Desde que comenzó la crisis se afirma con frecuencia que la política se ha puesto a los pies, y al dictado, del Mercado (lo escribo con mayúscula, como si fuera una divinidad, porque lo es). Es decir, que ya no hay política, sino mera sumisión al entramado financiero. Esto es cierto si sólo nos fijamos en las consecuencias, pero no lo es en absoluto si contemplamos las causas. No es que la política haya quedado orillada; lo que ocurre es que desde hace un par de décadas se ha impuesto una política distinta a la que había antes. Una política que tiene al Mercado como tótem.
Cuando charlo de estos temas suelo argumentar algo que, quizá por evidente, no suele tenerse en cuenta: vivimos tiempos de posguerra. ¿Recordáis la Guerra Fría? Comenzó poco después de la Segunda Guerra Mundial y concluyó con la disolución de la Unión Soviética, a comienzos de los 90. Aunque no hubo enfrentamiento bélico (en realidad lo hubo, pero periférico), fue una guerra en toda la regla -y además una guerra ideológica, casi religiosa-, que, como toda guerra, tuvo vencedores y vencidos. Los principales artífices de la victoria final fueron Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el papa Juan Pablo II. Los dos primeros están considerados grandes popes de la “revolución neo-con” y el tercero fue el papa que le dio el tiro de gracia final al tímido aperturismo del Vaticano Segundo.
El gran perdedor, claro está, fue el comunismo soviético, pero en realidad supuso el fracaso de toda la izquierda, incluso de la que ya se había alejado del marxismo. En la Guerra Fría no triunfó un país, ni una alianza, sino una creencia, una idea, una forma de entender la sociedad, la política y la economía; y quien fracasó tampoco fue un bloque de naciones, sino una ideología alternativa. Por expresarlo de alguna manera, al hundirse el comunismo nos quedamos sin plan B (aunque el plan B fuera una mierda, ésa es otra cuestión).
Retrocedamos en el tiempo. ¿Recordáis cómo era el capitalismo industrial en sus inicios, cuando imperaba el liberalismo salvaje? Hombres, mujeres y niños trabajando en fábricas insalubres doce horas al día, o más, siete días a la semana y doce meses al año, a cambio de un jornal miserable, sin ningún derecho ni ayuda (vamos, como en China ahora). ¿Recordáis las luchas sindicales, toda la sangre que se vertió intentando conquistar unos mínimos derechos para los trabajadores? El comunismo surgió como reacción ante esa realidad atroz (una reacción equivocada, pero de nuevo ésa es otra cuestión), era el plan B; o, más bien, uno entre varios planes B. Hasta que, de pronto, el comunismo triunfó en Rusia y dejó de ser una fantasía utópica para convertirse en una sólida alternativa. De hecho, en LA ALTERNATIVA.
La ideología comunista se expandió como la pólvora entre las clases obreras de Europa y América, así que, para evitar males mayores (que el comunismo siguiera prosperando), el capitalismo salvaje se vio obligado a hacer concesiones y aceptar algunas demandas sindicales. Tras las 2ª Guerra Mundial, con el incremento de poder de la Unión Soviética y el nacimiento de la República Popular China, el capitalismo tuvo que hacer aún más concesiones, y así nació el estado del bienestar europeo mientras florecía la socialdemocracia, que no es más que un ten con ten de la izquierda con el capitalismo. ¿Está claro lo que quiero decir? Las conquistas sociales de la clase trabajadora se consiguieron porque, ante la “amenaza comunista”, las fuerzas capitalistas se vieron obligadas a hacer concesiones que contentaran a la población, vacunándola frente a tentaciones revolucionarias. Había un contrapeso.
Pues bien, amigos míos, hace ya veinte años que el sistema capitalista triunfó y, ¿os habéis fijado?, ya no hay ninguna alternativa, ningún plan B. ¿Cómo?... ¿La socialdemocracia?... Me suena esa palabra; creo recordar que en algún momento significó algo.
¿Sabéis por qué ha triunfado el capitalismo de libre mercado? Es sencillo: porque funciona, porque es el mejor sistema económico creando riqueza. Aunque también plantea muchos problemas; entre ellos que, si bien es bueno a la hora de crear riqueza, es malísimo redistribuyéndola. El capitalismo, por naturaleza, tiende a concentrar inmensas cantidades de dinero y poder no democrático en muy escasas manos. Hay otros problemas, pero de momento no vienen al caso.
Tras la mini-crisis de principios de los 90, la economía mundial inició un largo periodo de crecimiento y prosperidad (entre otras causas, aupada por el inicio de diversas burbujas, como ahora sabemos). Todo marchaba bien y el dinero fluía a raudales, había trabajo, bienestar, así que la sociedad se fue aburguesando. Nadie lucha por mejorar el mundo, si el mundo ya le parece suficientemente bueno. Los partidos socialdemócratas se plegaron a los vientos dominantes y se plegaron a las políticas económicas liberales, con algunos toquecitos sociales.
En cuanto al pueblo, la masa, la plebe, la chusma, dejamos de ser ciudadanos y nos convertimos en consumidores. De repente, todo parecía estar al alcance de cualquiera. ¿Los millonarios usan Iphones? Pues tú también puedes tener uno; e igual sucede con las Nike, las Nikon, los Vuitton o los Sony de plasma. ¿Los triunfadores viajan por el mundo en jet y tienen Mercedes y BMWs? Como tú, si quieres. Poco a poco, la ética social se fue difuminando hasta que el principal valor, por no decir el único, fue la posesión. No importa lo que eres, sino lo que tienes. Dicho de otra forma: todas las capas de la sociedad fueron derechizándose. La ciudadanía se volvió conservadora; incluso la izquierda viró a la derecha. Y la derecha, libre ya del contrapeso comunista, pudo por fin desplegar las esencias de su verdadero plan.
Todo eso puede verse muy bien en España, donde la conciencia de clase ha desaparecido casi por completo. De pronto, sólo había dos clases sociales: la alta y una enorme e informe clase media. ¿La política? Una tomadura de pelo, así que cuanto menos atención se le preste, mejor. ¿Los políticos? Todos iguales, todos mentirosos y ladrones. ¿La ideología? Paparruchas. ¿La corrupción? Tolerable si el que se corrompe es de tu bando. ¿La justicia social? A quién le importa; que les den por saco a los pobres, que le den al vecino. Nos hemos vuelto individualistas y egoístas, estamos desideologizados y el único valor que nos guía es la consecución del “éxito” mediante la acumulación de bienes de consumo que confieren estatus. La educación, el esfuerzo y la ética son para pringados. Los valores de la izquierda (lo valores, no los partidos) ya no son deseables, están pasados de moda. ¿Quién quiere pagar impuestos? Ni dios. ¿Quién quiere practicar la solidaridad? Pues nadie; ¿para qué, para alimentar a unos cuantos vagos? “Yo, yo, yo y más, más, más”... ése es el estribillo de nuestra canción.
Huelga decir que un estado de opinión semejante es terreno abonado para la derecha. Pero, ¿qué dice la derecha actual, cuál es su filosofía? Resumiéndolo mucho:
1. El capitalismo de libre mercado (CdLM) es el único sistema económico (y por ende social) que funciona. Todo lo que vaya en contra del CdLM es perverso.
2. El sistema de libre mercado ajusta la economía por sí solo, de forma automática, castigando a quienes lo hacen mal y premiando a los que lo hacen bien. Por tanto, ya que es un mecanismo perfecto, al mercado hay que ponerle el menor número posible de reglas y restricciones. Anarco-capitalismo.
3. El principio básico es la libertad individual, así que el Estado debe abstenerse de intervenir en la vida y actividades de los ciudadanos. Además, el Estado tiende a ser una máquina burocrática de gastar dinero; por tanto, lo deseable es que el Estado sea lo más pequeño y lo menos fiscalizador posible.
4. En un sistema de CdLM, cualquiera que se prepare, se esfuerce y trabaje lo suficiente, alcanzará el éxito. Por contra, quien no lo haga estará condenado al fracaso.
5. El CdLM no sólo regula automáticamente la actividad económica, sino también la dinámica social. Los ricos lo son porque se han preparado y esforzado más, porque son más listos y trabajadores. Los pobres, por contra, deben su miseria al hecho de ser tontos e indolentes. En un sistema CdLM, todos partimos con las mismas posibilidades, pero a la larga el sistema pone a cada uno en su lugar.
6. Como los pobres lo son por ser vagos e indolentes, intentar ayudarles mediante subsidios es contraproducente. Cuanto peor lo pasen más posibilidades hay de que espabilen. Por ejemplo, los parados están parados por su culpa, así que se busquen las castañas por su cuenta. En términos generales, las políticas de asistencia social son negativas, pues generan gasto y fomentan la indolencia. Por otro lado, los ricos son los mejores ejemplares de nuestra especie, como han demostrado por su brillante capacidad de supervivencia, así que deben ser cuidados, mimados y respetados. Los pobres, por su parte, son los ejemplares menos aptos, de modo que la mejor política es apartarlos lo más posible del foco social y del proceso de toma de decisiones. Este punto, y el anterior, sintetizan el llamado “darwinismo social”. La ley de la selva adaptada a la civilización.
7. Los impuestos son negativos, pues frenan la economía. Además, ese absurdo mito izquierdista de la “redistribución de la riqueza” choca de lleno contra los puntos 5 y 6. Por tanto, los impuestos deben ser lo más bajos posible y con un único tipo impositivo para todo el mundo, con independencia del dinero que gane.
8. Si a los ricos les va bien y ganan mucho dinero, invertirán, crearán puestos de trabajo, y a los pobres, de rebote, también les irá bien.
En fin, le derecha neo-con dice más cosas, pero con esto basta por el momento. ¿Que la derecha española no dice exactamente eso? No, no lo dice con tanta crudeza, pero lo piensa y, como hemos podido comprobar, lo practica. A fin de cuentas, lo que he expuesto forma parte de la filosofía de la “revolución conservadora” (eso debe de ser un oxímoron). El caso es que esos ocho puntos son, en su mayor parte, meros actos de fe, revelaciones de algún profeta (Milton Friedman, por ejemplo) que guardan escasa relación con los hechos. En realidad, son dogmas religiosos. Y una coartada para seguir manteniendo el status quo.
Pero de eso hablaremos la siguiente semana... Ah, no, que me voy de viaje. Entonces dentro de dos semanas.
Feliz Semana Santa, amigos míos.
viernes, marzo 30
jueves, marzo 22
Meditación para hoy
Ando un poco retrasado con las actualizaciones del blog, lo siento. Y hoy me largo de viaje. Para pasar el rato y no dejar un vacío demasiado grande, os propongo una meditación:
El gobierno del PSOE, en su último consejo de ministros, indultó al número 2 del Banco de Santander, Alfredo Sáenz, que había sido condenado por el Tribunal Supremo a tres meses de arresto, e inhabilitación para gestionar entidades financieras, a causa de una denuncia falsa presentada en 1994. De paso, el gobierno socialista (?) también indultó al abogado Rafael Jiménez de Parga y al ex-directivo de Banesto Miguel Ángel Calama, condenados por los mismo hechos.
Este mismo mes, el gobierno del PP ha indultado al militante de Unió Democràtica de Catalunya y exsecretario general de Trabajo Josep Maria Servitje y al empresario Víctor Manuel Lorenzo Acuña, que fueron condenados a cuatro años y medio y dos años y tres meses de prisión, respectivamente, por malversación continuada de fondos públicos. El indulto transforma las dos penas en sendas multas de 3.600 euros, menos de una décima parte de lo que sustrajeron de las arcas públicas. Ninguno de los dos ha pisado la prisión.
Ante esto, la pregunta que cabe hacerse no es “¿por qué?”, pues eso está clarísimo, sino: ¿cómo es posible que hayamos llegado a un punto en que hechos como estos nos importen un bledo?
lunes, marzo 12
Ssspaña y la cosa pública
La democracia no solo es un sistema político, sino también una forma de entender y practicar las relaciones sociales. En ninguno de los dos casos se trata de algo que pueda improvisarse, sino de un proceso que requiere tiempo y generaciones hasta que la esencia del pensamiento democrático cale en la médula de la colectividad. En España llevamos treinta y tantos años de democracia (y es el periodo más largo de nuestra historia), así que aún nos falta mucho para que el talante democrático se instale en nuestra idiosincrasia (si es que eso existe). Hemos sufrido una oprobiosa dictadura durante casi cuarenta años, y eso deja huellas, no en una, sino en varias generaciones.
No es de extrañar, por tanto, que en España la política se interprete como una prolongación de lo que realmente forma parte de nuestro acervo cultural: el fútbol. Tenemos nuestros colores, nuestras banderas, y somos fieles a ellas con absoluta independencia de si nuestros abanderados dan la talla o no (para evitar suspicacias, insisto en que hablo de las mayorías, no sobre el total del pueblo español). En fin, quizá esta actitud sea compartida por otros pueblos, pero me parece que en España reviste una especial radicalidad. Nuestro parlamento es un guiñol donde el debate se ha sustituido por la refriega, y el pensamiento racional por la frase hueca presuntamente ingeniosa. Se discute de todo, menos de lo importante, y entre tanto, los españoles (y aquí me incluyo de lleno) nos dejamos engañar por los capotes que los políticos de uno y otro signo (sin olvidarnos de los nacionalistas) agitan frente a nuestros ojos para impedir que prestemos atención a lo que realmente están haciendo, a lo que de verdad nos afecta.
De la derecha no voy a hablar por ahora. Soy de izquierdas, aunque supongo que decir eso ya no tiene mucho significado. Sería un coñazo exponer mi pensamiento político, así que lo resumiré aceptando que soy algo así como un socialdemócrata, con todo el descrédito que eso supone. En cualquier caso, está claro que la derecha no me gusta.
En España, durante la dictadura y hasta mediados de los 70, sólo había un partido de izquierda organizado (en la ilegalidad, claro): el PC. Yo nunca fui comunista, pero por aquella época todos los que eran de izquierda en España militaban o simpatizaban con los comunistas (y justo es reconocer que el PC hizo una gran labor en la clandestinidad). Hasta después de la muerte de Franco no empecé a ver por la universidad a los primeros socialistas. Eran pocos y sin pasado, pues se trataba de una nueva generación que había sustituido a los viejos dinosaurios de la República.
En apariencia, la Transición no la hicimos mal del todo (sólo en apariencia). Sorprendentemente, en aquel momento tuvimos políticos de cierta talla: Suárez, Felipe González, Fraga, Fernández Miranda, Carrillo, Calvo Sotelo... Suárez cumplió impecablemente su difícil labor de conseguir que un régimen se suicidase, pero no fue capaz de consolidar un partido. El desastre de la UCD, y el sucesivo fracaso de los grupos de extrema derecha, hizo que todas las fuerzas conservadoras se concentraran en un solo partido. Por otra parte, el batacazo de la UCD y el tejerazo le concedieron el poder a González y a un socialismo de nuevo cuño, sin ninguna tradición reciente. En realidad, un socialismo potenciado por el propio Suárez, para esquinar al PC.
González era un político brillante y también un gran mentiroso, un manipulador nato. Durante sus dos primeras legislaturas contribuyó decisivamente a modernizar el país. Luego, las cosas empezaron a torcerse seriamente. ¿De verdad era socialista aquel partido tan excesivamente pragmático y tan podrido por dentro? Pero la gente siguió votándole durante otras dos legislaturas (por si alguien pregunta: yo no).
España cambió mucho durante los 80. Los fondos provenientes de la UE permitieron mejorar las infraestructuras, la clase media creció y una cierta prosperidad comenzó a extenderse por la población. Conviene recordar que en esa década hubo una primera burbuja inmobiliaria, que no se hinchó demasiado porque el crédito era muy caro, y que acabó en la mini-crisis de principios de los 90. Durante este periodo se inició un inesperado proceso de desideologización. La derecha, a causa del fallido golpe de estado, estaba demasiado acomplejada para airear alegremente su ideología, mientras que los socialistas, firmemente instalados en el poder, consideraban que era más cómodo gobernar sin demasiada ideología. Recordemos que en aquellos tiempos el paradigma de triunfador social era el yuppy, Mario Conde y sus clones.
Lo cierto es que todos nos relajamos; los progresistas en particular, olvidando de dónde veníamos y qué se suponía que defendíamos. De un modo u otro, creímos que, conseguida la democracia, el trabajo estaba hecho, así que nos sentimos muy satisfechos de nosotros mismos y nos echamos a dormir. O a hacer pasta, colaborando alegremente con las estructuras capitalistas (por ejemplo, en mi caso, dedicándome a la publicidad). ¿Para qué luchar por un mundo mejor si el mundo que teníamos ya era el mejor de los mundos?
Tras un largo y penoso rosario de escándalos por corrupciones varias, el PSOE perdió las elecciones y ganó el PP de José María Aznar. Aclararé algo: Aznar representa todo lo que detesto, lo considero uno de los personajes más viles y desagradables que ha producido nuestro país (y mira que tenemos experiencia en personajes viles y desagradables). Así que no hablaré mucho de él. Pero hay una decisión de ese gobierno que debemos tener en cuenta: declarar suelo urbanizable todo suelo no protegido. Eso, unido a créditos baratos, a desgravaciones fiscales por compra de inmuebles, al dinero negro que había que lavar tras la llegada del euro y a la necesidad de financiación por parte de los ayuntamientos, todo ello disparó la burbuja inmobiliaria.
Y el gobierno, lejos de frenarla, la potenció. España estaba saliendo de una crisis con una elevada tasa de desempleo, y la hiperactividad constructora generaba puestos de trabajo y un simulacro de prosperidad. Además, las recalificaciones permitían financiar a los ayuntamientos (y de paso a los partidos), así que la burbuja mataba cuatro pájaros de un tiro. Aunque, hablando de pájaros, también aumentó la corrupción (privada y pública), al tiempo que las viviendas alcanzaban precios astronómicos (aunque eso ¿qué importaba con hipotecas de hasta 100 años?). En cualquier caso, la jugada le salió bien al gobierno y Aznar ganó las siguientes elecciones con mayoría absoluta. Luego pasó lo que pasó, pero eso es otra historia.
En 2004, el PSOE ganó las elecciones y Rodríguez Zapatero se convirtió en presidente de gobierno. La burbuja inmobiliaria seguía creciendo, pero el gobierno socialista no hizo nada por desactivarla. Al contrario, continuó la misma política económica que el PP, con un ligero incremento del gasto público. ¿Socialistas favoreciendo una economía neocon? Supongo que era algo así con la Tercera Vía de Blair a la española; es decir: una estafa. Por aquel entonces ya había muchas voces que alertaban sobre el desastre que ocurriría cuando la burbuja pinchase, pero el gobierno hizo caso omiso y, mientras los vientos de la economía fueran favorables, decidió seguir con más de lo mismo. Eso sí, Zapatero realizó una buena labor ampliando los derechos civiles; pero, al mismo tiempo, se prodigó en tonterías populistas, como los ministerios de Vivienda e Igualdad, el cheque-bebé o la Alianza de Civilizaciones. Al mismo tiempo, demostraba ser un gobierno timorato en sus relaciones con la Iglesia, o en el desarrollo de la ley de la memoria histórica y la ley Sinde. Pero, ¿y lo importante?
Estoy convencido de que el principal problema de este país es la educación. Ocupamos el puesto 34 en el ranking del informa PISA (estamos en la cola de Europa) y el endémico problema de nuestras empresas, la baja productividad, se debe casi exclusivamente a la deficiente de formación de los trabajadores. Nuestro sistema educativo es deplorable y de eso depende no ya nuestro presente, sino nuestro futuro como país. Cualquier gobierno, y más uno supuestamente progresista, debería asumir esa cuestión como el primero de los problemas a resolver. Pero, ¿qué hizo Zapatero durante sus dos legislaturas? Pues, como dice la cuña de radio, lo mismo que yo si me cruzara con una top model: ABSOLUTAMENTE NADA.
Luego estalló la burbuja inmobiliaria, sobrevino esta crisis de los cojones, y Zapatero hizo lo mejor que sabe hacer: meter la cabeza en un agujero y fingir que no pasa nada. Pero si pasaba, claro que sí, de modo que Zapatero se vio obligado a sacar la cabeza del hoyo y hacer, más o menos, lo que la conservadora Merkel le ordenaba. Finalmente, adelanto y batacazo electoral, y una rica mayoría absoluta para la derecha.
Y ahora...
Ahora haremos una pausa antes de proseguir con este cabreo en la siguiente entrada.
viernes, marzo 2
Ssspaña
Reconozco que no entiendo muy bien el significado de la palabra “patria”. Según la RAE, es: “1. f. Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos. 2. f. Lugar, ciudad o país en que se ha nacido”. Bueno, expresado así el asunto parece más o menos claro; lo que pasa es que a esa definición suelen añadírsele ciertas características que ya no están tan claras. La patria, al parecer, es lo que dice la RAE y, además, el conjunto del territorio, el conjunto de sus habitantes (no sólo los vivos, sino también los muertos y los por nacer), unas tradiciones, una historia, una cultura, una supuesta idiosincrasia, un supuesto conjunto de valores y, en última instancia, un supuesto destino común. ¿Qué significan cada uno de esos aspectos en concreto? Ni idea; todo es muy vago y metafísico, así que cada cual lo interpreta como mejor le convenga. En realidad, “patria” es una de esas palabras peligrosas que, por su indefinición, pueden retorcerse y utilizarse para controlar a las masas. “Patria” es una palabra más grande que el ser humano y, por tanto, en su nombre pueden sacrificarse a los seres humanos. Basta con recordar cuántas guerras se han desatado en nombre de la “patria” para comprobar cuan cierto es esto.
Por otro lado, ¿qué es un “patriota”? Como los vínculos históricos y jurídicos son comunes a todos los nacidos en una nación, sólo quedan los afectivos. Así pues, un “patriota” sería alguien que ama especialmente a su nación. En ese sentido, no soy un patriota. Aunque... ¿en qué consiste el amor a la patria? ¿En ignorar los defectos y enaltecer las virtudes (o directamente inventarlas) del país donde uno ha nacido? Yo diría que eso asemeja al patriota con el hooligan que defiende los colores de su equipo tenga o no motivos para hacerlo (¡Viva er Beti manque pierda!). ¿O bien amar a la patria significa reconocer los defectos del país natal e intentar mejorarlo? Ése sería un “patriotismo” más productivo; lo que pasa es que a lo que unos llaman defectos otros lo denominan virtudes. A fin de cuentas, hubo una Guerra Civil provocada por ese pequeño desacuerdo.
No me gusta España. ¿Una afirmación demasiado general? Para ser sincero, me parece un país bonito, con notables monumentos, una historia interesante, una gastronomía espléndida y un clima fantástico. Por lo demás, y salvo honrosas excepciones, se me antoja un país de mierda. ¿Que los hay peores? Por supuesto, pero no he nacido ni vivo en ellos. Además, compararnos con los peores para sentirnos a gusto es una puerilidad; como si un tío de 1’50 con alzas se pusiera al lado de un pigmeo para poder decir “joder, qué alto soy”. No, macho; compárate con Gasol. España es un país bajito y con caspa. ¿De verdad no me gusta? Quizá debería decir lo mismo que Unamuno: me duele España. Porque ese dolor implica, de un modo u otro, cariño; sólo puede dolernos lo que nos importa, ¿no?
No sé con seguridad cuál fue el problema inicial de nuestro país, la raíz de nuestra mediocre realidad. Quizá, indirectamente, la invasión árabe. El proceso de la llamada Reconquista hizo que el feudalismo se prolongara en España más que en otros países y favoreció que grandes extensiones de terreno quedaran en manos de una reducida casta de aristócratas. Además, las luchas contra los árabes no solo eran guerras por el territorio, sino también guerras de religión, lo cual acarreó que la Iglesia Católica adquiriera un inmenso poder en nuestro país, con todo el inmovilismo y la represión intelectual que eso conlleva.
La invasión francesa también tuvo su parte de culpa. Por un lado, porque los franceses no se quedaron (mejor nos hubiera ido de su mano). Por otro, porque la Guerra de Independencia generó en los españoles un profundo sentimiento anti-francés, lo que en aquellos tiempos se tradujo en una reacción contra la Ilustración. Por entonces, la ecuación era ésta: intelectual = afrancesado = antipatriota. Para ser buen español había que ser bien burro. La Ilustración pasó de largo por España; de hecho, la Ilustración jamás ha llegado a este país. Nuestro siglo XVIII fue culturalmente un páramo. Y en cuanto al XIX, una bonita sucesión de conflictos internos que desangraron al país y arruinaron cualquier posibilidad de establecer un proyecto común para la nación. A los españoles nos encanta molernos a palos entre nosotros.
A finales del XIX y comienzos del XX parecía que la cosa mejoraba un poco, que la simiente de una cultura moderna comenzaba a germinar en esta tierra baldía, pero entonces, ¡zas!, la Guerra Civil y cuarenta años de dictadura que nos hicieron perder definitivamente el tren de la historia y de la modernidad. Y luego la Transición, redoble de campanas y fuegos artificiales, qué cojonudos somos los españoles volviéndonos demócratas de toda la vida de la noche a la mañana. Y la movida, y la olimpiada, y la Expo de Sevilla. Entramos en el Mercado Común, luego en la Unión Europea, y después en el euro, y prosperamos con las ayudas externas y con una burbuja inmobiliaria que hacía fluir el dinero a raudales. Hasta que el chiringuito se fue a la mierda. Vale, y ahora ¿qué?
¿Sabéis lo que menos me gusta de España? Nuestro tradicional desdén hacia la cultura y la inteligencia. Aquí lo suyo era, y es, hacer las cosas por cojones, no con la cabeza; sólo en un país como el nuestro pudo decir alguien (Millán Astray): “¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!”. Es como si los españoles diéramos por hecho que dos testículos piensan mejor que un cerebro, así que vamos por la vida sin planificar nada, sin reflexionar, guiados por emociones primarias y dispuestos a dejarnos manejar y embaucar por el primer listillo que aparezca. No amamos ni respetamos la cultura, despreciamos la educación; y eso, aunque por diferentes motivos, afecta tanto a la derecha como a la izquierda. Nunca valoramos nuestro patrimonio artístico y cultural; durante mucho tiempo nos dedicamos a venderlo o a asistir indiferentes a su deterioro, y al final lo convertimos en una atracción turística, como si fuera un parque temático para guiris.
Somos incultos y, lo que es peor, estamos encantados de serlo. Al que se interesa por la cultura se le tilda despectivamente de “gafapasta”, o de “friki” a secas. Los artistas y creadores son garrapatas, parásitos a los que se puede despojar de cualquier derecho. Todo aquel que triunfa por su talento es sospechoso y, por tanto, merecedor del descrédito. ¿Estudiar, aprender? ¿Para qué? Sólo los gilis pierden el tiempo formándose. Esto es el reino de los mediocres. Lo único que valoramos es la pasta; pero no el dinero conseguido mediante ingenio y esfuerzo, sino el dinero rápido, el pelotazo que no crea riqueza. Los aprovechados, los listillos, los demagogos, los corruptos, esos son nuestros héroes. ¿A causa de nuestra tradición picaresca? Pues si es así, seguimos sin entender nada, porque el objetivo de la novela picaresca no era enaltecer al pícaro, sino criticar una sociedad injusta. Ni siquiera comprendemos nuestras propias tradiciones. Somos idiotas. Y gritones. Y maleducados. Y feos. Y olemos a ajo y a fritanga. En realidad, somos lo peor que podemos ser; es decir, somos exactamente lo que el resto de los europeos creen que somos.
Vale, no todos los españoles son así, de acuerdo; pero sí la mayoría, y eso basta para que este país me provoque ardor de estómago. España es como un traje mal cortado, un traje que no solo no te sienta bien, sino que además te tira de la sisa de la entrepierna. Vamos, un país que te toca los cojones.
Y nada de eso es lo realmente malo, no, ni mucho menos. Lo peor es que hemos desperdiciado una oportunidad histórica de corregirnos, de mejorar; y lo realmente terrible es que a partir de ahora, las cosas sólo van a empeorar. Pero de eso ya hablaremos en otro momento.
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