El tiempo es un maldito delincuente, un ladrón que te lo roba todo y un asesino en serie que al final acaba matándote. Me cae mal el tiempo, no hay forma de dialogar con él; no puedes pedirle que se calme, que se detenga un poco, porque te ignorará, igual que es inútil rogarle que dé marcha atrás, porque has olvidado algo en el pasado y quieres recuperarlo, pues no hay retorno posible, sino un avance implacable, como una apisonadora sin conductor, como un ciego Jungernaut. Mala gente el tiempo, mala gente...
El viernes pasado, por la tarde, tuvo lugar la ceremonia de graduación de Pablo, mi hijo menor, el segundogénito, que acaba de terminar el bachillerato (con excelentes notas, por cierto) y ahora está preparando la Selectividad. La ceremonia, en el colegio, con sus discursos, sus vídeos, sus fotos y su lanzamiento al aire de birretes, transcurrió normalmente, fue un acto como otros muchos, con la diferencia de que mi hijo se encontraba ahí. Sus compañeros, a quienes conozco desde que eran niños, estaban irreconocibles; ellos con pinta de tiarrones de pelo en pecho y ellas... coño, ellas, esas niñas a quienes vi por primera vez cuando no levantaban ni cuatro palmos del suelo, ¡incluso estaban buenas! Cosas así hacen que el mundo se tambaleé bajo tus pies. Me sentí triste el viernes, sí, muy triste.
Lo mismo me pasó hace tres años, cuando se graduó Óscar, mi hijo mayor; pero entonces aún me quedaba Pablo en edad escolar. Ya no; dentro de poco, tendré dos hijos universitarios y no quedará ni rastro de los niños que fueron. En julio, Pablo cumplirá 18 años y tendré viviendo en casa a dos okupas mayores de edad, pero no a mis niños, no; esos niños se han ido para siempre. En cierto modo me siento como si hubieran derruido una parte de mi vida para edificar en ella qué se yo, algo distinto en cualquier caso.
Si miráis las dos imágenes (una arriba y otra abajo) que acompañan a este post, veréis pasar instantáneamente tres lustros. Eso mismo es lo que siento, que todo ha pasado como un suspiro, como una nube arrastrada por la brisa que, cuando adviertes lo hermosa que es, ya se ha esfumado. En la imagen de arriba aparece Pablo con tres o cuatro años de edad; en la de abajo (la foto es muy mala, no la hice yo) vemos a Pablo el viernes pasado, durante la graduación, con su metro noventa y seis de altura, su barba y su pelo en el pecho, todo un mocetón. La hermosa mujer que le acompaña es su madre, para quien el tiempo no transcurre; o, mejor dicho, transcurre al revés.
Mirad a ese niño de ojos azules que está arriba del texto; era travieso como un demonio, un hijoputa de tomo y lomo, pero también el niño más encantador del mundo. Solía acercarse a mí con los brazos abiertos y me plantaba enormes besos de ventosa, besos llenos de babas, besos que hacían muac al comenzar y smuac al despegarse. Dios santo, cuánto tiempo hace que nadie me besa así... Y lo echo tanto de menos, añoro tanto a esos niños, a Óscar y a Pablo, que se me rompe al corazón al pensar que jamás volveré a verlos.
Ah, sí, claro; no los he perdido, están ahí, son ellos; muy cambiados, pero ellos. Y quiero a esos dos okupas, claro que sí, con todo mi corazón. Y me lleno de orgullo cuando les veo tan adultos, cuando les veo crecer y convertirse en hombres. Me gustan mis dos okupas, son tipos majos, buenos e interesantes. Pero no son mis niños. Esos ya se han ido y la graduación del viernes se encargó de recordármelo. Supongo que soy un baboso padre de mierda más, supongo que lo que siento es tan tópico que da hasta vergüenza expresarlo, supongo que soy tediosamente vulgar. Pero es lo que siento, amigos míos, y no puedo evitar que las lágrimas se asomen a mis ojos al contemplar cómo lo más hermoso de mi pasado se difumina. Debo de estar haciéndome viejo.
El tiempo te quita cosas, diréis, pero también te da otras nuevas, y es cierto. No obstante, lo que el tiempo te quita, te lo quita para siempre, y lo que te da no te lo da en realidad, sólo te lo presta. Así que lo mejor que podemos hacer es disfrutar de ese préstamo mientras dure. De todas formas, en estos momentos no puedo evitar recordar una bella y melancólica estrofa de Omar Khayam:
Dices que cada nueva mañana nos trae mil rosas;
sí, pero ¿dónde están los pétalos de la rosa de ayer?
lunes, mayo 26
viernes, mayo 16
Bibliofobia
A veces, lo reconozco, siento la tentación de calzarme un uniforme de las SS y ponerme a quemar libros (también me entran ganas de invadir Polonia, pero eso es otra cuestión). Sí, sí, sí, una buena hoguera formada por cientos, miles de tomos, una falla de papel impreso, me parece en ocasiones el destino ideal para mi biblioteca. Y, entre todos esos libros que me gustaría ver ardiendo figuran, en primer lugar, los que he escrito yo. Ah, santo dios de los ágrafos, cómo me gustaría ser Guy Montag (el bombero pirómano de Fahrenheit 451).
Siendo éste un blog, como ocurre en otros blogs hermanos, donde los libros se consideran objetos sagrados, como si en vez de pasta de papel sus hojas estuvieran hechos con pasta de hostias consagradas, y siendo como soy escritor, supongo que suena extraña tanta belicosidad contra la producción editorial, pero es que, amigos míos, hay amores que matan. Permitidme explicároslo.
En mi casa almaceno aproximadamente 15.000 libros. Tan solo en mi despacho, que es una estancia más bien reducida, tengo cerca de 4.000. Es decir, vivo rodeado de libros; y, por lo general, me gusta. Pero no siempre. Veréis, si me dijeran que tengo que abandonar mi casa llevándome sólo los objetos que aprecio profundamente, creo que podría meterlos todos en una caja no muy grande y todavía sobraría sitio. Descontando, claro, los libros, porque para llevármelos necesitaría docenas de cajones. ¿Sabéis cuánto pesan 15.000 libros? Yo tampoco, pero realizando un cálculo conservador, conjeturo que deben de pesar entre siete y ocho toneladas. Eso por no mencionar los metros cúbicos que ocupan (no lo menciono porque no tengo ni puta idea de cómo calcularlo).
Cuando realizo cálculos como éste, me invade una gran fatiga; de pronto, me imagino a mí mismo como un patético penitente que va arrastrando por la vida una enorme saca con ocho toneladas de libros dentro. Y me siento atrapado, agobiado, harto de esa grasa sobrante que son mis libros. Entonces empiezo a pensar en lo agradable que sería rociarlos de gasolina y prenderles fuego. Sería una liberación. Pero no lo hago, claro; entre otras cosas, porque, aparte de los libros, quemaría mi casa y quizá a mi familia. Bueno, es cierto, podría llevarlos a un descampado e incinerarlos allí, pero ¿sabéis lo que es trasladar ocho toneladas de libros? Yo sí, lo hice una vez y me juré a mi mismo no volver a hacerlo nunca, ni siquiera para convertirlos en justo pasto de las llamas.
En fin, tampoco quiero dar una falsa impresión de mí mismo: por lo general, estoy muy a gusto con mis libros; me encanta estar rodeado de ellos y, en ocasiones, incluso los leo. A decir verdad, la piromanía biblofóbica sólo se apodera de mí en las siguientes ocasiones: 1. Cuando tengo que trasladar libros, como por ejemplo en el caso de una mudanza. 2. Cuando constato por enésima vez que ya no me caben más libros. 3. Cuando me pongo a arreglar las librerías para ver si consigo que quepan más libros de lo que físicamente es posible. 4. Cuando busco un libro en concreto y no lo encuentro. 5. Cuando descubro que he comprado el mismo libro dos veces. 6. Cuando, intentando coger un libro situado en una balda alta, consigo que un montón de dolorosos volúmenes caigan encima de mi dura, pero no invulnerable, cabezota. 7. Cuando los libros se desplazan súbita y espontáneamente en el espacio-tiempo.
Supongo que los seis primeros puntos no necesitan explicación, pero imagino que el séptimo requiere un comentario aclaratorio. Para ello, nada mejor que un ejemplo. Hace años, estaba yo trabajando en mi despacho cuando me entraron unas tremendas ganas de hacer de vientre, como decía mi abuela, o de realizar el tránsito intestinal, como dicen Danone y José Coronado. Dado que uno de los mejores lugares del mundo para dedicarse a la lectura es sentadito en la taza del váter, cogí el libro que estaba leyendo y me lo llevé al cuarto de baño. Hice lo que tenía que hacer, leí unos minutitos más, salí del baño y regresé al despacho. Pero, cuando llegué allí, el libro ya no estaba, había desaparecido. Lo busqué en el WC, en el despacho, en el pasillo, por toda la casa, y nada, el libro se había esfumado. Pero, ¿cómo era posible? Yo había tenido el libro en mis manos todo el tiempo, era absurdo que se hubiese perdido... Pues bien, apareció al día siguiente; estaba dentro de la nevera.
Este suceso sólo tiene dos explicaciones posibles. La primera es que, después de salir del cuarto de baño, en vez de ir directo al despacho, pasé por la cocina, abrí la nevera para beber algo, dejé el libro en una balda del frigorífico y luego me olvidé por completo de todo el episodio. La segunda consiste en que, al regresar por el pasillo con el libro, pasé cerca de una distorsión espacio-temporal (¿quizá un micro-agujero de gusano?) que absorbió mi libro y lo precipitó instantáneamente al interior de la nevera. Sin lugar a dudas, la explicación más razonable es la segunda.
Bueno, amigos míos, ha vuelto a suceder. El otro día, hará cosa de un mes, compré en el Hipercor un libro sobre la Santa Alianza. Lo necesitaba, y necesito, como documentación para la novela que estoy escribiendo, así que me puse muy contento al encontrarlo. En fin, el caso es que lo compré, fui a casa y lo dejé en una balda situada a la derecha de mi escritorio, donde está la documentación que manejo en cada momento. Hasta ahí, todo correcto. Pero el lunes pasado se me ocurrió buscarlo para consultar una cosa y... sí, ya no estaba allí. Desde entonces, lo he buscado por todas partes (también en la nevera) y nada, no está. Pero es absurdo; desde que lo dejé en su baldita no lo he vuelto a coger, ni siquiera le he dedicado un segundo de mis pensamientos. Entonces, ¿por qué no está? Pues evidentemente porque la puñetera distorsión espacio-temporal lo ha absorbido y vete tú a saber dónde habrá ido a parar. Puede que esté en Ganímedes, o en Alpha Centauri, o en una dimensión paralela, no lo sé; lo único seguro es que estará en el sitio más recóndito e inaccesible, el que más me toque las narices.
Hace un par de años me sucedió algo parecido. Compré un tratado de caligrafía como documentación para una novela, y desapareció. Lo busqué como un loco, y nada, no estaba, se lo había tragado la singularidad. Así que me compré otro tratado de caligrafía. ¿Y qué paso? Que nada más comprarlo, apareció el tratado perdido, ahí, detrás de unos libros, en un lugar donde yo jamás lo puse. Y me encontré con dos libros iguales. Porque la distorsión espacio-temporal de la que estamos hablando no solo tiene un peculiar sentido del humor, sino además mucha mala leche.
Así pues –y me dirijo sobre todo a ti, maldita singularidad-, no pienso volver a comprar el libro. Buscaré la información en otra parte y, si no la encuentro, me la inventaré; lo que sea, cualquier cosa antes de permitir que un estúpido agujero de gusano tocapelotas se cachondee de mí.
Y algún día, sí, reuniré el valor suficiente, compraré una lata de gasolina y mis libros arderán en una pira ilustrada que iluminará el mundo con un mensaje: desconfía de los libros, son pesados, polvorientos, volubles y, en cuanto les quitas el ojo de encima, desaparecen. Ese día, cuando mis libros sean pasto de las llamas, habré roto las cadenas que me esclavizaban y seré el Espartaco de los iletrados.
Así que hacedme caso, amigos míos, y quemad vuestro libros. No son de fiar.
Siendo éste un blog, como ocurre en otros blogs hermanos, donde los libros se consideran objetos sagrados, como si en vez de pasta de papel sus hojas estuvieran hechos con pasta de hostias consagradas, y siendo como soy escritor, supongo que suena extraña tanta belicosidad contra la producción editorial, pero es que, amigos míos, hay amores que matan. Permitidme explicároslo.
En mi casa almaceno aproximadamente 15.000 libros. Tan solo en mi despacho, que es una estancia más bien reducida, tengo cerca de 4.000. Es decir, vivo rodeado de libros; y, por lo general, me gusta. Pero no siempre. Veréis, si me dijeran que tengo que abandonar mi casa llevándome sólo los objetos que aprecio profundamente, creo que podría meterlos todos en una caja no muy grande y todavía sobraría sitio. Descontando, claro, los libros, porque para llevármelos necesitaría docenas de cajones. ¿Sabéis cuánto pesan 15.000 libros? Yo tampoco, pero realizando un cálculo conservador, conjeturo que deben de pesar entre siete y ocho toneladas. Eso por no mencionar los metros cúbicos que ocupan (no lo menciono porque no tengo ni puta idea de cómo calcularlo).
Cuando realizo cálculos como éste, me invade una gran fatiga; de pronto, me imagino a mí mismo como un patético penitente que va arrastrando por la vida una enorme saca con ocho toneladas de libros dentro. Y me siento atrapado, agobiado, harto de esa grasa sobrante que son mis libros. Entonces empiezo a pensar en lo agradable que sería rociarlos de gasolina y prenderles fuego. Sería una liberación. Pero no lo hago, claro; entre otras cosas, porque, aparte de los libros, quemaría mi casa y quizá a mi familia. Bueno, es cierto, podría llevarlos a un descampado e incinerarlos allí, pero ¿sabéis lo que es trasladar ocho toneladas de libros? Yo sí, lo hice una vez y me juré a mi mismo no volver a hacerlo nunca, ni siquiera para convertirlos en justo pasto de las llamas.
En fin, tampoco quiero dar una falsa impresión de mí mismo: por lo general, estoy muy a gusto con mis libros; me encanta estar rodeado de ellos y, en ocasiones, incluso los leo. A decir verdad, la piromanía biblofóbica sólo se apodera de mí en las siguientes ocasiones: 1. Cuando tengo que trasladar libros, como por ejemplo en el caso de una mudanza. 2. Cuando constato por enésima vez que ya no me caben más libros. 3. Cuando me pongo a arreglar las librerías para ver si consigo que quepan más libros de lo que físicamente es posible. 4. Cuando busco un libro en concreto y no lo encuentro. 5. Cuando descubro que he comprado el mismo libro dos veces. 6. Cuando, intentando coger un libro situado en una balda alta, consigo que un montón de dolorosos volúmenes caigan encima de mi dura, pero no invulnerable, cabezota. 7. Cuando los libros se desplazan súbita y espontáneamente en el espacio-tiempo.
Supongo que los seis primeros puntos no necesitan explicación, pero imagino que el séptimo requiere un comentario aclaratorio. Para ello, nada mejor que un ejemplo. Hace años, estaba yo trabajando en mi despacho cuando me entraron unas tremendas ganas de hacer de vientre, como decía mi abuela, o de realizar el tránsito intestinal, como dicen Danone y José Coronado. Dado que uno de los mejores lugares del mundo para dedicarse a la lectura es sentadito en la taza del váter, cogí el libro que estaba leyendo y me lo llevé al cuarto de baño. Hice lo que tenía que hacer, leí unos minutitos más, salí del baño y regresé al despacho. Pero, cuando llegué allí, el libro ya no estaba, había desaparecido. Lo busqué en el WC, en el despacho, en el pasillo, por toda la casa, y nada, el libro se había esfumado. Pero, ¿cómo era posible? Yo había tenido el libro en mis manos todo el tiempo, era absurdo que se hubiese perdido... Pues bien, apareció al día siguiente; estaba dentro de la nevera.
Este suceso sólo tiene dos explicaciones posibles. La primera es que, después de salir del cuarto de baño, en vez de ir directo al despacho, pasé por la cocina, abrí la nevera para beber algo, dejé el libro en una balda del frigorífico y luego me olvidé por completo de todo el episodio. La segunda consiste en que, al regresar por el pasillo con el libro, pasé cerca de una distorsión espacio-temporal (¿quizá un micro-agujero de gusano?) que absorbió mi libro y lo precipitó instantáneamente al interior de la nevera. Sin lugar a dudas, la explicación más razonable es la segunda.
Bueno, amigos míos, ha vuelto a suceder. El otro día, hará cosa de un mes, compré en el Hipercor un libro sobre la Santa Alianza. Lo necesitaba, y necesito, como documentación para la novela que estoy escribiendo, así que me puse muy contento al encontrarlo. En fin, el caso es que lo compré, fui a casa y lo dejé en una balda situada a la derecha de mi escritorio, donde está la documentación que manejo en cada momento. Hasta ahí, todo correcto. Pero el lunes pasado se me ocurrió buscarlo para consultar una cosa y... sí, ya no estaba allí. Desde entonces, lo he buscado por todas partes (también en la nevera) y nada, no está. Pero es absurdo; desde que lo dejé en su baldita no lo he vuelto a coger, ni siquiera le he dedicado un segundo de mis pensamientos. Entonces, ¿por qué no está? Pues evidentemente porque la puñetera distorsión espacio-temporal lo ha absorbido y vete tú a saber dónde habrá ido a parar. Puede que esté en Ganímedes, o en Alpha Centauri, o en una dimensión paralela, no lo sé; lo único seguro es que estará en el sitio más recóndito e inaccesible, el que más me toque las narices.
Hace un par de años me sucedió algo parecido. Compré un tratado de caligrafía como documentación para una novela, y desapareció. Lo busqué como un loco, y nada, no estaba, se lo había tragado la singularidad. Así que me compré otro tratado de caligrafía. ¿Y qué paso? Que nada más comprarlo, apareció el tratado perdido, ahí, detrás de unos libros, en un lugar donde yo jamás lo puse. Y me encontré con dos libros iguales. Porque la distorsión espacio-temporal de la que estamos hablando no solo tiene un peculiar sentido del humor, sino además mucha mala leche.
Así pues –y me dirijo sobre todo a ti, maldita singularidad-, no pienso volver a comprar el libro. Buscaré la información en otra parte y, si no la encuentro, me la inventaré; lo que sea, cualquier cosa antes de permitir que un estúpido agujero de gusano tocapelotas se cachondee de mí.
Y algún día, sí, reuniré el valor suficiente, compraré una lata de gasolina y mis libros arderán en una pira ilustrada que iluminará el mundo con un mensaje: desconfía de los libros, son pesados, polvorientos, volubles y, en cuanto les quitas el ojo de encima, desaparecen. Ese día, cuando mis libros sean pasto de las llamas, habré roto las cadenas que me esclavizaban y seré el Espartaco de los iletrados.
Así que hacedme caso, amigos míos, y quemad vuestro libros. No son de fiar.
jueves, mayo 8
Hiyab
El domingo pasado leí en el periódico un reportaje sobre dos chicas árabes (o de origen árabe) que viven en España. Una, llamada Mariam, lleva habitualmente hiyab, el pañuelo con el que se cubren el cabello las mujeres musulmanas; la otra, llamada Aya, no. Ambas, según afirman, tomaron la decisión de llevarlo o no voluntariamente. El reportaje se centraba básicamente en la peripecia de Mariam, una diplomada en óptica a la que le costó muchísimo encontrar trabajo precisamente por llevar el hiyab. Supongo que el artículo pretendía hacer hincapié en lo intolerante que es nuestra sociedad, pero ¿eso es cierto? ¿Se trata de un flagrante caso de intolerancia?
La ropa, la vestimenta que usamos, no es neutra, habla de nosotros. No es lo mismo llevar un traje de Armani que llevar unos vaqueros y una chaqueta de pana, ni son lo mismo unos zapatos Camper que unos Castellano; cada prenda dice algo distinto de quien la lleva. De hecho, la ropa sirve muchas veces para definirnos e identificarnos. Si vemos por la calle a un tipo rapado, con ropa paramilitar y botas Doc Martens, sabemos que es un skin head; si va de negro, con alzacuellos, es un cura; si va de verde, con galones y gorra, se trata de un militar; si lleva un polo Lacoste, pantalones de pinzas y un pullover de Paul & Shark sobre los hombros, es un pijo. La ropa habla, dice cosas y, sobre todo, las dice públicamente, para que los demás nos enteremos. La ropa es una proclamación; a veces de algo insignificante y en ocasiones de algo sustancial.
Entonces, ¿qué dice el hiyab de una mujer joven, educada y de clase media que ha elegido voluntariamente llevarlo? A mi modo de ver, dice lo siguiente: “Soy profundamente musulmana; tan religiosa soy y tan convencida estoy de mis creencias, que modifico mi aspecto llevando puesta una muestra externa y bien visible de mi fe para que todo el mundo lo sepa”. Probablemente dice más cosas, pero basta con esto.
Antes de seguir, una aclaración: creo que todo el mundo es libre de ir vestido como le de la gana, aunque pondría como excepciones el velo, el burka o cualquier otra prenda que oculte el rostro, pues en nuestra cultura es muy importante la identificación por los rasgos faciales. Pero, por lo demás, que cada cual vista como le salga de las napias. Además, habiendo afirmado que la ropa habla, defender la libertad de vestimenta es lo mismo que defender la libertad de expresión. Ahora bien, igual que uno debe asumir las consecuencias de lo que dice verbalmente, también debe asumir las consecuencias de lo que su ropa dice visualmente.
Mariam buscaba trabajo en una óptica; es decir, un trabajo de cara al público. Los dueños de las ópticas no la contrataban porque pensaban que el hiyab podría ahuyentar a los clientes. Bien, seré sincero: yo tampoco la contrataría, y no sólo porque pudiera espantar a la clientela, sino porque no querría tener en mi establecimiento una muestra ostentosa de ninguna religión. Un momento, dirá alguien: ¿qué pasaría si la chica, en vez del hiyab, llevara al cuello un crucifijo? ¿Te impediría eso contratarla? Respuesta: no. Igual que no tendría ningún inconveniente si, en vez del hiyab, Mariam llevara media luna de oro colgando de una cadenita. Porque ni el crucifijo ni la media luna modifican el aspecto de quien los lleva, no son “muestras ostentosas”. Incluso pueden ser meros adornos. Pero un hiyab no se presta a confusión: es lo que es y significa lo que significa. Por otro lado, tampoco contrataría a nadie que se empeñara en venir a trabajar con un capirote de nazareno, ni me gustaría tener como dependienta de mi óptica a una monja vestida de monja. La verdad, no tengo el menor interés en mezclar fe con dioptrías.
De hecho, alguien que lleva de forma cotidiana y muy visible una muestra evidente de su fe –aunque ello le cause problemas-, tiene que ser forzosamente una persona muy religiosa, una persona cuya vida y comportamiento están marcados por sus creencias. Y yo desconfío de esa clase de personas, las veo demasiado próximas al fanatismo. Me inquietan. Prefiero a la gente con mayor predisposición a la duda.
Pero volvamos al principio. El hiyab de Mariam dice: “soy musulmana y lo proclamo”. Bien, es un mensaje claro y respetable; cualquiera debe tener derecho a poder decirlo libremente. Pero, ¿qué pasa si no te gusta ese mensaje? Por ejemplo, la ropa paramilitar y las Doc Martens contienen un mensaje que me desagrada, de modo que procuro evitar a la gente que viste así. Un momento, alguien podría objetar que las ideas skin head (si es que a eso se le puede llamar ideas) conducen a la intolerancia y la violencia, mientras que el islamismo es una doctrina espiritual. Sí, podría decir eso, pero se equivocaría.
Mucha gente afirma que el islamismo es una religión moralmente irreprochable, y que quienes actúan violentamente en su nombre no son más que una minoría de exaltados que malinterpretan las escrituras. Quien diga esto, no ha leído el Corán. Yo lo leí hará unos diez años; rectifico, no lo leí entero (porque es un coñazo pésimamente escrito), pero sí lo suficiente para hacerme una idea bastante fiel del asunto. Y se me pusieron los pelos como escarpias. Jamás he visto un libro que incite tanto a la violencia y a la intolerancia. ¿Que contiene preceptos moralmente buenos?, por supuesto, como todas las religiones; pero también contiene preceptos terribles, como por ejemplo la obligación de destruir a todo infiel que no acepte someterse a las leyes de Alá (es decir, la yihad). Y es que la moral que se desprende del Corán no puede ser más hipócrita: cualquier cosa que favorezca al Islam es éticamente buena. “Cualquier cosa”, sea lo que sea. El fin justifica los medios.
Dicho de otra forma: No todos los musulmanes son terroristas, evidentemente; pero no lo son porque no siguen fielmente los preceptos del Corán. Si los siguieran... bueno, mejor ni pensarlo. Y, ojo, me estoy limitando al tema de la violencia, porque si habláramos de la intolerancia... bueno, basta con ver el papel que ocupa la mujer en las sociedades islámicas. Por último, conviene señalar que el islamismo no sólo es una doctrina religiosa, sino también política y legal; vamos, que ocupa todos los nichos de la sociedad.
Así pues, Mariam tiene todo el derecho del mundo a llevar hiyab, traje de faralaes o lo que le venga en gana, pero yo también tengo todo el derecho del mundo a decidir si eso me gusta o no me gusta. Y estoy seguro de que Mariam es una mujer honesta, pacífica y trabajadora, pero lo que dice su hiyab no me gusta un pelo.
La ropa, la vestimenta que usamos, no es neutra, habla de nosotros. No es lo mismo llevar un traje de Armani que llevar unos vaqueros y una chaqueta de pana, ni son lo mismo unos zapatos Camper que unos Castellano; cada prenda dice algo distinto de quien la lleva. De hecho, la ropa sirve muchas veces para definirnos e identificarnos. Si vemos por la calle a un tipo rapado, con ropa paramilitar y botas Doc Martens, sabemos que es un skin head; si va de negro, con alzacuellos, es un cura; si va de verde, con galones y gorra, se trata de un militar; si lleva un polo Lacoste, pantalones de pinzas y un pullover de Paul & Shark sobre los hombros, es un pijo. La ropa habla, dice cosas y, sobre todo, las dice públicamente, para que los demás nos enteremos. La ropa es una proclamación; a veces de algo insignificante y en ocasiones de algo sustancial.
Entonces, ¿qué dice el hiyab de una mujer joven, educada y de clase media que ha elegido voluntariamente llevarlo? A mi modo de ver, dice lo siguiente: “Soy profundamente musulmana; tan religiosa soy y tan convencida estoy de mis creencias, que modifico mi aspecto llevando puesta una muestra externa y bien visible de mi fe para que todo el mundo lo sepa”. Probablemente dice más cosas, pero basta con esto.
Antes de seguir, una aclaración: creo que todo el mundo es libre de ir vestido como le de la gana, aunque pondría como excepciones el velo, el burka o cualquier otra prenda que oculte el rostro, pues en nuestra cultura es muy importante la identificación por los rasgos faciales. Pero, por lo demás, que cada cual vista como le salga de las napias. Además, habiendo afirmado que la ropa habla, defender la libertad de vestimenta es lo mismo que defender la libertad de expresión. Ahora bien, igual que uno debe asumir las consecuencias de lo que dice verbalmente, también debe asumir las consecuencias de lo que su ropa dice visualmente.
Mariam buscaba trabajo en una óptica; es decir, un trabajo de cara al público. Los dueños de las ópticas no la contrataban porque pensaban que el hiyab podría ahuyentar a los clientes. Bien, seré sincero: yo tampoco la contrataría, y no sólo porque pudiera espantar a la clientela, sino porque no querría tener en mi establecimiento una muestra ostentosa de ninguna religión. Un momento, dirá alguien: ¿qué pasaría si la chica, en vez del hiyab, llevara al cuello un crucifijo? ¿Te impediría eso contratarla? Respuesta: no. Igual que no tendría ningún inconveniente si, en vez del hiyab, Mariam llevara media luna de oro colgando de una cadenita. Porque ni el crucifijo ni la media luna modifican el aspecto de quien los lleva, no son “muestras ostentosas”. Incluso pueden ser meros adornos. Pero un hiyab no se presta a confusión: es lo que es y significa lo que significa. Por otro lado, tampoco contrataría a nadie que se empeñara en venir a trabajar con un capirote de nazareno, ni me gustaría tener como dependienta de mi óptica a una monja vestida de monja. La verdad, no tengo el menor interés en mezclar fe con dioptrías.
De hecho, alguien que lleva de forma cotidiana y muy visible una muestra evidente de su fe –aunque ello le cause problemas-, tiene que ser forzosamente una persona muy religiosa, una persona cuya vida y comportamiento están marcados por sus creencias. Y yo desconfío de esa clase de personas, las veo demasiado próximas al fanatismo. Me inquietan. Prefiero a la gente con mayor predisposición a la duda.
Pero volvamos al principio. El hiyab de Mariam dice: “soy musulmana y lo proclamo”. Bien, es un mensaje claro y respetable; cualquiera debe tener derecho a poder decirlo libremente. Pero, ¿qué pasa si no te gusta ese mensaje? Por ejemplo, la ropa paramilitar y las Doc Martens contienen un mensaje que me desagrada, de modo que procuro evitar a la gente que viste así. Un momento, alguien podría objetar que las ideas skin head (si es que a eso se le puede llamar ideas) conducen a la intolerancia y la violencia, mientras que el islamismo es una doctrina espiritual. Sí, podría decir eso, pero se equivocaría.
Mucha gente afirma que el islamismo es una religión moralmente irreprochable, y que quienes actúan violentamente en su nombre no son más que una minoría de exaltados que malinterpretan las escrituras. Quien diga esto, no ha leído el Corán. Yo lo leí hará unos diez años; rectifico, no lo leí entero (porque es un coñazo pésimamente escrito), pero sí lo suficiente para hacerme una idea bastante fiel del asunto. Y se me pusieron los pelos como escarpias. Jamás he visto un libro que incite tanto a la violencia y a la intolerancia. ¿Que contiene preceptos moralmente buenos?, por supuesto, como todas las religiones; pero también contiene preceptos terribles, como por ejemplo la obligación de destruir a todo infiel que no acepte someterse a las leyes de Alá (es decir, la yihad). Y es que la moral que se desprende del Corán no puede ser más hipócrita: cualquier cosa que favorezca al Islam es éticamente buena. “Cualquier cosa”, sea lo que sea. El fin justifica los medios.
Dicho de otra forma: No todos los musulmanes son terroristas, evidentemente; pero no lo son porque no siguen fielmente los preceptos del Corán. Si los siguieran... bueno, mejor ni pensarlo. Y, ojo, me estoy limitando al tema de la violencia, porque si habláramos de la intolerancia... bueno, basta con ver el papel que ocupa la mujer en las sociedades islámicas. Por último, conviene señalar que el islamismo no sólo es una doctrina religiosa, sino también política y legal; vamos, que ocupa todos los nichos de la sociedad.
Así pues, Mariam tiene todo el derecho del mundo a llevar hiyab, traje de faralaes o lo que le venga en gana, pero yo también tengo todo el derecho del mundo a decidir si eso me gusta o no me gusta. Y estoy seguro de que Mariam es una mujer honesta, pacífica y trabajadora, pero lo que dice su hiyab no me gusta un pelo.
domingo, mayo 4
Calvo Sotelo
Cuando Leopoldo Calvo Sotelo formaba parte de la difunta UCD, y durante el corto tiempo en que fue presidente de gobierno, la imagen que yo tenía de él era la de un hombre fúnebre y aburrido, un personaje sin carisma ni interés. Más tarde, cuando dejó la política nacional, escuché un par de entrevistas suyas y descubrí que yo estaba completamente equivocado. Calvo Sotelo era un hombre inteligente, culto, razonable y –lo que para mí resultó una sorpresa- estaba dotado de un finísimo sentido del humor. Es decir, lo contrario de su imagen pública. ¿Por qué muchos políticos optan por parecer que se han tragado el palo de una escoba? (la otra opción es camuflarse de Lola Flores).
El caso es que de repente Calvo Sotelo –que por cierto se parecía mucho al actor Powers Boothe- comenzó a caerme bien. Sobre todo, lo reconozco, a raíz de una entrevista televisiva en la que comentó que, tras su etapa política, había vuelto a leer por placer y que, para ello, había releído toda la colección de El Coyote, que tanto le había entusiasmado en su juventud. Recuerdo que comentó lo buen escritor que era José Mallorquí, y Cela, que también estaba presente, hizo un comentario despectivo al respecto. Calvo Sotelo insistió diciendo: “Ojo, que Mallorquí tenía muy buena pluma” y Cela respondió: “Bueno, bueno, no era Quevedo”. Qué oportunidad para responderle: “Don Camilo, usted tampoco es ni remotamente Quevedo, pero, miré qué cosas, le han regalado el Nobel”.
Sin duda, el hecho de que hablara tan bien de mi padre aumentó mi simpatía hacia Calvo Sotelo. Sin embargo, hay algo objetivo: cuando una persona de prestigio intelectual reconoce públicamente su admiración por un producto de la cultura popular, eso significa que está tan seguro de su propio bagaje cultural que no tiene que fingir ni presumir de nada. Y eso le enaltece.
Por lo demás, Calvo Sotelo ejerció la política en una época muy difícil para nuestro país, y basta recordar lo que ocurrió el día en que supuestamente iba a ser elegido presidente de gobierno. Era un hombre conservador y yo no comparto su ideología, pero la labor que contribuyó a realizar –básicamente desguazar el anterior régimen- estuvo bien hecha. Dicen que fue un hombre honesto y yo me lo creo. Descanse en paz.
El caso es que de repente Calvo Sotelo –que por cierto se parecía mucho al actor Powers Boothe- comenzó a caerme bien. Sobre todo, lo reconozco, a raíz de una entrevista televisiva en la que comentó que, tras su etapa política, había vuelto a leer por placer y que, para ello, había releído toda la colección de El Coyote, que tanto le había entusiasmado en su juventud. Recuerdo que comentó lo buen escritor que era José Mallorquí, y Cela, que también estaba presente, hizo un comentario despectivo al respecto. Calvo Sotelo insistió diciendo: “Ojo, que Mallorquí tenía muy buena pluma” y Cela respondió: “Bueno, bueno, no era Quevedo”. Qué oportunidad para responderle: “Don Camilo, usted tampoco es ni remotamente Quevedo, pero, miré qué cosas, le han regalado el Nobel”.
Sin duda, el hecho de que hablara tan bien de mi padre aumentó mi simpatía hacia Calvo Sotelo. Sin embargo, hay algo objetivo: cuando una persona de prestigio intelectual reconoce públicamente su admiración por un producto de la cultura popular, eso significa que está tan seguro de su propio bagaje cultural que no tiene que fingir ni presumir de nada. Y eso le enaltece.
Por lo demás, Calvo Sotelo ejerció la política en una época muy difícil para nuestro país, y basta recordar lo que ocurrió el día en que supuestamente iba a ser elegido presidente de gobierno. Era un hombre conservador y yo no comparto su ideología, pero la labor que contribuyó a realizar –básicamente desguazar el anterior régimen- estuvo bien hecha. Dicen que fue un hombre honesto y yo me lo creo. Descanse en paz.
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