martes, junio 26
Mi canon de la cf (2)
Bien, amigos míos, ahora toca hablar de obras sueltas. Es decir, novelas de autores que sólo tienen un título de cf destacable. Esto puede ser así por tres motivos: a) Porque el autor sólo haya escrito una obra de cf. b) Porque entre las múltiples obras de cf del autor sólo haya una que merezca la pena c) Porque yo sólo haya leído una obra de ese autor.
Evidentemente, en el caso de los títulos sueltos habrá clamorosas ausencias, sea porque hay montones de novelas de cf que no he leído, sea porque mi memoria, que nunca ha sido gran cosa, ya no es lo que era. Es decir: creo que son todos los que están, pero estoy seguro de que no están todos los que son. Por último, no olvidemos que aquí no está ninguna obra de ningún autor que haya citado en la entrada anterior. Adelante pues
El Olimpo. Obras.
ATENCIÓN: Ya he visto un par de confusiones al respecto, así que vamos a aclararlo. En el anterior post escribí un listado de mis autores de cf canónicos. Es decir, autores que tenían más de dos obras destacables. En esta entrada me limito a citar obras de cf de autores que, en mi opinión, u objetivamente, sólo tienen una obra de cf valiosa. Y aquí, por supuesto, no incluyo las obras de todos los autores que mencioné en el anterior post. Porque ya están mencionadas. Así pues, esto, esta entrada, no es un listado completo de lo que considero las mejores novelas de cf, pues faltan las de los autores que cité en el primer capítulo del canon. O sea que, antes de decirme si falta tal o cual tíulo, comprobad si está en la entrada anterior. Por otro lado, estos dos primeros post del canon son sólo la primera parte; luego vendrán lo "héroes", escritores valiosos pero de inferior calidad. Y ahí, por supuesto, aparecerán nombres como Asimov o Clarke, que, a mi modo de ver, no son olímpicos, sino heróicos.
El extraño caso del doctor Jekyll y mr. Hyde, de Robert Stevenson (1886). Una reflexión sobre la naturaleza dual del ser humano y, quizá, una metáfora acerca del alcoholismo. Como en el caso de Frankenstein, la obra inaugural del género, en la novela de Stevenson se mezclan filosofía, terror y cf. Pero Stevenson era infinitamente mejor escritor que Mary Shelley.
El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle (1912). No se trata tan solo de una de las mejores novelas de aventuras jamás escritas, sino también de una estupenda obra de cf. ¿Cf El mundo perdido? Pues sí, paleontología ficción, para ser precisos. ¿Qué pasaría si aún quedaran dinosaurios en un remoto tepuye de Sudamérica? Doyle respondió a esta pregunta escribiendo una de las novelas más divertidas que he leído.
La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares (1940). Voy a confesaros algo: ésta es la única novela de Bioy Casares que me gusta; el resto, sistemáticamente, me ha defraudado, como me defraudaron sus colaboraciones con Borges. Empiezo a pensar que no es tan buen escritor como se le considera. Pero La invención de Morel es, como decía Borges, sencillamente perfecta. Una de las más fantasmagóricas historias de amor que se han escrito
1984, de George Orwell (1948). La mejor y más estremecedora distopía jamás escrita y un afilado análisis sobre el totalitarismo y la manipulación social. Imprescindible.
La Tierra permanece, de George Stewart (1949). El fin de la civilización y la casi desaparición de la raza humana narrados con profundo lirismo y gran belleza. Un melancólico relato sobre la decadencia y, al mismo tiempo, una poética exaltación de la naturaleza. Imprescindible.
Los cristales soñadores, de Theodore Sturgeon (1950). Voy a subsanar un error: Sturgeon debería estar en la entrada anterior, entre los olímpicos, y Ted Chiang debería estar aquí, por su escasa obra. Sturgeon es uno de los grandes de la cf clásica. Su novela más famosa es Más que humano, pero yo siento debilidad por Los cristales soñadores, una poética –y terrorífica- historia que recuerda al mejor Bradbury. Sus relatos cortos también son muy notables.
Limbo, de Berndard Wolfe (1952). Otra de las grandes distopías que ha dado el género. Oscura y fatalista, pero al mismo tiempo llena de humor e ironía. En realidad, y según palabras del propio autor, es una sátira sobre la sociedad occidental de mediados del siglo XX. Pero, por supuesto, también es cf y de la buena.
Soy leyenda, de Richard Matheson (1954). ¿Puede ser cf una novela que trata sobre vampiros? En este caso, sí, sin lugar a dudas. Porque en Soy leyenda los nosferatus son sólo un pretexto para elaborar un apasionante relato sobre la soledad y la relatividad moral. Recuerdo cuando leí esta novela, hace un millón de años; la empecé por la noche y no pude parar de leer hasta que, a altas horas de la madrugada, la acabé. Porque es, sencillamente, adictiva. Quizá debería haber incluido a Matheson en la entrada anterior, junto a los olímpicos, pues a fin de cuentas este autor tiene otra excelente novela de cf, El hombre menguante, y desde luego todos sus cuentos. No obstante, Matheson es más un escritor de fantasía y terror que de cf. Lo cual, por otro lado, importa un bledo.
Mesías, de Gore Vidal (1955). La religión y la publicidad son dos medios de control social; esta novela relata lo que ocurre cuando ambos se unen. Y también es una sutil sátira sobre el cristianismo.
Cántico a San Leibowitz, de Walter M. Miller (1960). La naturaleza cíclica de la historia desde el punto de vista de la Iglesia Católica. Fue primero un cuento, que personalmente me gusta más que la novela a la que dio origen.
Solaris, de Stanislaw Lem (1961). Probablemente, la mejor novela sobre el primer contacto con una inteligencia extraterrestre. Os preguntaréis por qué no he situado a Lem en el altar de los autores olímpicos. Sencillo: Solaris me gusta mucho, pero el resto de la producción de su autor, no. Problema mío, por supuesto. Además, al final de su vida, Lem se endiosó y dijo cantidad de tonterías; entre ellas, cuestionar sí lo que él había escrito era cf. Me cae mal, qué le vamos a hacer.
La naranja mecánica, de Anthony Burgess (1962). Esta novela trata sobre la ética y la libertad (en cierto modo, es la versión inversa de Jekyll y Hyde), pero también describe un futuro cercano muy próximo en muchos sentidos a nuestra realidad.
Bill, héroe galáctico, de Harry Harrison (1965). Harrison era un escritor simpático, pero tirando a mediocre, hasta que Heinlein ganó un premio Hugo por su utopía militarista Tropas del espacio. Indignado, Harrison respondió escribiendo Bill, héroe galáctico, una feroz sátira antimilitarista. Ácida, desopilante y divertidísima. Catch 22 en versión cf.
Flores para Algernon, de Daniel Keyes (1966). Una de las novelas más conmovedoras que se han escrito. Aún recuerdo con nitidez el momento en que acabé de leerla, durante la mañana de Reyes de 1975, en la vieja edición de Acervo, con lagrimones como puños corriéndome por las mejillas. Imprescindible.
Incordie a Jack Barron, de Norman Spinrad (1969). Una novela de futuro cercano que podría estar sucediendo ahora mismo, una ácida mirada sobre el poder del dinero y los medios de comunicación, y una de las obras más famosas de la New Thing. Supongo que debería haber incluido a Spinrad entre los olímpicos, pues tiene otra novela de cf muy interesante, El sueño de hierro. No obstante, hace mucho que leí ambos títulos y no sé si han envejecido bien.
He aquí el hombre, de Michael Moorcock (1969). Aunque como editor fue el gran padrino de la New Thing, no soporto al Moorcock escritor. Nada de lo que ha escrito me interesa, salvo esta novela que nos ocupa. Si dispusieras de una máquina del tiempo y fueras cristiano, lo más probable es que viajaras al pasado para conocer a Jesús. Pero ¿qué pasaría si descubrieras que el Cristo histórico no tenía nada que ver con lo que creías que era? Una historia potente quizá lastrada por un excesivo deseo de epatar.
El pueblo, de Zenna Henderson (1961-1971). Una maestra se traslada a un remoto pueblo del suroeste de Estados Unidos y descubre que sus habitantes son extraterrestres idénticos a nosotros, pero dotados de extraordinarios poderes y, lo que es más importante, de una moral superior. Los 16 relatos que componen esta antología tratan precisamente sobre los conflictos que surgen cuando esos seres bondadosos se cruzan con los nada bondadosos humanos. Una de las obras más rebosantes de sensibilidad y humanidad que ha dado el género. Y, quizá por eso, también es una obra ignorada y despreciada por la mayor parte de los fans. Muy recomendable.
A vuestros cuerpos dispersos, de Philip J. Farmer (1971). De este autor y esta novela ya hablé en Babel (concretamente AQUÍ) Toda la humanidad resucita en un planeta desierto surcado por un inmenso río, una monumental historia de aventuras protagonizada por el explorador Richard Francis Burton y que tiene como antagonista nada más y nada menos que a Hermann Goering. Divertidísima, la mejor novela de su autor con diferencia. Pero ojo, los restantes títulos de la serie (llamada Riverworld) son a cual peor.
Picnic junto al camino, de Arkady y Boris Strugatski (1972). Los extraterrestres llegan a la Tierra, están un tiempo y luego se van sin molestarse en contactar con los humanos, y dejando tras de sí unos restos tecnológicos –basura, en realidad- que algunos hombres, los stalkers, intentan conseguir con grave riesgo de sus vidas. Esta novela, junto con Los genocidas, de Disch, son sendas patadas en la entrepierna del antropocentrismo. Somos hormigas luchando por las migajas que han dejado unos seres superiores que estuvieron de picnic en nuestro planeta.
La guerra interminable, de Joe Haldeman (1974). Durante una guerra interestelar, los soldados terrestres que viajan al espacio para entrar en batalla sufren los efectos temporales de la Relatividad. Mientras que para ellos los desplazamientos son muy breves, en la Tierra transcurren décadas, así que al volver a casa se sienten totalmente desplazados. Luchan por un mundo que ya no es el suyo. En realidad se trata de una (excelente) metáfora sobre la guerra de Vietnam, en la que el propio Haldeman participó.
Contra el infinito, de Gregory Benford (1983). Benford tiene una novela más famosa, Cronopaisaje, que a mí me deja bastante frío, como el resto de la producción del autor. No ocurre así con Contra el infinito, una “novela de frontera” que describe la parte más oscura y dura de la colonización del sistema solar. Se trata de una obra de inspiración clásica llena de sentido de la maravilla. Quizá la última de ese particular estilo.
Neuromante, de William Gibson (1984). La opera magna y germinal del ciberpunk, y una obra maestra dotada de una exótica aura poética noire. Aunque Gibson no lo reconoce, la influencia de Bester es innegable. El resto de las novelas del autor distan de brillar a similar altura.
Música en la sangre, de Greg Bear (1985). Bear siempre ha sido un escritor comercialote con vocación de bestsellero, un narrador competente pero de escasas ambiciones. Esta novela, que en su versión corta ganó los premios Nebula y Hugo, es sin duda su mejor obra. Una historia de cf hard centrada en la biología que acaba convirtiéndose en una extraña hecatombe llena de alucinadas imágenes. Una novela quizá menor comparada con otras de este canon, pero dotada de gran fuerza y expresividad. En sus mejores momentos, recuerda a la tetralogía de los desastres de Ballard.
Naufragio en el tiempo real, de Vernor Vinge (1986). Un grupo de viajeros del tiempo se adentra en el futuro más remoto sin posibilidad de retorno. La investigación de un crimen a lo largo de miles, millones de años. Y, sobre todo, una obra llena de sentido de la maravilla que te hace sentir a flor de piel el abrumador paso del tiempo.
Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons (1986). Vale, es un comic, no una novela. Pero ¿y que, si se trata de una obra maestra? Una historia de superhéroes muy poco super que en realidad esconde un profundo discurso sobre la ambigüedad moral. Deslumbrante.
Las torres del olvido, de George Turner (1987). Una historia de futuro cercano que describe lo que le ocurre a la gente que vive en una sociedad regida por una economía caníbal ultraliberal. La verdad es que parece una premonición de lo que está pasando, así que si estáis deprimidos por la crisis, mejor no la leáis. En cualquier caso, una excelente y realista distopía protagonizada por verdaderos seres humanos.
Camino desolación, de Ian McDonald (1988). La colonización de Marte en clave de realismo fantástico. Una deliciosa historia coral que, lejos del rigor científico, nos presenta un mundo que entronca con los cuentos de hadas, los mitos populares y el folclore. Una novela refrescante y llena de humanidad.
Hyperion, de Dan Simonns, (1989). Unos peregrinos de un futuro lejano, en un planeta lejano, cuentan historias al modo de Los cuentos de Canterbury. Cada relato pertenece a un subgénero distinto de la cf, de tal modo que el conjunto dibuja una especie de fresco del género. Una obra muy notable cuyas continuaciones resultan, al menos para mí, decepcionantes.
Snow Crash, de Neal Stephenson (1992). Una novela absolutamente ciberpunk y, al mismo tiempo, una sátira sobre el ciberpunk. Y también un relato lleno de acción, ideas ingeniosas y sentido de la maravilla. Stephenson tiene otras novelas, al parecer interesantes, que yo no he leído porque a) estaban muy mal traducidas, b) eran unos tochos enormes, o c) ambas cosas a la vez.
La estación de la calle Perdido, de China Mieville (2000). Esta novela narra una historia (que podría ser de terror) bastante tonta, y cuenta con un final tan bobo como decepcionante. Además, los personajes son puro cartón piedra. Y, sin embargo, es una novela fascinante. Porque la auténtica protagonista del relato es la ciudad que le sirve de escenario, Nueva Crobuzón, una especie de Londres victoriano con elementos steampunk, fantastique o directamente surrealistas. Es la minuciosa descripción de esta ciudad desmesurada y exótica, y de sus extraños habitantes, lo que convierte un argumento mediocre en una novela fascinante. Por cierto, ésta era la única novela de Mieville que había leído, pero justamente ahora, cuando escribo esto, estoy leyendo su última obra, La ciudad y la ciudad. Y, aunque aún ando por la mitad, lo cierto es que me está sorprendiendo muy gratamente. En cualquier caso, cabe preguntarse si lo que escribe Mieville es cf; pero de nuevo ¿eso qué importa?
Spin, de Robert C. Wilson (2005). Un colosal relato lleno de sentido de la maravilla que se desarrolla durante tres millones de años (del Universo) y abarca a toda la humanidad. Una excelente obra de cf clásica teñida de modernidad científica.
La carretera, de Cormac McCarthy (2006). Parece mentira que alguien pueda coger ahora, a comienzos del siglo XXI, uno de los temas más manidos por la cf, el apocalipsis nuclear, y escribir una obra maestra. Pues eso hizo McCarthy con La carretera. Un padre y su hijo viajan hacia el sur atravesando un mundo destruido, muerto y ceniciento, todo ello descrito con una prosa tan expresiva como minimalista. Una historia emotiva, violenta, terrorífica, siniestra, profundamente humana y muy deprimente que sólo al final arroja un mínimo rayito de esperanza (muy criticado por algunos, pero que, todo sea dicho, yo agradezco al autor de todo corazón). En realidad, se trata de una conmovedora historia de amor paterno-filial.
Y esto es todo (aunque ya sabemos que, evidentemente, no es todo). Como el post ha quedado largo, en la siguiente entrada hablaré sobre las injustificables ausencias. Nos vemos.
martes, junio 19
Mi canon de la cf (1)
Bien, aquí está mi particular canon de la cf. Atención: no es UN canon; es MI canon, de modo que citaré lo que más me gusta del género, pero no todo lo mejor del género. Lo voy a dividir en dos grandes grupos: El Olimpo, donde incluiré a los mejores autores y las mejores obras (siempre en mi opinión, claro), y Los Héroes, donde estarán aquellos autores y obras que considero de inferior calidad, pero aún así interesantes. En El Olimpo agruparé por un lado a autores que tengan al menos dos novelas destacables, y por otro obras sueltas. No incluiré a autores españoles. También mencionaré y explicaré algunas de las ausencias más clamorosas.
Los aficionados al género no encontrarán grandes sorpresas aquí (ni pequeñas, a decir verdad), pero quizá a los lectores inexpertos pueda servirles de un poco de ayuda en el caso de que deseen comenzar a internarse en las procelosas aguas de la fantasía científica, la fantaciencia, la ciencia-ficción, la prospectiva, la sf, la sci-fi o como sea que queramos denominarlo. No obstante, es seguro que olvidaré muchas obras, aunque no demasiados autores, creo yo. Por otro lado, la cf es un género especialmente propicio para los relatos cortos. Hay muchísimos cuentos brillantes escritos por autores de los que ni siquiera recuerdo el nombre; como es lógico, no estarán incluidos aquí, pero forman parte de lo mejor de la cf. Por último, hace unos 20 años que dejé de leer habitualmente cf. Eso no quiere decir que la haya abandonado por completo, pero está claro que mi conocimiento del género en sus dos últimas décadas es limitado.
Adelante pues con mi canon.
El Olimpo. Autores.
Verne, Julio. ¿Qué queréis que diga del viejo Verne, si hasta he escrito una novela en su honor? Siempre le he considerado más un escritor de aventuras que de cf, pero sus aportaciones al género son innegables. De entre ellas, destacaría 20.000 leguas de viaje submarino, La isla misteriosa y Viaje al centro de la Tierra.
Wells, H. G. Él solito definió la mayor parte de los temas del género; en realidad, es el padre de la cf moderna. Y también un autor plenamente vigente con novelas tan estimulantes como La guerra de los mundos, La isla del Dr. Moreau, La máquina del tiempo o Los primeros hombre en la Luna.
Ballard, J. G. Este autor inglés, uno de los padres de la New Thing, no escribe sobre el futuro ni sobre tecnología, sino sobre el presente y sobre los aspectos más oscuros y primitivos de la mente humana. Resulta fascinante su capacidad de crear perturbadoras imágenes que inciden directamente sobre el inconsciente del lector. Es difícil decidir cuáles son sus mejores obras; personalmente, me fascinan El mundo de cristal, Crash o la antología Vermillion Sands.
Bester, Alfred. Fue uno de los autores que mejor supo prever el futuro de la sociedad occidental. Poder absoluto de las megacorporaciones, aristocracia económica, manipulación social. Dotado de una prosa brillante y pirotécnica, una de las características de Bester es crear personajes (e historias) al borde de la psicopatía. Es el inspirador de al menos dos movimientos dentro del género: la New Thing y el ciberpunk. Escribió en la década de los 50, luego se retiró veinte años de la cf y, cuando volvió al género, ya no era el mismo. Sus mejores obras son El hombre demolido, Tigre, Tigre... (también llamada Las estrellas mi destino, y considerada por muchos la mejor novela de cf jamás escrita) y todos sus relatos de los años 50.
Bradbury, Ray. El gran humanista de la cf y uno de los mejores escritores surgidos en el seno del género. El futuro de Bradbury es en realidad una metáfora del pasado, así que no es de extrañar la melancolía que impregna gran parte de su producción. Le considero mejor cuentista que novelista. De entre su obra, destaco Crónicas marcianas, Fahrenheit 451, El vino del estío, La feria de las tinieblas y todos sus relatos cortos hasta, digamos, la década de los 70
Brown, Fredric. Adoro a este escritor, le venero. Uno de los mejores autores de relatos cortos de la literatura mundial, sin duda. Un maestro del ingenio y la ironía. De entre sus novelas cabe destacar Marciano vete a casa, Universo de locos y Night of the Jabberwock, que no es cf ni fantasía, pero casi. Y, por supuesto, todos, absolutamente todos sus cuentos (para saber más sobre Brown, pinchar AQUÍ).
Chiang, Ted. No estoy seguro de que este escritor deba figurar aquí; no por su calidad, que es mucha, sino por lo escaso de su producción: doce relatos publicados hasta 2011, según la wiki. Ni siquiera está claro que escriba cf. No obstante, por su originalidad y por la minuciosa precisión de su narrativa, lo incluyo. Sus ocho primeras historias están recogidas en la antología La historia de tu vida.
Dick, Philip K. La mayor parte de su obra está obsesivamente centrada en lo mismo: cuestionar la realidad, algo muy lógico tratándose de un autor que se ponía hasta el culo de LSD y otras hierbas. Sin embargo, su paranoia le permitió sintonizar, más que ningún otro escritor de cf, con la zeitgeist del futuro, lo que ahora es nuestro presente. Es de los pocos autores del género que se han integrado en la literatura general (y en Hollywood, pues debe de ser el escritor de cf más adaptado al cine). Pese a la fuerza de su narrativa, ninguna de sus novelas me parece del todo redonda, como si les faltara una revisión final. En cualquier caso, hay que destacar títulos como Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Ubik o La transmigración de Timothy Archer.
Disch, Thomas. Uno de los escasos grandes literatos surgidos del género, un magnífico escritor que, a una prosa deslumbrante y una prodigiosa narrativa, le añade una gran cultura, mucha sensibilidad y un ácido sentido crítico. Su talento era portentoso; sin embargo, al final de su vida tenía dificultades para publicar. Abrumado por la muerte de su pareja (cuyo tratamiento médico le arruinó), acabó suicidándose. Eso dice mucho acerca del género. Todo lo que escribió es buenísimo, pero personalmente destaco Los genocidas, Campo de concentración, 334 y En alas de la canción.
Heinlein, Robert. ¡Cómo!, ¿Heinlein aquí, entre los olímpicos? Más de uno pedirá mi cabeza por tamaña osadía, y, además, reconozco que hace 20 años no le habría incluido. Pero mi trabajo como escritor me ha hecho cambiar de idea. Heinlein es un narrador portentoso, un contador de historias extremadamente hábil. ¿Tiene defectos? Por supuesto. Su ideología, tan irritantemente presente en muchas de su obras, por ejemplo. Y su casi siempre limitada galería de personajes. O el simplismo de algunos de sus planteamientos. Pero sabía narrar el muy cabrón, hay que reconocérselo. Y cuando dejaba de lado sus taras, el resultado era de lo más estimulante. Entre sus mejores novelas podría citar Forastero en tierra extraña o La bestia estelar, pero la que más me gusta con diferencia es la deliciosa Puerta al verano. Y todos sus cuentos (si quieres saber más sobre lo que opino de Heinlein, pincha AQUÍ).
Pohl, Frederik. Fue uno de los autores que contribuyeron a la maduración del género en la década de los 50 introduciendo en él la política y la crítica social. Es el autor, junto con C. M. Kornbluth, de Mercaderes del espacio, un clásico de la cf, y también hay que destacar sus novelas en solitario Pórtico y Homo plus.
Priest, Christopher. Quizá el mejor escritor de cf todavía en activo, aunque últimamente su obra parece derivar hacia la fantasía. De su producción destaco: El mundo invertido, El glamour y muy especialmente El prestigio.
Sheckley, Robert. Aquí tenemos a otro de los grandes cuentistas de la literatura mundial, y a uno de sus mejores humoristas. Es de los tres o cuatro escritores que más me han hecho reír (leyendo su cuento La máquina de psicoanalizar marciana creía que me iba a asfixiar por culpa de las carcajadas). Ninguna de sus novelas pasa de mediocre, pero sus relatos cortos son imprescindibles. Por citar uno, quizá el más famoso: Un pasaje para Tranai.
Silverberg, Robert. Uno de los grandes representantes del New Thing en USA y uno de los mejores escritores de cf allí surgidos. Su obra es, por así decirlo, muy neoyorkina; intelectual, cosmopolita y sofisticada. A finales de los 70, decepcionado por el fracaso del movimiento, se pasó al fantasy. Tiene muchas buenas novelas, pero yo destacaría Regreso a Belzagor, Tiempo de cambios, Muero por dentro, El libro de los cráneos (que es fantasía, pero qué más da) y, sobre todo, El hombre en el laberinto (que, por cierto, acaba de ser reeditada).
Simak, Clifford D. He aquí una de mis debilidades. Simak no fue un gran escritor, tenía limitaciones; pero era uno de los escritores más honestos y sinceros que ha dado el género. Su obra, muchas veces ambientada en entornos rurales, es profundamente humanista y, en sus mejores momentos, conmovedora y poética. Alguna de sus novelas más estimulantes son Estación de tránsito, Ciudad, Toda la carne es hierba y la deliciosa The Goblin Reservation (que en España se publicó como Maxwell al cuadrado).
Smith, Cordwainer. De este autor ya he hablado en el blog (los interesados, pinchad AQUÍ y AQUÍ). Uno de los más grandes escritores de cf y, también, de los más originales. Su extensa serie de relatos sobre Los señores de la Instrumentalidad es imprescindible para cualquiera que desee conocer el género (siempre y cuando su paladar esté preparado para los sabores muy exóticos).
Watson, Ian. Es un autor quizá excesivamente discursivo, pero también profundamente original. Su obras tratan temas que ningún otro escritor de cf ha tratado. De entre ellas, destacaría Empotrados, Visitantes milagrosos o Embajada Alienígena.
Wyndham, John. Uno de los máximos representantes de la escuela inglesa de cf. ¿Recordáis el comienzo de 28 días después, la película de Dany Boyle, o el de The Walking Dead, la serie de TV? En ellas, el protagonista se despierta en un hospital desierto y descubre que algo terrible le ha ocurrido a la humanidad. Pues bien, en ambos casos se trata de un homenaje al comienzo de El día de los trífidos, la novela más famosa de Wyndham. Aparte de ella, también cabe reseñar Las crisálidas y la soberbia Los cuclillos de Midwich.
Zelazny, Roger. Otro de los grandes representantes de la New Thing norteamericana. Profundamente humanista y gran estudioso de las mitologías (lo que está muy presente en su obra). Decepcionado con el género, se pasó al fantasy. Aparte de sus relatos cortos, hay que destacar las novelas Tú, el inmortal (también conocida por Y llámame Conrad), El señor de la luz o Nueve príncipes de Ámbar (que, mira por dónde, es un fantasy).
Bien, estos son mis autores “olímpicos”. En la siguiente entrada hablaré de obras sueltas (olímpicas también, of course) y explicaré algunas de las clamorosas ausencias, así que esperad hasta el final del canon para ponerme a parir por todo lo que no he incluido.
lunes, junio 11
¿Soy mi padre?
Tengo la edad que tenía mi padre al morir, 59 puñeteros años, y me siento perplejo. No me parezco a él, no me identifico lo más mínimo con aquel hombre, no tenemos nada en común. ¿O sí, y yo no me he enterado? Estoy confuso.
La imagen que guardo de mi padre es la de un señor mayor, muy señor y muy mayor. Pero es que entonces, en 1972, los señores mayores se vestían, hablaban, actuaban como lo que eran, señores mayores. Cada edad tenía su rol, su estética y su parafernalia, y muy pocos se salían de las pautas. Hoy no es así; la norma consiste en simular juventud. Pero en aquel entonces... La verdad es que mi padre rara vez vestía como un “señor”. Trabajaba en casa, así que podía permitirse ir de sport todo el día. Y, realmente, tampoco era muy serio, aunque la timidez le hacía parecer un poco distante. Pero no, no era “serio”, no era el típico severo padre de familia. De hecho, nunca, o en muy escasas ocasiones, desempeñó el papel de paterfamilias. Y a veces se comportaba de forma muy poco reflexiva, como un niño grande. Sin embargo, había algo en él, una impronta, un aura de grave dignidad que le catalogaba al instante en el apartado destinado a los “respetables señores mayores”.
¿Y qué pasa conmigo? Visto como un jovenzuelo. Nikis o camisas de sport (y alguna que otra hawaiana que mi familia detesta), pantalones chinos o cargo, zapatos Camper, cazadora o chaquetón en invierno. Sólo tengo dos americanas que rara vez me pongo y ninguna corbata decente. No uso esa clase de ropa para intentar simular juventud, sino porque es cómodo, porque he vestido así toda mi vida y porque nunca he encontrado un buen motivo para cambiar. Tampoco soy el típico cabeza de familia, porque en mi familia la cabeza está muy repartida, porque no soy rígido, porque mis hijos son conscientes de lo chorra que puedo llegar a ser y porque en el fondo soy tan incapaz de tomarme en serio a mí mismo que no me veo interpretando el papel de pétrea figura paterna. Me entraría la risa.
Aunque, claro, mi aspecto es bastante venerable. Tan alto, tan calvo, con esa barba tan blanca... Si alguien, engañado por mi look, se aproxima a mí con el respeto debido a los señores mayores, yo mismo me ocupo de sacarle rápidamente de su error. Porque bromeo, porque me burlo de mí mismo, porque digo barbaridades, porque, en definitiva, me comporto de una forma totalmente inadecuada para mi edad. Y, al poco, el respeto y la venerabilidad se desvanecen, y a los ojos de mi interlocutor dejo de ser un “señor mayor” para convertirme... ¿en qué? En un bicho raro, supongo. O en un viejo gilipollas, vete tú a saber.
No, no soy un respetable señor mayor, como sí lo era mi padre. Nuestros caracteres y mentalidades son diferentes, igual que nuestras historias vitales, igual que los tiempos y las costumbres. Pero, qué queréis que os diga; me da igual, no tengo ningún interés en parecer respetable y adoptar un rol que para mí no sería más que un disfraz en el que nunca me sentiría cómodo. No es eso lo que me preocupa, sino otra cosa...
Recuerdo a mi padre hace cuarenta años (¡40 años ya!), en 1972... Leonor, su mujer, mi madre, había muerto en junio del año anterior, tras una larga enfermedad, y mi padre jamás lo superó. No sólo porque estaba muy enamorado de su mujer, sino porque dependía de ella. Mi padre era un hombre tímido con grandes traumas personales; era lo que entonces se llamaba con no poco desdén un “hijo natural” y nunca se sintió querido, ni por su madre, que se desentendió de él, ni por su padre –de apellido Serra- que nunca le reconoció. Creo que por todo eso mi padre siempre consideró que el amor de su mujer era lo más importante que tenía. Pero no solo es que la adorase, es que dependía de ella. Veréis, mi madre era sencillamente encantadora. Una mujer alta, guapa (aunque gruesa), de ojos entre verdes y azules, con un precioso pelo prematuramente blanco (heredé de mi padre la calvicie y de mi madre las canas; ¿eso es la evolución?). Además era medianamente culta, brillante conversadora y una relaciones públicas nata. Así que mi padre se relacionaba con los demás a través de su mujer. Y por eso, cuando ella le faltó, no sólo se quedó sin su amor, sino también sin su conexión con el mundo. Y sin su razón de existir.
Hubo más motivos, claro. A mediados de los 50, mi padre dejó de escribir novelas y se convirtió en guionista de radio. Y triunfó. Ya era famoso como creador de El Coyote, pero la radio incrementó su fama y le proporcionó muchos reconocimientos y mucho dinero. Sin embargo, la llegada de la TV hizo que, poco a poco, la radio se viera obligada a cambiar. A principios de los 70, los programas de ficción en la radio se hallaban en franca decadencia y el trabajo de mi padre estaba a punto de desaparecer. Además, una lesión de espalda le impedía escribir a máquina, lo que le obligaba a dictarle a una mecanógrafa, algo que no le resultaba cómodo. Su mundo se desmoronaba por todas partes. Y decidió morir.
Vuelvo la vista atrás y recuerdo a mi padre en 1972, cuando tenía 59 años, la edad que ahora tengo yo, y veo a un hombre destruido, acabado, una sombra, un fantasma; un hombre con una depresión de caballo (mucho antes del Prozac), un hombre sin futuro, un anciano prematuro, un pasajero al final de la línea. Y me digo, eh, yo no soy así, yo no tengo los traumas de mi padre (aunque sí otros, imagino), yo superé mi timidez y no necesito a nadie para relacionarme con el mundo, yo no he perdido a mi mujer, yo sigo teniendo cierto éxito en mi profesión, yo sigo vivo y no quiero morir, yo no soy como él.
Pero, ¿estoy seguro? ¿Qué pasaría si algo cambiase radicalmente? ¿Y si la literatura estuviese tan al borde de la extinción como los programas dramáticos lo estuvieron en la radio? ¿Y si todo lo que amo desapareciese? ¿Y si me viera obligado a volver a empezar cuando ya no tengo fuerzas ni ganas de volver a empezar? ¿No será que todo depende, no de lo que soy, sino de las circunstancias? ¿Cuántas estaciones me quedan para llegar al final de la línea? ¿De verdad no soy mi padre? No lo sé, no lo sé...
Todo lo que sé es que tengo 59 años, aunque mi mente sigue empeñada en quedarse anclada en la treintena, o en la adolescencia a veces. Pero no quiero engañarme, lo mire como lo mire, me comporte como me comporte, soy viejo. De hecho, hoy es el primer día de mi sexagésimo año de existencia. Soy viejo, qué coño. Y lo lamento mucho, porque no era ésa mi intención.
Ni se os ocurra felicitarme por mi cumpleaños, que, además, ya ha pasado.
miércoles, junio 6
Ray y la marea
Hace no mucho, un buen amigo escribió en su blog un post hablando sobre la gente que prefiere el cambio y la gente que, por contra, elige la monotonía. ¿Qué prefieres tú? Si eres joven, preferirás el cambio, porque la juventud es puro cambio, y si eres viejo intentarás aferrarte a la monotonía de lo que permanece. Los jóvenes, dicen, son revolucionarios por naturaleza, y los viejos conservadores. Pero incluso cuando eres muy joven hay cosas que te gustaría que no cambiaran, que nunca desaparecieran. Lo malo es que todo acaba desapareciendo, incluso los Pirineos si les das el tiempo suficiente. El universo entero se irá a la entrópica mierda; basta con esperar 34.000 millones de años.
Aún recuerdo la impresión que me produjo leer Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Fue un impacto, un descubrimiento, un paso adelante en mi maduración como lector. Yo debía de tener... no sé, unos quince años, creo, quizá dieciséis. Ningún otro escritor me produjo una impresión semejante hasta que dos o tres años después leí Ficciones y El aleph, de Jorge Luis Borges. Casualidades de la vida: la edición de Minotauro en que leí Crónicas marcianas tenía un prólogo de Borges.
Este año, en noviembre, se cumplirán cuatro décadas desde la muerte de mi padre. Cuando murió, sobre su mesilla de noche, había un libro: The Illustrated Man, una antología de relatos de Bradbury en su edición inglesa. Dentro de cuatro días cumpliré la edad que tenía mi padre al morir.
Ayer, 5 de junio, Ray Bradbury murió a los 91 años de edad. Fue, probablemente, el primer gran escritor surgido en el seno de la ciencia ficción, y también el primero que traspasó las fronteras del género para ser admitido con honores en el seno de la literatura general.
¿Que puedo decir de su obra? Profundamente humana, poética, melancólica, a veces pesimista, a veces teñida de humor, siempre brillante. Si no le habéis leído, os recomiendo Crónicas marcianas, por supuesto, pero también todos sus relatos cortos escritos hasta, digamos, la década de los 80, cuando más o menos comenzó su declive. Bradbury era mucho mejor cuentista que novelista, pero su novela Farenheit 451 es imprescindible, igual que lo es La feria de las tinieblas. Todas sus obras están disponibles en Minotauro y también en edición de bolsillo.
Me ha entristecido la muerte del maestro Bradbury. Si hiciera una lista con los diez escritores que más me han influido, su nombre figuraría en ella. Pero no es sólo eso, hay algo más personal en mi melancolía. Bradbury, su obra, me acompañó durante un periodo de mi vida. Y ahora Bradbury ya no está; se ha ido, llevándose con él un trocito de mi historia privada.
Hay un cuento de Bradbury que me fascina; se llama En una estación de buen tiempo y no recuerdo en qué antología apareció. La historia es muy sencilla: George Smith es un turista norteamericano que ha alquilado una casa en Biarritz. Una tarde, dando un paseo por la playa, ve a un viejo que está dibujando con un palo sobre la arena húmeda. Se acerca y se queda boquiabierto, porque son los dibujos más hermosos que ha visto nunca. Entonces reconoce al anciano: es Pablo Picasso. El anciano sigue dibujando un rato y luego se va, mientras que George se queda contemplando fascinado aquella maravilla. Y, de pronto, George se da cuenta de que la marea está subiendo y que, cuando lo haga, borrará para siempre esa espléndida obra de arte. Intenta buscar una pala para levantar un muro, se desespera pensando cómo puede contener la marea... Pero no puede y, finalmente, no le queda más remedio que contemplar desolado cómo las olas destruyen toda aquella belleza.
Bueno, pues exactamente así es la puñetera vida.
Aún recuerdo la impresión que me produjo leer Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Fue un impacto, un descubrimiento, un paso adelante en mi maduración como lector. Yo debía de tener... no sé, unos quince años, creo, quizá dieciséis. Ningún otro escritor me produjo una impresión semejante hasta que dos o tres años después leí Ficciones y El aleph, de Jorge Luis Borges. Casualidades de la vida: la edición de Minotauro en que leí Crónicas marcianas tenía un prólogo de Borges.
Este año, en noviembre, se cumplirán cuatro décadas desde la muerte de mi padre. Cuando murió, sobre su mesilla de noche, había un libro: The Illustrated Man, una antología de relatos de Bradbury en su edición inglesa. Dentro de cuatro días cumpliré la edad que tenía mi padre al morir.
Ayer, 5 de junio, Ray Bradbury murió a los 91 años de edad. Fue, probablemente, el primer gran escritor surgido en el seno de la ciencia ficción, y también el primero que traspasó las fronteras del género para ser admitido con honores en el seno de la literatura general.
¿Que puedo decir de su obra? Profundamente humana, poética, melancólica, a veces pesimista, a veces teñida de humor, siempre brillante. Si no le habéis leído, os recomiendo Crónicas marcianas, por supuesto, pero también todos sus relatos cortos escritos hasta, digamos, la década de los 80, cuando más o menos comenzó su declive. Bradbury era mucho mejor cuentista que novelista, pero su novela Farenheit 451 es imprescindible, igual que lo es La feria de las tinieblas. Todas sus obras están disponibles en Minotauro y también en edición de bolsillo.
Me ha entristecido la muerte del maestro Bradbury. Si hiciera una lista con los diez escritores que más me han influido, su nombre figuraría en ella. Pero no es sólo eso, hay algo más personal en mi melancolía. Bradbury, su obra, me acompañó durante un periodo de mi vida. Y ahora Bradbury ya no está; se ha ido, llevándose con él un trocito de mi historia privada.
Hay un cuento de Bradbury que me fascina; se llama En una estación de buen tiempo y no recuerdo en qué antología apareció. La historia es muy sencilla: George Smith es un turista norteamericano que ha alquilado una casa en Biarritz. Una tarde, dando un paseo por la playa, ve a un viejo que está dibujando con un palo sobre la arena húmeda. Se acerca y se queda boquiabierto, porque son los dibujos más hermosos que ha visto nunca. Entonces reconoce al anciano: es Pablo Picasso. El anciano sigue dibujando un rato y luego se va, mientras que George se queda contemplando fascinado aquella maravilla. Y, de pronto, George se da cuenta de que la marea está subiendo y que, cuando lo haga, borrará para siempre esa espléndida obra de arte. Intenta buscar una pala para levantar un muro, se desespera pensando cómo puede contener la marea... Pero no puede y, finalmente, no le queda más remedio que contemplar desolado cómo las olas destruyen toda aquella belleza.
Bueno, pues exactamente así es la puñetera vida.
Ray Bradbury: 22 de agosto de 1920 – 5 de junio de 2012.
Me diste mucho. Gracias.
lunes, junio 4
La estrategia del parásito/El asunto Miyazaki
A finales del año pasado, contraté con SM la edición de mi última novela juvenil, La estrategia del parásito. Dicha novela se distribuyó a mediados de mayo y, como siempre, recibí en casa un paquete con los veinte ejemplares que me corresponden por contrato. Abrí el paquete, cogí uno de los libros, le eché un vistazo... y las pelotas se me cayeron al suelo, plonc, plonc. Porque el texto que contenía ese libro no era mi novela, sino otra novela llamada El asunto Miyazaki, escrita por un tal Óscar Herrero.
Cabreado como un mono, llamé a la editorial, pero allí no sabían nada, así que examinaron los ejemplares que también a ellos les acababan de llegar y comprobaron que todos tenían el texto equivocado. Gabriel Brandariz, mi editor, se puso en contacto con la imprenta para averiguar qué había pasado. Y lo que había pasado era muy sencillo: un hacker había entrado en el sistema informático de la imprenta y había sustituido mi novela, La estrategia del parásito, por otro texto, El asunto Miyazaki.
El problema era que los libros ya estaban distribuidos y se tardarían varias semanas en retirarlos. Resignado, me puse a leer aquel texto que no era mío, pero del que todo el mundo me consideraría autor. Estaba narrado en primera persona por el verdadero autor del texto y era un relato paranoico sobre una extraña amenaza mundial. Además, el autor aseguraba que se trataba de una historia auténtica, e incluso ofrecía pruebas de ello ocultas en una página web.
En fin, de lo más mosqueado tecleé la dirección de Internet que aparecía en el libro y... y ocurrió algo raro. Y poco después ocurrió algo más raro aún: recibí una carta (por correo postal) de Óscar Herrero, el hacker que había sustituido mi novela por la suya. Lo que me contaba en esa carta era sencillamente increíble. Así que no me lo creí. Hasta que un día, la semana pasada. mientras estaba en mi despacho, escribiendo, apareció algo en la pantalla de mi ordenador: una joven rubia, muy guapa, mirándome fijamente. Apenas duró un segundo, pero me heló la sangre en las venas.
Ahora, ya no sé qué pensar...
...
Bueno, amigos míos, debo confesar que casi nada de lo que he contado más arriba es verdad. Aunque sí lo es en cierto sentido, porque se trata de la estrategia de marketing que ha utilizado la editorial SM para promocionar en Internet mi última novela, La estrategia del parásito-El asunto Miyazaki. Y, como antiguo experto en publicidad (aunque no en publicidad digital), debo reconocer que es una de las acciones promocionales más brillantes que he visto.
En realidad, todo fue “culpa” de Gabriel Brandariz, mi editor. Es un tío estupendo y un profesional impecable, pero tiene un defecto: está tan loco como yo y, además, de la misma manera. Terrible. Recuerdo que un día le comenté la idea de realizar una falsa entrevista con él y conmigo donde fingiésemos que lo que cuenta la novela es cierto. Gabriel no solo lo aceptó al instante, sino que empezaron a ocurrírsele otro montón de posibilidades. Y así, peloteando ideas, comenzó todo. Luego, Gabriel le trasladó el asunto al departamento de marketing de la editorial y éste articuló la estrategia.
El mes pasado, un buen día, un montón de gestores de blogs de literatura recibieron un e-mail de SM donde se les informaba de que un virus se había colado en el sistema informático de la editorial y había sustituido el texto de mi novela por otro. Añadía que, si notaban algo raro en sus correos electrónicos, lo comunicaran vía twitter con el hashtag #miyazaki. Después les empezaron a llegar por e-mail fragmentos de la portada del libro, como un puzzle, con los siguientes mensajes:
MIYAZAKI TE VIGILA.
SE OCULTA. NO PUEDES VERLO. PERO SIEMPRE ESTÁ AHÍ.
NO ES UN VAMPIRO, PERO SE ALIMENTA DE TI. POR ESO SE ESCONDE Y TE UTILIZA.
Y, ENTRE TANTO, CRECE Y CRECE SIN PARAR
LA ESTRATEGIA DEL PARÁSITO, UN TECNO-THRILLER DE CÉSAR MALLORQUÍ.
¿O NO?
Y un día, de pronto, recibieron un SMS con el texto MIYAZAKI TE VIGILA y una dirección de Internet que les remitía a un vídeo que podéis ver pinchando AQUÍ.
Y después apareció este otro vídeo, que veréis pinchando AQUÍ
Basta con darse una vuelta por la Red para comprobar lo eficaces que fueron esas acciones, por lo menos a la hora de crear curiosidad y expectación. Algunos incluso se lo tomaron en serio y estaban convencidos de que tenían el ordenata infectado. Pero a todo el mundo le divirtió el asunto y muchos blogueros se prestaron a seguir el juego de mezclar realidad y ficción.
¿De qué va La estrategia del parásito y por qué ha aparecido casi a la vez que La isla de Bowen? Hace un par de años, mientras estaba escribiendo La isla de Bowen, Elsa Aguiar, la directora editorial de SM, me llamó para proponerme algo. Quería que escribiese una novela para lanzarla en formato electrónico, exclusivamente para Iphones e Ipads. En fin, el proyecto, que comenzó siendo una especie de novela por entregas desarrollada en tiempo real (algo que se demostró inviable), cambió mucho conforme le dábamos vueltas. Al final, le pedí a Elsa que me diera una semana para pensármelo. Si se me ocurría algo, le diría que sí. Y si no, pues no. Y se me ocurrió algo. El problema es que tenía poco tiempo para escribirlo, así que dejé en stand by La isla de Bowen y me metí de lleno con El asunto Miyazaki, que era su título inicial.
Dado que estaba destinada a formato electrónico en teléfonos móviles, y como no tenía mucho tiempo, la novela es más corta de lo habitual (ciento ochenta y tantas páginas). ¿De qué trata? Cómo la novela estaba destinada a Internet, decidí centrar el argumento en la Red. De hecho, el eje central del argumento probablemente sea algo imposible... o no, porque hace poco oí a un experto informático sugiriendo una posibilidad muy similar a la de mi novela, aunque no exactamente igual. En cualquier caso, sea posible o no, la novela es en realidad una metáfora sobre los aspectos perversos de Internet, que los tiene y son muchos (igual que son muchos los aspectos positivos, claro).
Desgraciadamente, no puedo hablar demasiado del argumento, porque casi cualquier cosa que diga desvelaría el misterio. Para esta novela he escogido una de mis estructuras narrativas favoritas; al estilo Hitchcock, por así decirlo. Cojamos a un tío absolutamente normal y corriente, lo más alejado de un héroe que podamos imaginar, y metámosle de repente en una situación muy peligrosa en la que nada tiene sentido. Ese protagonista no sólo deberá esforzarse en salvar la vida, sino que además tendrá que intentar averiguar qué demonios está pasando y por qué.
Óscar Herrero, el protagonista de la novela y narrador en primera persona, es un estudiante de periodismo que un buen día recibe la carta de Mario, un antiguo compañero de colegio de quien hacía mucho que no sabía nada, acompañada de un pendrive. En la carta, Mario le pide que, si a él le pasa algo, busque a cierto profesor de la facultad de informática y le entregue el pendrive. Pero el profesor ha desaparecido. Y Mario ha muerto en un sospechoso accidente. Y, de pronto, el mundo se convierte en una pesadilla. Una de las cosas que me divierten de esa novela es que Óscar, el protagonista, no sólo no es un héroe, sino que además mete la pata con frecuencia y de no ser por Judit, la ex de Mario, difícilmente habría conseguido seguir vivo más allá de la página 50. Pero ambos personajes evolucionan y, al final, el débil se ha fortalecido y la fuerte ha mostrado su vulnerabilidad. En fin, si queréis leer el primer capítulo sólo tenéis que pinchar AQUÍ.
También estoy satisfecho del final de la novela. Es lo que se llama un final abierto, porque parece no resolver del todo el argumento. No obstante, esta novela tiene una particularidad: el verdadero final está en la Red. Debes dirigirte a una dirección de Internet que te conducirá a una falsa web de literatura (gracias, por cierto, a Rodolfo Martínez por prestarme material suyo para esa página). Una vez allí, debes cliquear sobre una foto. Te pedirán una contraseña; la pones y entrarás en otra página donde verás y oirás una grabación. Lo que ahí ocurre es el auténtico final, y no es un final optimista.
Sin embargo... tras acabar la novela se me ocurrió algo. Veréis, la amenaza a la que se enfrentan los personajes de la novela es desmesuradamente poderosa. Tanto que, lógicamente, resulta invencible. Pero, mira por dónde, se me ocurrió una forma de vencerla. Así que, si el libro tiene éxito, habrá una segunda y una tercera parte. Y si no lo tiene... bueno, pues la historia terminará mal, qué le vamos a hacer.
Ah, se me olvidaba: La estrategia del parásito-El asunto Miyazaki es ciencia ficción ambientada en el presente. Pero, si os paráis a pensarlo (suponiendo que hayáis leído el libro, claro), es muy poquita ciencia ficción, es casi realidad. Y otra cosa: la portada del libro. Me gusta, es original y tiene un diseño atractivo. Pero me da asquito (las garrapatas me repugnan; he tenido perros, y mis perros han tenido garrapatas, y sé que son asquerosas). De hecho, he visto algún que otro comentario en la Red diciendo lo mismo. Pero bueno, al grano: en la portada hay un mensaje oculto en un texto satinado; sólo puedes verlo si la luz incide de forma adecuada, por eso no lo distinguís en la foto. El mensaje dice:
Miyazaki te vigila.
Internet es Miyazaki.
¿Qué quién es Miyazaki? Me temo que, si queréis averiguarlo, deberéis leer la novela.
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