercicio activo de los derechos humanos. Por ejemplo, haciendo uso de nuestra libertad de expresión.
Mezclar estas ideas con la política colonialista occidental no son más que ganas de enredar las cosas. O quizá una consecuencia de la conciencia sucia que muchos occidentales de buena voluntad tenemos en virtud de los muchos pecados cometidos por nuestra civilización. Es razonable, pero estamos hablando de ética, no de complejos.
Y, por cierto, me preocupa mucho el fanatismo islámico. Pero me preocupa infinitamente más el fundamentalismo cristiano del que Bush es un fiel representante. Esos fanáticos tienen más poder y, por tanto, son más peligrosos.
Ahora bien, ¿cuáles son esas posturas enfrentadas? Bueno, por un lado estamos quienes pensamos que ciertas conquistas de la civilización occidental, como los derechos humanos y, en este caso particular, la libertad de expresión, son valores fundamentales que deben defenderse a toda costa frente a los enemigos de la libertad, sean estos quienes sean y provengan de donde provengan. Por otro lado, están quienes replican que la sociedad occidental tiene las manos manchadas de sangre, que es opresora e hipócrita, un desastre para el tercer mundo. Sostienen que los occidentales se llevan las manos a la cabeza cuando un puñado de desarrapados sale a la calle dando voces, pero que cierran los ojos ante las numerosas injusticias de su propia sociedad. Afirman que publicar una y otra vez las dichosas caricaturas es hacerle el juego a Bush y la extrema derecha en una campaña xenófoba de “palo al moro”.
En fin, lo reconozco, muchos argumentos de estos últimos son ciertos. Pero, sinceramente, no sé qué tienen que ver con el asunto. En todo momento he defendido mi postura (la primera de las antes citadas) desde un punto de vista ético, pero no político. Quien quiera saber lo que pienso al respecto, puede repasar anteriores entradas, como Caricaturas satánicas o Palabras peligrosas. No voy a repetirlo aquí, pero si quisiera añadir algo:
1. La civilización occidental es un desastre en muchos aspectos. Ha exportado y exporta guerras, miseria y dolor. Ha explotado y explota a los pueblos del tercer mundo. Ha generado los mayores conflictos bélicos de la historia. Y muchas barbaridades más.
2. La civilización occidental es hipócrita. Entre otras muchas cosas, porque no aplica a otros pueblos y culturas los valores que supuestamente defiende.
3. La civilización occidental ha perdido por el camino valores muy estimables que aún están presentes en otras culturas.
4. La civilización occidental no tiene derecho a erigirse en juez y árbitro de los demás pueblos.
5. Donde ellos están ahora, nosotros estuvimos en el pasado.
Vale, todo eso es cierto. Pero hay otras verdades que también conviene sopesar:
La civilización occidental, pese a sus muchas lacras y errores, ha alcanzado determinadas conquistas sociales e intelectuales que la sitúan muy por delante del resto de las culturas del planeta.
1. La democracia. Un régimen muy imperfecto, incluso engañoso, pero infinitamente mejor que cualquier teocracia, aristocracia, autocracia o la cracia que te venga en gana.
2. El laicismo. Desplaza a Dios como fiel de la balanza moral y pone en su lugar al ser humano.
3. El humanismo. Cuya máxima expresión es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entre los que se encuentra la libertad de expresión.
Y basta, no necesito ir más lejos. Puede que ninguno de estos logros se practique al cien por cien en ninguna cultura occidental, pero desde luego sí muchísimo más que en cualquier otro régimen del planeta. Además, aunque no se practicasen en lo absoluto, seguirían siendo una profunda aspiración innata a nuestra cultura; y esto ya es mucho más de lo que podemos esperar de pueblos más preocupados por alabar a su dios y seguir ciegamente a sus profetas, que por la razón y la justicia. Sostengo firmemente que los valores basados en el humanismo son positivamente valiosos para todos los seres humanos, sea cual sea su raza o país, y quienes creemos en ellos tenemos todo el derecho del mundo a defenderlos; pero no empleando la violencia, sino mediante el ejercicio activo de los derechos humanos. Por ejemplo, haciendo uso de nuestra libertad de expresión.
Mezclar estas ideas con la política colonialista occidental no son más que ganas de enredar las cosas. O quizá una consecuencia de la conciencia sucia que muchos occidentales de buena voluntad tenemos en virtud de los muchos pecados cometidos por nuestra civilización. Es razonable, pero estamos hablando de ética, no de complejos.
Y, por cierto, me preocupa mucho el fanatismo islámico. Pero me preocupa infinitamente más el fundamentalismo cristiano del que Bush es un fiel representante. Esos fanáticos tienen más poder y, por tanto, son más peligrosos.
jueves, febrero 9
Male/Female: divagaciones.
Hay muchas diferencias entre hombres y mujeres; algunas me chiflan, otras me causan severos dolores de cabeza. Por ejemplo: los hombres lo guardamos todo; las mujeres, por el contrario, tiran cualquier cosa que consideren inútil. ¿Por qué ocurre esto? Yo creo, y es sólo una teoría, que los hombres (al menos, la mayor parte de nosotros) nunca acabamos de madurar y nos pasamos la vida añorando nuestra adolescencia y primera juventud. Por eso guardamos retales de nuestro pasado, reliquias de lo que fuimos que sirven para transportarnos, aunque sólo sea durante un segundo, a los tiempos en que podíamos ser unos críos sin tener que disimular. Las mujeres, por el contrario, maduran mucho más rápidamente que nosotros, les encanta ser adultas y haber dejado de ser niñas, son más sensatas y prácticas. Así pues, saben que ese montón de papeles arrugados y objetos viejos que conservamos como un tesoro, no es más que una fuente de polvo y desorden.
Otra posibilidad es que las mujeres no tengan corazón y sean incapaces de experimentar el amor que los hombres sentimos hacia las cosas inútiles. Y también es posible, claro, que desprecien –y en ocasiones tiren- nuestro preciosos recuerdos con el único objetivo de tocarnos las narices. Pero, en fin, creo que la primera explicación es la más probable (aunque no hay que perder de vista las otras dos, por supuesto).
Hace poco, hice obras en mi despacho y aún estoy clasificando papeles y ordenándolo todo. Ayer, de repente, apareció una de esas reliquias inútiles que llevo décadas atesorando: una carpeta con las últimas cosas que escribí antes de abandonar la literatura a comienzos de los 80. Dejé de escribir porque no sabía hacerlo; desconocía las técnicas narrativas que luego, con el tiempo, creo haber aprendido. Y eso se nota en esos viejos textos que ahora me parecen torpes, ingenuos y mediocres. Sin embargo, me reconozco en ellos; ahí está esa mezcla de drama y humor (a veces simultáneos) que utilizo con tanta frecuencia, y esos personajes perdidos e inseguros con los que aún me sigo identificando, y esa desconfianza hacia el adjetivo y la prosa barroca... En esos viejos papeles estoy yo sin pulir; son como un boceto de mí mismo. Me alegro de no haberlos tirado.
Además, he encontrado apuntes de varias ideas argumentales que ni siquiera recordaba haber olvidado; algunas no están nada mal. Y también he recuperado el último cuento que escribí; se llamaba Amor en mal estado. Diez años después, lo rescribí en profundidad, convirtiéndolo en El mensaje perdido, relato con el que gané el Premio Aznar (nada que ver con José María) y que marcó mi resurrección literaria (El regreso de la momia). Lo que nadie sabe es que ese relato está inspirado en la historia de amor entre Pepa, mi mujer, y yo. De forma muy oculta, pero ahí estamos los dos; ella una reina, yo un gitano.
Pues bien, mientras examinaba esos viejos papeles no he podido evitar hacerme una pregunta: ¿por qué cojones escribo? Es cierto que disfruto fantaseando, inventando historias, personajes y peripecias; pero también es verdad que escribir, aporrear el teclado, me parece puro trabajo. Por otro lado, desdeño la aureola artística del escritor, no me deleitan los halagos ni la admiración ajena. Me considero un artesano y ni siquiera estoy seguro de si lo que escribo es bueno, malo o entra en la terrible categoría de lo mediocre.
Entonces, ¿por qué escribo? ¿Porque mi padre era escritor? ¿Porque he leído mucho? ¿Porque nunca he crecido y prefiero inventarme la realidad antes que aceptarla? ¿O por todo a la vez? Sinceramente, no lo sé; me limito a escribir lo mejor que puedo.
Por el contrario, dos buenas amigas mías, ambas excelentes escritoras, Elia Barceló y Care Santos, saben perfectamente por qué escriben y están seguras de lo que hacen.
Y no es justo. Veréis, al igual que estoy convencido de que la agricultura la inventaron las mujeres, albergo la secreta certeza de que la literatura es un invento masculino. Porque la cosa empezó en plan oral, mucho antes de que la evolución nos trajera al homo editor, cuando la tribu se reunía en torno a la hoguera y se contaban historias. ¿Y quiénes contaban esas historias? ¿Las mujeres sobre cómo habían recolectado bayas o los hombres sobre cómo habían hostigado y dado muerte a un mamut? Seguro que las historias sobre recolección tenían mucho menos éxito que las historias de cacerías. Además, los hombres somos unos fantasmas, exageramos en todo; desde el tamaño de nuestro pajarito hasta la profundidad de nuestra mente, pasando por la épica de nuestro trabajo, sea éste cazar mamuts o vender seguros. Somos mentirosos compulsivos, y ahí reside, si te paras a pensarlo, la esencia de la literatura: decir verdades contando mentiras.
Por otro lado, hay algo profundamente masculino en la literatura: es inútil, no sirve para nada. Es un juego, y en eso, en jugar, los hombres somos expertos. Además, ¿acaso la materia prima de la literatura no son esas reliquias del pasado que los hombres veneramos y las mujeres tiran a la basura? Porque escribir, en cierto modo, es recordar. Y todo ello es de lo más masculino, coño.
Pero, ay amigo, la literatura también tiene un lado eminentemente femenino: es verbal, y en eso ellas nos dan mil vueltas.
Vistas las cosas de ese modo, cabría pensar que existe un modo de escribir masculino y un modo de escribir femenino. Dos aproximaciones distintas al mismo fenómeno. Pero no, de eso nada. Hay mujeres que escriben “como hombres” y hombres que escriben “como mujeres”. Vamos que, sorprendentemente, no hay diferencias.
Salvo que Care y Elia saben por qué escriben y yo no.
Pero qué capullo soy...
P. S.: Entre mis viejos papeles encontré un chiste que no me resisto a reproducir:
Se encuentran dos amigos después de no verse en mucho tiempo y uno le dice al otro:
-Oye, ¿sabes que corro los cien metros en seis segundos?
-Pero qué dices –responde su amigo-; si el record del mundo está en 9’7...
-Sí, pero es que he encontrado un atajo.
Ya sé que no viene al caso y que además es un chiste estúpido. Pero, qué quieres que te diga, no me extraña que lo apuntase en su momento, porque también es casi metafísico. Piénsalo: ¿existe algún atajo para correr los cien metros?
Otra posibilidad es que las mujeres no tengan corazón y sean incapaces de experimentar el amor que los hombres sentimos hacia las cosas inútiles. Y también es posible, claro, que desprecien –y en ocasiones tiren- nuestro preciosos recuerdos con el único objetivo de tocarnos las narices. Pero, en fin, creo que la primera explicación es la más probable (aunque no hay que perder de vista las otras dos, por supuesto).
Hace poco, hice obras en mi despacho y aún estoy clasificando papeles y ordenándolo todo. Ayer, de repente, apareció una de esas reliquias inútiles que llevo décadas atesorando: una carpeta con las últimas cosas que escribí antes de abandonar la literatura a comienzos de los 80. Dejé de escribir porque no sabía hacerlo; desconocía las técnicas narrativas que luego, con el tiempo, creo haber aprendido. Y eso se nota en esos viejos textos que ahora me parecen torpes, ingenuos y mediocres. Sin embargo, me reconozco en ellos; ahí está esa mezcla de drama y humor (a veces simultáneos) que utilizo con tanta frecuencia, y esos personajes perdidos e inseguros con los que aún me sigo identificando, y esa desconfianza hacia el adjetivo y la prosa barroca... En esos viejos papeles estoy yo sin pulir; son como un boceto de mí mismo. Me alegro de no haberlos tirado.
Además, he encontrado apuntes de varias ideas argumentales que ni siquiera recordaba haber olvidado; algunas no están nada mal. Y también he recuperado el último cuento que escribí; se llamaba Amor en mal estado. Diez años después, lo rescribí en profundidad, convirtiéndolo en El mensaje perdido, relato con el que gané el Premio Aznar (nada que ver con José María) y que marcó mi resurrección literaria (El regreso de la momia). Lo que nadie sabe es que ese relato está inspirado en la historia de amor entre Pepa, mi mujer, y yo. De forma muy oculta, pero ahí estamos los dos; ella una reina, yo un gitano.
Pues bien, mientras examinaba esos viejos papeles no he podido evitar hacerme una pregunta: ¿por qué cojones escribo? Es cierto que disfruto fantaseando, inventando historias, personajes y peripecias; pero también es verdad que escribir, aporrear el teclado, me parece puro trabajo. Por otro lado, desdeño la aureola artística del escritor, no me deleitan los halagos ni la admiración ajena. Me considero un artesano y ni siquiera estoy seguro de si lo que escribo es bueno, malo o entra en la terrible categoría de lo mediocre.
Entonces, ¿por qué escribo? ¿Porque mi padre era escritor? ¿Porque he leído mucho? ¿Porque nunca he crecido y prefiero inventarme la realidad antes que aceptarla? ¿O por todo a la vez? Sinceramente, no lo sé; me limito a escribir lo mejor que puedo.
Por el contrario, dos buenas amigas mías, ambas excelentes escritoras, Elia Barceló y Care Santos, saben perfectamente por qué escriben y están seguras de lo que hacen.
Y no es justo. Veréis, al igual que estoy convencido de que la agricultura la inventaron las mujeres, albergo la secreta certeza de que la literatura es un invento masculino. Porque la cosa empezó en plan oral, mucho antes de que la evolución nos trajera al homo editor, cuando la tribu se reunía en torno a la hoguera y se contaban historias. ¿Y quiénes contaban esas historias? ¿Las mujeres sobre cómo habían recolectado bayas o los hombres sobre cómo habían hostigado y dado muerte a un mamut? Seguro que las historias sobre recolección tenían mucho menos éxito que las historias de cacerías. Además, los hombres somos unos fantasmas, exageramos en todo; desde el tamaño de nuestro pajarito hasta la profundidad de nuestra mente, pasando por la épica de nuestro trabajo, sea éste cazar mamuts o vender seguros. Somos mentirosos compulsivos, y ahí reside, si te paras a pensarlo, la esencia de la literatura: decir verdades contando mentiras.
Por otro lado, hay algo profundamente masculino en la literatura: es inútil, no sirve para nada. Es un juego, y en eso, en jugar, los hombres somos expertos. Además, ¿acaso la materia prima de la literatura no son esas reliquias del pasado que los hombres veneramos y las mujeres tiran a la basura? Porque escribir, en cierto modo, es recordar. Y todo ello es de lo más masculino, coño.
Pero, ay amigo, la literatura también tiene un lado eminentemente femenino: es verbal, y en eso ellas nos dan mil vueltas.
Vistas las cosas de ese modo, cabría pensar que existe un modo de escribir masculino y un modo de escribir femenino. Dos aproximaciones distintas al mismo fenómeno. Pero no, de eso nada. Hay mujeres que escriben “como hombres” y hombres que escriben “como mujeres”. Vamos que, sorprendentemente, no hay diferencias.
Salvo que Care y Elia saben por qué escriben y yo no.
Pero qué capullo soy...
P. S.: Entre mis viejos papeles encontré un chiste que no me resisto a reproducir:
Se encuentran dos amigos después de no verse en mucho tiempo y uno le dice al otro:
-Oye, ¿sabes que corro los cien metros en seis segundos?
-Pero qué dices –responde su amigo-; si el record del mundo está en 9’7...
-Sí, pero es que he encontrado un atajo.
Ya sé que no viene al caso y que además es un chiste estúpido. Pero, qué quieres que te diga, no me extraña que lo apuntase en su momento, porque también es casi metafísico. Piénsalo: ¿existe algún atajo para correr los cien metros?
martes, febrero 7
+lagri+
En la anterior entrada hablábamos de las ficciones que nos hacen llorar y olvidé la peor de todas, el cuento más sádico, cabrón y desalmado que jamás se ha escrito: La vendedora de cerillas, de ese hijo de la grandísima puta que era Hans Christian Andersen. El argumento del cuento es muy sencillo: en Nochebuena, una paupérrima niñita intenta, sin excesivo éxito, vender cerillas por las calles. Cae la noche y empieza a nevar. La niña intenta protegerse del frío encendiendo cerillas, una detrás de otra, hasta que se le acaban. Entonces, se muere de frío. Eso es todo, la pormenorizada y perversa descripción de la agonía y muerte de una pobre criatura. Mi abuela Julia, que también era un poco hija de puta, me lo leía con cierta frecuencia y yo, por aquel entonces un tierno infante de no más de cinco o seis años, lloraba a moco tendido cada vez que lo oía. Joder, ¿y se supone que esa cumbre del sadismo literario es una lectura apropiada para niños? Pero, por favor, si es pura pornografía sentimental; deberían mantenerla alejada de cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. Pero, en fin, el caso es que entre Hans Christian y doña Julia, malditos sean ambos, me hicieron llorar a moco tendido.
Pero, sadismos aparte, el asunto es interesante. Repasando mi propia experiencia, y comparándola con los comentarios de los excelsos visitantes de este blog, he descubierto que todos hemos llorado más en el cine que leyendo. Y eso significa que el cine puede generar una mayor intensidad emotiva que la literatura. O, mejor dicho, que el cine genera emotividad más fácilmente que la literatura. Julián Díez ofrece una explicación que expongo literalmente:
“Yo creo que los libros hacen llorar menos porque podemos imponer el ritmo de acceso al relato. E, inconscientemente, supongo que cuando la cosa se está poniendo difícil hacemos una interrupción y retomamos. Es sólo una teoría”.
Julián tiene razón, pero hay más razones. El cine posee la inmensa ventaja de contar con la música entre sus herramientas narrativas, y eso es una bomba atómica en lo que a emotividad se refiere. Por otro lado, el lenguaje gestual es mucho más empático que la palabra escrita; a fin de cuentas, un buen actor es aquel que mejor logra transmitir emociones con su interpretación.
No obstante, Llamero señala que no ocurre lo mismo con el humor. “Los libros, en cambio, los identifico más con la carcajada: en serio, con muchos me parto de risa y quienes me rodean me miran... Bueno, ya sabéis: con esa cara”. Es cierto; yo me he reído por igual con libros y películas. Pero es que quizá el humor contiene, o puede contener, un elemento intelectual que el drama no posee. Pongamos el caso del terror. Que yo recuerde, nunca me ha dado miedo un libro; puede haberme provocado malestar, cierta inquietud, incluso asco, pero miedo jamás. Sin embargo, me he hecho caquita encima con más de una película (por ejemplo, viendo Alien, el octavo pasajero). No sé, quizá el cine sea más apropiado para transmitir emociones básicas, como la pena y el miedo, mientras que la literatura es más adecuada para los sentimientos más complejos, como el humor.
Curiosamente, lo que nos hace llorar cambia con el tiempo. Supongo que si ahora leyera por primera vez La vendedora de cerillas, me limitaría a pensar que su autor es un sádico pederasta a quien deberían recluir de por vida en una institución para enfermos mentales peligrosos, pero no lloraría. Me cabrearía en seco. Care Santos comenta algo muy interesante: “Nunca fui muy llorona, pero últimamente no hay quien me reconozca. Cualquier cosa que implique una madre y un hijo me ablanda hasta la lágrima”. A mí me sucede exactamente lo mismo. Por ejemplo, la primera vez que vi La fuerza del cariño me pareció un melodramón infumable lleno de trampas sentimentales (y lo es, claro que lo es). Sin embargo, la segunda vez que la vi (en TV) yo ya era padre y hubo una secuencia que, esa vez sí, me hizo llorar. Debra Winger está en la cama de un hospital, enferma de cáncer. Va a morir. Cuando su hijo, de trece o catorce años, se entera, reacciona de una forma terriblemente normal: se enfada con ella; de algún modo, la culpa de morirse y del dolor que le va a causar a él por ello. En un momento determinado, el chaval le grita: “¡Te odio!”. Y ella, una espléndida Debra Winger, se le queda mirando con intensidad y un inmenso amor y le responde: “Escucha: sé que eso es mentira. Sé que me quieres. Recuérdalo: sé que me quieres”. Incluso ahora, mientras escribo esto, los ojos, malditos traidores, se me humedecen. ¿Podéis imaginar mayor gesto de amor y altruismo? Ella sabe que, cuando muera, ese “te odio” amargará para siembre la vida de su hijo, y por eso su única preocupación es asegurarse de que el muchacho comprenda que ella no le cree, que sabe que él la quiere y que ese “te odio” ha sido olvidado un segundo después de pronunciarse.
Buff, creo que los años me están volviendo un blanducho...
En fin, el bueno de Julián se avergüenza por haber derramado lágrimas con Tomates verdes fritos, película que, por cierto, también hace llorar a Pepa, mi mujer (pero, claro, Pepa llora hasta con La Casa de la Pradera, como ella misma reconoce). Pues bien, hijos míos, cada Navidad, cuando reponen Qué bello es vivir, de Capra, y llega el final de la película, con todo ese montón de buenos sentimientos desatados, lloro como una Magdalena. Año tras año, reposición tras reposición. Y no os podéis imaginar lo gilipollas que me hacen sentir cada una de esas puñeteras lágrimas.
Bueno, ahora demos un paso más. Cristian preguntaba si la música nos puede hacer llorar y yo no sabría qué responder. Creo que, al menos en mi caso, la música por sí misma no. Sin embargo, la música posee un inmenso poder de asociación, así que muchas veces una melodía me ha recordado determinado momento de mi vida, o a una persona, y eso ha humedecido mis ojos. Pero creo que la razón es el recuerdo evocado, no la música en sí.
Sin embargo, hay impresiones estéticas que sí me han hecho derramar un par de lágrimas. Por ejemplo, cuando vi por primera vez Mont Saint Michel, en Normandía. O la plaza de San Marcos, en Venecia, al atardecer. O la Alhambra, mirando hacia el Albaicín, con el aire impregnado de azahar...
¿Y vosotros? ¿Qué tal mezcláis las lágrimas con la arquitectura, los paisajes, la danza, la pintura o lo que sea? ¿También lloráis sin argumento?
Pero, sadismos aparte, el asunto es interesante. Repasando mi propia experiencia, y comparándola con los comentarios de los excelsos visitantes de este blog, he descubierto que todos hemos llorado más en el cine que leyendo. Y eso significa que el cine puede generar una mayor intensidad emotiva que la literatura. O, mejor dicho, que el cine genera emotividad más fácilmente que la literatura. Julián Díez ofrece una explicación que expongo literalmente:
“Yo creo que los libros hacen llorar menos porque podemos imponer el ritmo de acceso al relato. E, inconscientemente, supongo que cuando la cosa se está poniendo difícil hacemos una interrupción y retomamos. Es sólo una teoría”.
Julián tiene razón, pero hay más razones. El cine posee la inmensa ventaja de contar con la música entre sus herramientas narrativas, y eso es una bomba atómica en lo que a emotividad se refiere. Por otro lado, el lenguaje gestual es mucho más empático que la palabra escrita; a fin de cuentas, un buen actor es aquel que mejor logra transmitir emociones con su interpretación.
No obstante, Llamero señala que no ocurre lo mismo con el humor. “Los libros, en cambio, los identifico más con la carcajada: en serio, con muchos me parto de risa y quienes me rodean me miran... Bueno, ya sabéis: con esa cara”. Es cierto; yo me he reído por igual con libros y películas. Pero es que quizá el humor contiene, o puede contener, un elemento intelectual que el drama no posee. Pongamos el caso del terror. Que yo recuerde, nunca me ha dado miedo un libro; puede haberme provocado malestar, cierta inquietud, incluso asco, pero miedo jamás. Sin embargo, me he hecho caquita encima con más de una película (por ejemplo, viendo Alien, el octavo pasajero). No sé, quizá el cine sea más apropiado para transmitir emociones básicas, como la pena y el miedo, mientras que la literatura es más adecuada para los sentimientos más complejos, como el humor.
Curiosamente, lo que nos hace llorar cambia con el tiempo. Supongo que si ahora leyera por primera vez La vendedora de cerillas, me limitaría a pensar que su autor es un sádico pederasta a quien deberían recluir de por vida en una institución para enfermos mentales peligrosos, pero no lloraría. Me cabrearía en seco. Care Santos comenta algo muy interesante: “Nunca fui muy llorona, pero últimamente no hay quien me reconozca. Cualquier cosa que implique una madre y un hijo me ablanda hasta la lágrima”. A mí me sucede exactamente lo mismo. Por ejemplo, la primera vez que vi La fuerza del cariño me pareció un melodramón infumable lleno de trampas sentimentales (y lo es, claro que lo es). Sin embargo, la segunda vez que la vi (en TV) yo ya era padre y hubo una secuencia que, esa vez sí, me hizo llorar. Debra Winger está en la cama de un hospital, enferma de cáncer. Va a morir. Cuando su hijo, de trece o catorce años, se entera, reacciona de una forma terriblemente normal: se enfada con ella; de algún modo, la culpa de morirse y del dolor que le va a causar a él por ello. En un momento determinado, el chaval le grita: “¡Te odio!”. Y ella, una espléndida Debra Winger, se le queda mirando con intensidad y un inmenso amor y le responde: “Escucha: sé que eso es mentira. Sé que me quieres. Recuérdalo: sé que me quieres”. Incluso ahora, mientras escribo esto, los ojos, malditos traidores, se me humedecen. ¿Podéis imaginar mayor gesto de amor y altruismo? Ella sabe que, cuando muera, ese “te odio” amargará para siembre la vida de su hijo, y por eso su única preocupación es asegurarse de que el muchacho comprenda que ella no le cree, que sabe que él la quiere y que ese “te odio” ha sido olvidado un segundo después de pronunciarse.
Buff, creo que los años me están volviendo un blanducho...
En fin, el bueno de Julián se avergüenza por haber derramado lágrimas con Tomates verdes fritos, película que, por cierto, también hace llorar a Pepa, mi mujer (pero, claro, Pepa llora hasta con La Casa de la Pradera, como ella misma reconoce). Pues bien, hijos míos, cada Navidad, cuando reponen Qué bello es vivir, de Capra, y llega el final de la película, con todo ese montón de buenos sentimientos desatados, lloro como una Magdalena. Año tras año, reposición tras reposición. Y no os podéis imaginar lo gilipollas que me hacen sentir cada una de esas puñeteras lágrimas.
Bueno, ahora demos un paso más. Cristian preguntaba si la música nos puede hacer llorar y yo no sabría qué responder. Creo que, al menos en mi caso, la música por sí misma no. Sin embargo, la música posee un inmenso poder de asociación, así que muchas veces una melodía me ha recordado determinado momento de mi vida, o a una persona, y eso ha humedecido mis ojos. Pero creo que la razón es el recuerdo evocado, no la música en sí.
Sin embargo, hay impresiones estéticas que sí me han hecho derramar un par de lágrimas. Por ejemplo, cuando vi por primera vez Mont Saint Michel, en Normandía. O la plaza de San Marcos, en Venecia, al atardecer. O la Alhambra, mirando hacia el Albaicín, con el aire impregnado de azahar...
¿Y vosotros? ¿Qué tal mezcláis las lágrimas con la arquitectura, los paisajes, la danza, la pintura o lo que sea? ¿También lloráis sin argumento?
domingo, febrero 5
Lágrimas de celuloide y papel
Ya han ardido varios consulados y embajadas; aún no ha habido muertes, pero supongo que el amor a dios, transmutado en odio a los hombres, no tardará en matar a alguien. Este domingo no me apetece descansar (ya lo hice ayer), y tampoco estoy por la labor de seguir dándole vueltas al tema del viernes. La verdad es que pensaba escribir algo ligero, algún comentario irónico sobre, qué se yo, la política (?) española o el insufrible ego de nuestros intelectuales, un texto preñado de mi exquisito a la par que elegante sentido del humor, pero no tengo ganas, qué queréis que os diga.
Vamos a refugiarnos en la bendita ficción. ¿Os gustan las historias tristes? A mí sí, me chiflan. Unas cuantas entradas más atrás comentaba que los dos relatos que más me han hecho reír en mi vida son Adiós a todos los gatos, de Wodehouse, y La máquina de psicoanalizar marciana, de Sheckely. Pues bien, ¿cuáles son las ficciones que más me han hecho llorar? Debo advertir que tengo el corazón de piedra y que, incluso pelando cebolla, me cuesta mucho derramar un par de lágrimas. Pero hay ficciones que han logrado abrir de par en par la espita de mis lacrimales, claro está. Sobre todo, películas.
La primera, que recuerde, fue La Dama y el Vagabundo. Yo tenía tres o cuatro años y, cuando llegó la escena en que Dama y Golfo cenan juntos en el patio de un restaurante italiano, me puse a llorar con decidido entusiasmo. La verdad es que fue un poco absurdo; a fin de cuentas, era una secuencia optimista, con pequeños toques de humor, pero ni siquiera cuando murió la madre de Bambi me desgañité de tal manera. ¿Por qué lloraba entonces? Pues, mira tú qué cosas, lo recuerdo perfectamente: aquel momento me pareció tan bonito... que me dolía. En fin, debéis disculparme; sólo era un niño de cuatro años (eso sí, con unos pulmones envidiables).
Pero bueno, dejemos de lado la infancia. ¿Qué le hace llorar a este adulto basáltico que soy ahora? Pues, a veces, cosas raras. Por ejemplo, cierta secuencia de Grand Canyon (Lawrence Kasdan) en la que Kevin Kline va andando por la calle distraído y se dispone a cruzar por un paso de peatones justo cuando un coche va directo hacia él. Entonces, una mujer de mediana edad que está esperando en el paso le sujeta por el hombro, salvándole de morir atropellado. Kline se queda desconcertado, atónito por lo que ha estado a punto de suceder; la mujer le sonríe y sin decir nada, se va. Punto final. ¿Una bobada? Puede, pero me pareció uno de los momentos más emotivos que jamás he presenciado en un cine. Se me humedecieron lo ojos, no lo niego. También me hizo llorar una secuencia de Lost in Traslation (Sofia Coppola) en la que Bill Murray y Scarlett Johansson están tumbados en una cama del hotel, vestidos, sin mirarse. Ambos se atraen, están empezando a quererse, se necesitan, pero la diferencia de edad, sus respectivos matrimonios, todo hace inviable su relación. Murray, con la mirada perdida, tiende despacio, muy despacio, una mano y roza levemente con la yema de los dedos el tobillo de Scarlett. Nada más. Pero me hizo llorar, ay, amigos míos, porque aquel gesto, aquel leve roce, estaba lleno de afecto, sensualidad y melancolía; la infinita tristeza de los amores imposibles.
En fin, también vertí lágrimas con La habitación de hijo, de Nanni Moretti y, por supuesto, con los malditos quince minutos finales de Million dollar baby, del inmenso Clint Eastwood. Ése creo que fue mi último llanto cinéfilo.
¿Y qué pasa con la literatura? Pues que me ha hecho llorar menos, la verdad; no sé por qué...Citaré sólo dos novelas. Durante mi adolescencia, El viejo y el mar me hizo derramar lagrimones como puños. Y ya de mayorcito, con ninguna novela he llorado tanto como con Flores para Algernon, de Daniel Kayes. Sólo puedo decir una cosa: si alguien lee los últimos capítulos de ese relato sin derramar una lágrima, es que está muerto por dentro. Yo los leí durante una mañana de Reyes de hace muchos años y sollozaba que daba gusto verme.
Por último, ¿queréis saber cuál es el colmo de la esquizofrenia? Llorar con lo que uno mismo escribe. El último capítulo de mi novela corta La casa del doctor Pétalo lo redacté de cabo a rabo con los ojos llenos de lágrimas.
Es curioso, ¿verdad? Llorar por una mentira. Pero también es muy útil, porque esas lágrimas de guardarropía nos engrasan el corazón para cuando necesitemos las de verdad.
¿Y qué me cuentas tú? ¿Qué mentiras te han hecho llorar?
viernes, febrero 3
Caricaturas satánicas
La ilustración que acompaña esta entrada no es un simple adorno, sino la clave del asunto. Por el mero hecho de ponerla aquí, algún ferviente religioso, un hombre o una mujer de fe, podría decidir que yo estaría mucho mejor muerto. Ya, ya sé que es muy improbable que un integrista islámico lea este blog (es muy improbable que un integrista lea nada), pero el riesgo, aunque minúsculo, es real. De hecho, no creo que me atreviese a publicar ese dibujo en un medio de gran difusión; soy cobarde, temería por mi vida y por la de mi familia. Genial.
Supongo que no hace falta aclarar que el dibujo en cuestión es una de las doce caricaturas de Mahoma que aparecieron en el diario danés Jyllands-Posten. Ya conocéis las consecuencias: boicots, amenazas de muerte, conflictos diplomáticos... todo en nombre de la fe, de la moral sagrada, de dios y su profeta. Qué bonitos son los nobles sentimientos inspirados por la religión.
Ah, claro, ya, ya, ya... Eso no es la verdadera religión, dirán los creyentes moderados. Esos fanáticos no representan los sublimes ideales éticos de la auténtica fe, basada en el amor y la concordia. Nuestra religión no tiene nada que ver con el odio y la muerte. Por otro lado, seguirán diciendo, ¿qué es eso de representar al venerable fundador de nuestra fe con una bomba por turbante? ¡Más respeto, por favor! No toquéis a Mahoma (o a Cristo, o a Buda, o al mesías que se tercie), no habléis de él, no oséis emitir el menor juicio negativo, porque nos ofenderéis gravemente y somos delicaditos como el cristal. Además, es un insulto sugerir que todos los creyentes islámicos son terroristas.
Es verdad, no todos los musulmanes son terroristas; de hecho, la inmensa mayoría no lo son. También es cierto que en el Corán, como en prácticamente todos los libros sagrados, encontraremos sabios y nobles preceptos. El amor, la caridad, la esperanza...., sí, sí, sí, todo eso está ahí. Pero también hay otras cosas. La religión, toda religión, tiene un lado oscuro. Ese lado oscuro se sustenta en el hecho de que una persona muy religiosa es plenamente consciente de estar en posesión de la Verdad Absoluta, lo cual, lógicamente, le mueve a considerar que quienes no creen lo que él cree están en el error. Siguiendo este razonamiento, ¿no sería un acto de caridad sacar al prójimo de su equivocación? ¿Y no sería de justicia perseguir a quienes no sólo se empeñan en seguir en el error, sino que además lo difunden? ¿No sería, pues, el más noble de los actos luchar con denuedo por defender la Verdad y acabar con la Mentira?
Sigh (suspiro)... Imponer sus creencias a quienes no las comparten, ésa es la gran tentación de los creyentes. De ahí surge el fanatismo, ahí aparece el lado oscuro de la religión, donde el amor se convierte en odio, la caridad en intolerancia, la esperanza en opresión. Pero todo esto no es algo ajeno a la fe; forma parte de ella. Dicen que la religión es la medicina del alma; vale, pues hablemos de medicinas. Imaginemos un medicamento contra el asma que, al ser probado con seres humanos, ofrece los siguientes resultados: el 30% de los pacientes mejoraron de su dolencia, el 50% ni mejoró ni empeoró y el 20% murieron. ¿Os imagináis alguna autoridad sanitaria capaz de autorizar un medicamento que mata a dos de cada diez personas que lo ingieren? ¿Y os imagináis a la empresa fabricante del medicamento diciendo: “Pero si al ochenta por ciento no le ha sucedido nada o ha mejorado; vamos, vamos, tampoco hay que ponerse así por unos cuantos cadáveres”? Bueno, pues algo semejante dicen los creyentes moderados.
Pero centrémonos; hablemos del Corán. Con frecuencia he oído decir, incluso a religiosos de otras creencias, que es un libro justo y sabio cuyas nobles palabras son deformadas y malinterpretadas por una minoría de fanáticos violentos. ¿Sí? ¿El pacífico mensaje del Corán se ha pervertido? Permitidme reproducir fielmente una cita del Corán:
“Una vez expirados los meses sagrados, matad a los idólatras dondequiera que los halléis, hacedles prisioneros, sitiadles y acechadles; pero si se convierten, si observan la oración, si hacen limosna, entonces dejadles tranquilos, pues Dios es indulgente y misericordioso”
Sura IX-5
Es un detalle ese final de la cita: si trago, no me matan. Guay. En fin, estoy seguro de que en el Corán, al igual que ocurre en la Biblia, hay decenas de preceptos que se contradicen entre sí, y sé a ciencia cierta que igual que esta sura incita a la violencia, otras suras la prohíben. También sé que un teólogo islámico podría retorcer las citadas palabras de Mahoma hasta convertirlas en algo irreconocible. Pero igualmente estoy convencido de que mucha gente las puede interpretar, e interpreta, de forma literal. Y esa gente, esos piadosos hombres y mujeres iluminados por la santidad, matan. A fin de cuentas, tienen una Palabra Grande tras la que escudarse: DIOS.
Bueno, mejor será dejarlo aquí. Tengo tantos argumentos, tanta rabia, tanta indignación, que mejor cerrar el pico. Dejadme sólo añadir algo: si se escandalizan porque alguien ha cometido el indigno, monstruoso, abyecto crimen de caricaturizar a su sagrado profeta, yo me escandalizo de que ellos ataquen algo mucho más sagrado: los Derechos Humanos, entre los que se cuenta la libertad de expresión.
Y una cosa más: no sé qué cojones fabrican y comercializan en Dinamarca, pero por favor: consumid productos daneses.
Lecturas recomendadas:
Tratado de ateología, Michel Onfray (Anagrama, 2006).
Por qué no soy musulmán, Ibn Warraq (Ediciones del Bronce, 2003).
NOTA: Ibn Warraq es un seudónimo; si el autor hubiera publicado el libro con su auténtico nombre, probablemente ya estaría muerto.
Supongo que no hace falta aclarar que el dibujo en cuestión es una de las doce caricaturas de Mahoma que aparecieron en el diario danés Jyllands-Posten. Ya conocéis las consecuencias: boicots, amenazas de muerte, conflictos diplomáticos... todo en nombre de la fe, de la moral sagrada, de dios y su profeta. Qué bonitos son los nobles sentimientos inspirados por la religión.
Ah, claro, ya, ya, ya... Eso no es la verdadera religión, dirán los creyentes moderados. Esos fanáticos no representan los sublimes ideales éticos de la auténtica fe, basada en el amor y la concordia. Nuestra religión no tiene nada que ver con el odio y la muerte. Por otro lado, seguirán diciendo, ¿qué es eso de representar al venerable fundador de nuestra fe con una bomba por turbante? ¡Más respeto, por favor! No toquéis a Mahoma (o a Cristo, o a Buda, o al mesías que se tercie), no habléis de él, no oséis emitir el menor juicio negativo, porque nos ofenderéis gravemente y somos delicaditos como el cristal. Además, es un insulto sugerir que todos los creyentes islámicos son terroristas.
Es verdad, no todos los musulmanes son terroristas; de hecho, la inmensa mayoría no lo son. También es cierto que en el Corán, como en prácticamente todos los libros sagrados, encontraremos sabios y nobles preceptos. El amor, la caridad, la esperanza...., sí, sí, sí, todo eso está ahí. Pero también hay otras cosas. La religión, toda religión, tiene un lado oscuro. Ese lado oscuro se sustenta en el hecho de que una persona muy religiosa es plenamente consciente de estar en posesión de la Verdad Absoluta, lo cual, lógicamente, le mueve a considerar que quienes no creen lo que él cree están en el error. Siguiendo este razonamiento, ¿no sería un acto de caridad sacar al prójimo de su equivocación? ¿Y no sería de justicia perseguir a quienes no sólo se empeñan en seguir en el error, sino que además lo difunden? ¿No sería, pues, el más noble de los actos luchar con denuedo por defender la Verdad y acabar con la Mentira?
Sigh (suspiro)... Imponer sus creencias a quienes no las comparten, ésa es la gran tentación de los creyentes. De ahí surge el fanatismo, ahí aparece el lado oscuro de la religión, donde el amor se convierte en odio, la caridad en intolerancia, la esperanza en opresión. Pero todo esto no es algo ajeno a la fe; forma parte de ella. Dicen que la religión es la medicina del alma; vale, pues hablemos de medicinas. Imaginemos un medicamento contra el asma que, al ser probado con seres humanos, ofrece los siguientes resultados: el 30% de los pacientes mejoraron de su dolencia, el 50% ni mejoró ni empeoró y el 20% murieron. ¿Os imagináis alguna autoridad sanitaria capaz de autorizar un medicamento que mata a dos de cada diez personas que lo ingieren? ¿Y os imagináis a la empresa fabricante del medicamento diciendo: “Pero si al ochenta por ciento no le ha sucedido nada o ha mejorado; vamos, vamos, tampoco hay que ponerse así por unos cuantos cadáveres”? Bueno, pues algo semejante dicen los creyentes moderados.
Pero centrémonos; hablemos del Corán. Con frecuencia he oído decir, incluso a religiosos de otras creencias, que es un libro justo y sabio cuyas nobles palabras son deformadas y malinterpretadas por una minoría de fanáticos violentos. ¿Sí? ¿El pacífico mensaje del Corán se ha pervertido? Permitidme reproducir fielmente una cita del Corán:
“Una vez expirados los meses sagrados, matad a los idólatras dondequiera que los halléis, hacedles prisioneros, sitiadles y acechadles; pero si se convierten, si observan la oración, si hacen limosna, entonces dejadles tranquilos, pues Dios es indulgente y misericordioso”
Sura IX-5
Es un detalle ese final de la cita: si trago, no me matan. Guay. En fin, estoy seguro de que en el Corán, al igual que ocurre en la Biblia, hay decenas de preceptos que se contradicen entre sí, y sé a ciencia cierta que igual que esta sura incita a la violencia, otras suras la prohíben. También sé que un teólogo islámico podría retorcer las citadas palabras de Mahoma hasta convertirlas en algo irreconocible. Pero igualmente estoy convencido de que mucha gente las puede interpretar, e interpreta, de forma literal. Y esa gente, esos piadosos hombres y mujeres iluminados por la santidad, matan. A fin de cuentas, tienen una Palabra Grande tras la que escudarse: DIOS.
Bueno, mejor será dejarlo aquí. Tengo tantos argumentos, tanta rabia, tanta indignación, que mejor cerrar el pico. Dejadme sólo añadir algo: si se escandalizan porque alguien ha cometido el indigno, monstruoso, abyecto crimen de caricaturizar a su sagrado profeta, yo me escandalizo de que ellos ataquen algo mucho más sagrado: los Derechos Humanos, entre los que se cuenta la libertad de expresión.
Y una cosa más: no sé qué cojones fabrican y comercializan en Dinamarca, pero por favor: consumid productos daneses.
Lecturas recomendadas:
Tratado de ateología, Michel Onfray (Anagrama, 2006).
Por qué no soy musulmán, Ibn Warraq (Ediciones del Bronce, 2003).
NOTA: Ibn Warraq es un seudónimo; si el autor hubiera publicado el libro con su auténtico nombre, probablemente ya estaría muerto.
jueves, febrero 2
Muchos Mundos
Suelo leer varios libros a la vez; por lo general, una novela, una antología de relatos y uno o dos ensayos (¿o mejor llamarlos, como hacen los anglosajones, no-ficción?). No sé si es o no un buen hábito, pero resulta una buena gimnasia para mi baqueteado cerebro, tan proclive él al michelín intelectual. Ahora estoy leyendo, entre otras cosas, un libro de divulgación científica escrito por Marcus Chown, doctor en física y astrofísica. Se llama El universo vecino y trata sobre las ideas y teorías más vanguardistas de la ciencia actual. Es una obra excelente que recomiendo a todo el mundo, no sólo a los que están interesados en la ciencia, sino particularmente a quienes no lo están. Pero me gustaría detenerme un momento en uno de los temas que trata el libro: la Teoría de los Muchos Mundos.
El asunto gira en torno a la física cuántica, un asunto tan abstruso que, parafraseando una cita de la entrada anterior, necesitaría que me ayudarais a entenderlo para poder explicároslo. El caso es que la física cuántica, como bien sabéis, estudia el comportamiento de la materia a nivel subatómico. El microcosmos, los átomos, los protones, los electrones y toda esa zarandaja. Pues bien, resulta que cuanto más pequeñita es la materia, más excéntrica se vuelve. En el mundo en el que nos movemos, los objetos son cosas concretas que están en un lugar concreto o moviéndose en una dirección determinada. Todo es razonablemente estable. En el microcosmos, por el contrario, todo es difuso y surrealista, como el mundo al otro lado del espejo; nada ocupa un lugar concreto, ni se mueve en una dirección predecible.
Por ejemplo, hay un famoso experimento que consiste en hacer dos rendijas paralelas en una pared y lanzar hacia ellas un único fotón. La lógica dice que el fotón pasará, o bien por la rendija de la izquierda, o bien por la de la derecha. Pues no: pasa por las dos rendijas al mismo tiempo. El fotón está en dos lugares a la vez. Es como tirar una moneda al aire y que salga cara y cruz simultáneamente. De locos, ¿verdad? Pero real.
Bueno, pues ha llegado el momento de hacer un acto de fe, o bien de comprarse el libro, porque yo no pienso explicar todo el razonamiento. El caso es que este experimento cimenta una interpretación de la teoría cuántica conocida como Teoría de los Muchos Mundos. Según ella, cada vez que en el universo de produce un suceso susceptible de dos alternativas, A y B, la realidad se divide en dos: en una sucede A y en la otra sucede B. Por ejemplo, si tiro una moneda al aire y sale cara, en una realidad paralela saldrá cruz. Por supuesto, puede haber sucesos que admitan más de dos opciones, en cuyo caso, la realidad se multiplicará según el número de alternativas posibles. ¿Y cuál es el mínimo suceso capaz de dividir la realidad? Que un electrón cambie de órbita o no lo haga, eso basta para duplicar el universo.
Pero, ¿qué significa eso para mí, en qué afecta a este mundo real en el que vivo y donde los objetos tienen la buena costumbre de no ocupar dos sitios a la vez? Pues desde un punto de vista práctico, en nada; pero mucho conceptualmente. Veamos, si la Teoría de los Muchos Mundos es cierta, eso quiere decir que hay infinitas realidades paralelas en las que yo existo, sólo que con ciertas diferencias. En algunas realidades, esas diferencias son inapreciables, pero en otras son radicales. En un mundo, no escribo esta entrada, o la escrivo sin la falta de ortografía que hay más atrás. En cierta realidad, soy premio Nobel de Literatura. En otra no sé leer ni escribir. Hay mundos en los que soy el dictador universal, o un preso político, o un travestido, o morí al nacer, o soy un asesino en serie, o he pisado la luna, o soy actor porno (mmmm...), o he escalado el Everest, o he descubierto el secreto de la inmortalidad, o he sobrevivido a una hecatombe nuclear, o he sido el causante de ella. En esta realidad, u en otra, yo te mataré a ti, seas quien seas que me estás leyendo. Y en el mundo de al lado, serás tú quien me mate a mí. Y cinco universos más allá, tú y yo somos amantes, o socios y fundadores de Microsoft, o ni siquiera nos conocemos. En una realidad, yo estoy enrollado simultáneamente con Angelina Jolie y Cameron Díaz, y me ha tocado veinte veces consecutivas la primitiva. (Joder, cómo envidio a mi yo de esa realidad...)
Si la Teoría de los Muchos Mundos es cierta (y cada vez cuenta con más adeptos en el mundo de la ciencia; aunque eso, claro, tampoco es ninguna garantía), todo lo que pueda suceder, por remotamente probable que sea, sucederá. En el fondo, y aquí entroncamos con la literatura, el súper-universo, la macro-realidad, sería como la Biblioteca de Babel, un lugar que contiene simultáneamente todas las alternativas posibles. Pero el viejo Borges ya había hablado de todo esto hace tiempo, ¿verdad?; por ejemplo, en El jardín de los senderos que se bifurcan.
El caso, amigos míos, es que yo, en mi complejo mundo multidimensional, soy todos los hombres, lo hago todo, estoy en todas partes.
Y eso hace que mi escepticismo se tambalee, porque, qué queréis que os diga, empiezo a sentirme un poco divino...
miércoles, febrero 1
Juan de Mairena
Si tuviera que elegir los diez mejores libros españoles del siglo XX –cosa que afortunadamente nadie me ha pedido-, nueve me plantearían serias dudas, pero de uno estaría absolutamente seguro: Juan de Mairena, de Antonio Machado. No es una novela, ni una antología de relatos, ni poesía, ni un manual de preceptiva literaria, ni un ensayo, ni un tratado de filosofía, ni un estudio de retórica; no, no es nada de eso... y lo es todo al mismo tiempo. Confieso que me resulta imposible explicar qué es exactamente el Juan de Mairena; quizá se trate de una excentricidad de su autor, un capricho trufado de humor e ironía, una extravagancia genial, no lo sé. ¿O sí lo sé? Porque ahora que veo el libro, en su clásica edición de Austral, abierto frente a mis ojos, se me ocurre pensar que el Juan de Mairena es en realidad... un blog. No, no estoy loco; deberíais ver el libro: está dividido en multitud de pequeñas secciones aparentemente inconexas, salvo por la omnímoda presencia de su protagonista, el preceptor Juan de Mairena, alter ego del autor. Cada sección versa sobre un tema distinto -literatura, filosofía, religión, política...-, dependiendo, supongo, de las apetencias diarias de don Antonio. Es una bitácora vital, un proto-blog más de medio siglo anterior a Internet. Pero, sobre todo, es un libro brillante, original y extraordinariamente lúcido. Ah, y una ayuda inestimable para cualquier escritor. Vamos a hojearlo un poco...
(Mairena, en su clase de Retórica y Poética)
-Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
El alumno escribe lo que se le dicta.
-Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
Mairena.- No está mal.
Ayudadme a comprender lo que os digo, y os lo explicaré más despacio.
El verdadero invento de Satanás –profetizaba Mairena– será la película sonora en que las imágenes fotografiadas, no ya sólo se muevan, sino que hablen, chillen y berreen como demonios dentro de una tinaja. El día en que ese engendro se logre coincidirá con la extensión del empleo de los venenos insecticidas al aniquilamiento de la especie humana. Por una vez estuvo Mairena algo acertado en sus vaticinios; porque la película sonora y el uso bélico de los gases deletéreos son realmente contemporáneos. Que sean dos fenómenos concomitantes, como efectos de una misma causa, es muy discutible. Sin embargo...
Aprende a dudar, hijo, y acabarás dudando de tu propia duda. De este modo premia Dios al escéptico y confunde al creyente.
Nunca peguéis con lacre las hojas secas de los árboles para fatigar al viento. Porque el viento no se fatiga, sino que se enfada, y se lleva las hojas secas y las verdes.
Aprendió tantas cosas –escribía mi maestro, a la muerte de un su amigo erudito–, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas.
Un Dios existente –decía mi maestro- sería algo terrible. ¡Qué Dios nos libre de él!
Sobre la Pedagogía decía Juan de Mairena en sus momentos de mal humor: “Un pedagogo hubo; se llamaba Herodes”.
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.
(Mairena, en su clase de Retórica y Poética)
-Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
El alumno escribe lo que se le dicta.
-Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”.
Mairena.- No está mal.
Ayudadme a comprender lo que os digo, y os lo explicaré más despacio.
El verdadero invento de Satanás –profetizaba Mairena– será la película sonora en que las imágenes fotografiadas, no ya sólo se muevan, sino que hablen, chillen y berreen como demonios dentro de una tinaja. El día en que ese engendro se logre coincidirá con la extensión del empleo de los venenos insecticidas al aniquilamiento de la especie humana. Por una vez estuvo Mairena algo acertado en sus vaticinios; porque la película sonora y el uso bélico de los gases deletéreos son realmente contemporáneos. Que sean dos fenómenos concomitantes, como efectos de una misma causa, es muy discutible. Sin embargo...
Aprende a dudar, hijo, y acabarás dudando de tu propia duda. De este modo premia Dios al escéptico y confunde al creyente.
Nunca peguéis con lacre las hojas secas de los árboles para fatigar al viento. Porque el viento no se fatiga, sino que se enfada, y se lleva las hojas secas y las verdes.
Aprendió tantas cosas –escribía mi maestro, a la muerte de un su amigo erudito–, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas.
Un Dios existente –decía mi maestro- sería algo terrible. ¡Qué Dios nos libre de él!
Sobre la Pedagogía decía Juan de Mairena en sus momentos de mal humor: “Un pedagogo hubo; se llamaba Herodes”.
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.
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