lunes, mayo 7

The ultimate trip. 50 años



            El dos de abril de 1968, cuando la película se estrenó en USA, yo tenía quince años y era un pirado de la ciencia ficción. Desde hacía tiempo se venía oyendo hablar del nuevo proyecto que Stanley Kubrick se traía entre manos: una superproducción de ciencia ficción. Además, colaboraba con él Arthur C. Clarke, uno de los escritores del género más prestigiosos. Decir que yo estaba ansioso por ver la película se quedaría tan corto como que Noé hubiera decidido comprarse un paraguas en vez de construir un arca.

            Para empeorar las cosas, mi hermano José Carlos vio la película en Londres antes de que llegara a España y me convirtió en el ser más envidioso del planeta. Me trajo un lujosamente editado programa de mano con fotos a todo color; yo lo miraba embobado, lo acariciaba, lo olía, incluso creo que le di algún lengüetazo. Aún conservo ese programa.

            Y, finalmente, el diecisiete de octubre de ese mismo año, 2001: Una odisea del espacio se estrenó en Madrid. En el cine Albéniz, que había sido adaptado al formato Cinerama y tenía una inmensa pantalla, muy apropiada para los 70 mm de la película. Fui a verla con mi padre a la sesión matinal del domingo.

            ¿Cómo describir la experiencia? Hasta entonces, los efectos especiales más sofisticados que había visto eran, no sé, quizá los de Planeta prohibido; que resultaban entrañables, pero cantaban mucho. Sin embargo, lo que estaba viendo parecía real. Eso que tantas veces había imaginado durante mis lecturas de ciencia ficción, estaba sucediendo ahora ante mis alucinados ojos. Y esa asombrosa mezcla de imágenes y música; la majestuosa obertura de Así hablaba Zaratustra,  de  Richard Strauss, los enigmáticos sonidos de Ligeti… para muchos, hoy nos resulta imposible escuchar el Bello Danubio Azul sin evocar la danza entre la nave espacial de la PanAm y la estación orbital en forma de rueda.
            Recuerdo que, cuando acabó la película, me levanté y me quedé mirando a mi padre con una tonta sonrisa en los labios, incapaz de decir nada. Me sentía flotando en una nube, absolutamente feliz. Había sido la experiencia cinematográfica más potente de mi existencia. Volví a ver la película en el cine otras seis veces.

            Sin duda, los efectos especiales de 2001 son excelentes; tanto que todavía hoy, medio siglo después, resultan convincentes. Probablemente sean todo lo lejos que se puede llegar con la técnica clásica de trucaje caché/contra-caché. Pero los actuales efectos digitales pueden ir mucho más lejos, de modo que si solo fuera por eso, por los efectos, la película no sería tan recordada y admirada. En 2001 hay mucho más.

            Kubrick era un megalómano perfeccionista que con cada proyecto se proponía hacer la mejor película jamás filmada del género al que perteneciese. Así que, con la idea de hacer la mejor película de ciencia ficción del mundo, comenzó a buscar material literario en que basarse. No es extraño que acabara fijándose en Clarke, porque era un escritor más interesado por los aspectos intelectuales y filosóficos del género que por las meras aventuras futuristas. Concretamente, el relato que llamó la atención de Kubrick fue El Centinela (1948). Podéis encontrarlo en internet; vale la pena. El relato, escrito con prosa funcional (Clarke nunca fue un estilista), nos sumerge en la esencia numiosa del universo, en su profundo misterio, en lo inefable. Es una historia que no ofrece respuestas, pero plantea una pregunta de esas que, de puro inquietante, jamás se olvidan.

            El cuento es estupendo, pero su argumento no da para una película. En 2001 sólo ocupa el segundo segmento, llamado TMA-1 (Anomalía Magnética de Tycho Nº 1). Las otras tres partes -El amanecer de la humanidad, Misión a Júpiter, Júpiter y más allá del infinito- fueron creadas conjuntamente por Clarke y Kubrick. De hecho, Clarke escribió la novela al tiempo que desarrollaba el guion (por eso los finales de película y novela son distintos). No obstante, aunque la película toma el argumento de El Centinela como germen, las ideas que subyacen detrás del film proceden de otra historia de Clarke, la novela El fin de la infancia (1953).
            2001 tuvo en general malas críticas en su estreno. Se la tildó de incomprensible, pretenciosa, hermética y vacía. Tampoco fue un éxito inmediato. Pero eran los 60, la psicodelia, y de repente las salas de cine comenzaron a llenarse de hippys fumetas. Entonces se diseñó una nueva campaña publicitaria que anunciaba la película así: 2001: A Space Odissey. The ultimate trip. Huelga decir que ese “trip”, que significa “viaje”, se refiere más bien a un “acid trip”, viaje de LSD. Y la película se convirtió en un exitazo lisérgico.

            Como el propio Kubrick afirmaba, 2001 es básicamente una experiencia sensorial (sólo 40 de sus 143 minutos de duración contiene diálogos). También es cierto que la historia no está narrada de forma convencional. Martin Scorsese decía que era una superproducción y una película experimental al mismo tiempo. Sin embargo, nunca he comprendido por qué tanta gente se empeña en no entenderla, porque en el fondo es una historia sencilla.
            Vale, el hecho de que comience en un pasado remoto, cuando ni siquiera éramos humanos, puede despistar. Pero lo que ocurre está claro. Una civilización extraterrestre nos vigila y nos tutela. Los alienígenas envían a la Tierra un artefacto con forma de monolito (cuyas proporciones son 1-4-9, el cuadrado de los tres primeros números). El objetivo de ese artefacto es hacer evolucionar a un grupo de simios. En efecto, mientras juguetea con un hueso de tapir, uno de los prehumanos –llamado Moonwatcher en la novela- se lo queda mirando, pensativo. Ese robusto hueso puede ser una ventaja… Poco después, los miembros de ese grupo, armados con huesos, se enfrentan a otro grupo que les había arrebatado un manantial y los vencen, porque Moonwatcher mata al líder rival golpeándolo con el hueso. Ese hueso es la primera herramienta, y también el primer arma. Moonwatcher, exultante, lanza el hueso al aire. La cámara lo sigue en su acenso y, zas, corta a la imagen de un satélite artificial, en la elipsis más larga de la historia del cine.

            Aparentemente, esa elipsis nos muestra lo mucho que ha avanzado la humanidad al cabo de millones de años; pero un pequeño detalle lo desmiente: ese satélite es en realidad una estación orbital de lanzamiento de misiles nucleares. Un arma, igual que el hueso. Lo que la elipsis dice es que éticamente no hemos avanzado nada.

            En el siguiente tramo del film, la humanidad ha establecido bases en la Luna y ha encontrado, enterrado, un artefacto alienígena: otro monolito. Cuando unos astronautas se acercan a él y el sol lo ilumina, el monolito comienza a lanzar una señal. En realidad, se trata de un centinela. Cuando la humanidad haya logrado alcanzar el satélite de su planeta y encuentre el monolito, éste emitirá una señal… ¿de alerta?... ¿de alarma? Pero no sólo es eso, sino también un camino, porque la señal está orientada hacia Júpiter.

            El tercer segmento del film narra el viaje de la nave Discovery hacia Júpiter en busca del lugar de destino de la señal alienígena. Aquí tiene lugar el conocido incidente con la IA llamada HAL 9000. Esta parte del film la entiende todo el mundo, así que la pasaré por alto. La nave se aproxima a Júpiter con un único astronauta vivo: Bowman. Allí, flotando en el espacio, encuentra un inmenso monolito. Bowman, a bordo de una capsula, sale de la nave, se acerca al monolito y lo atraviesa. En realidad se trata de una puerta estelar.

            Acto seguido tiene lugar el “viaje estelar”, una sucesión de imágenes psicodélicas que describen un viaje a velocidad ¿hiperlumínica? Está bien, pero constituye el (para mí) casi único defecto del film: dura demasiado.
            Y llegamos al último capítulo de la película; la parte, supongo, que más confusión crea. Al principio, Kubrick y Clarke tenían previsto mostrar a los extraterrestres, pero no tardaron en desechar la idea. El objetivo de 2001, igual que el de El Centinela, es enfrentarnos al inmenso misterio del universo, a lo desconocido. Por eso, mostrar a los alienígenas habría sido demasiado concreto, y con seguridad decepcionante y anticlimático. Los extraterrestres son entidades abstractas representadas por el monolito.


            Tras el “viaje estelar”, Bowman aparece en una lujosa habitación blanca, algo así como la suite de un hotel. Está decorada de forma clásica y tiene un aspecto vagamente irreal. Asistimos a una serie de saltos en el tiempo que nos muestran el progresivo envejecimiento de Bowman. ¿Qué es ese lugar creado por los alienígenas? ¿Una cárcel, un zoológico…? No, es una incubadora.

            Finalmente vemos a un Bowman muy anciano agonizando en la cama. De repente, el monolito aparece ante él y Bowman tiende la mano, como si quisiera tocarlo… Ahora Bowman es igual que Moonwatcher, el prehumano del principio.  El monolito, las inteligencias que nos tutelan, van a ayudarle a dar el siguiente paso en la escala de la evolución.

            Por corte se pasa a un plano general de la Tierra. Poco a poco, aparece un feto flotando en el espacio en su bolsa de líquido amniótico. Es Bowman; ha trascendido a su naturaleza humana, ha evolucionado y es el inicio de una nueva humanidad. Y eso es todo. Bueno, realmente no lo es; pero así se desarrolla el argumento básico de la película.

            Se han cumplido cincuenta años desde el estreno de 2001, por eso he escrito esta entrada. Siempre he dicho que si todas las películas de ciencia ficción fueran iglesias, 2001 sería una catedral; por eso no descarto escribir alguna que otra entrada sobre ella. Y no, no es una advertencia; es una amenaza.

            Besitos