Mi propósito inicial era escribir una novela inspirada en la obra de Julio Verne, pero eso es muy general, así que lo primero que hice fue una lista de lo que no quería hacer:
1. No quería hacer un homenaje a Verne, porque eso de los homenajes privados me parece una chorrada. ¿Quién soy yo para “homenajear” a nadie?
2. No quería hacer un pastiche de Verne, porque todos los que he leído suenan falsos y artificiales. Una copia, por buena que sea, siempre es eso: una copia.
3. No quería hacer un steampunk, por muy de moda que esté, porque Verne jamás fue un escritor steampunk. Ese movimiento se ha inspirado en Verne, pero ahí acaba toda la relación. Ignoro qué energía movía al Nautilus, pero estoy seguro de que no era mediante una caldera de vapor.
Entretanto, pensé que debía refrescar la lectura de Verne. Había perdido varios libros suyos (los tengo, seguro, pero ignoro dónde), así que compré la selección de Los viajes extraordinarios que hizo Espasa. Y me disponía a leerla, cuando me di cuenta de que era un error. Si lo hacía, corría el riesgo de copiar a Verne, que era justo lo que no quería hacer. Lo que pretendía es recrear su espíritu... O, mejor dicho, recrear la huella que la obra de Verne había dejado en mí, y para eso me bastaba con la memoria. Así que cerré el libro y no releí ninguna de sus obras.
Y comprendí algo: para acercarme a la esencia de Verne, debía alejarme de Verne. De entrada, en el marco temporal. Verne es un autor decimonónico cuya obra está ambientada en la segunda mitad del siglo XIX. Y ese es uno de los problemas de los pastiches vernianos, la imagen casi caricaturesca de una época que suele representarse encorsetada y tópica. A mí eso no me interesaba; era una ambientación demasiado estereotipada. O corría el riesgo de serlo. Así que decidí que la acción de la novela transcurriese en el siglo XX, en el periodo de entreguerras, lejos ya del manierismo victoriano.
También tomé otra decisión: La isla de Bowen no iba a ser una novela juvenil, ni para adultos, ni para nadie en particular. Iba a ser una novela de aventuras al estilo clásico, y punto. Por lo general, cuando escribo siempre tengo en cuenta a los lectores, pero en este caso el único lector que iba a tener presente sería yo mismo. Era una novela para mí, la clase de novela que me apetecía volver a leer.
Comencé a darle vueltas al argumento, partiendo tan sólo de las condiciones iniciales: un barco, una isla, un volcán y un dirigible. No recuerdo cuánto tardé, pero finalmente encontré el argumento general. Que no voy a contar, para evitar spoilers; así que hablaré sólo de lo que sucede al principio de la historia.
Verne fue un maestro de la novela de aventuras, pero también uno de los padres de la ciencia ficción. Mi argumento tenía un poderoso componente de ciencia ficción, pero... pero no era un tema demasiado propio de Verne, sino, en todo caso, más bien de Wells. Vale, me dije, ¿y qué? Se trata de capturar el espíritu, no el detalle. Pero me engañaba; al aceptar ese argumento, estaba ampliando el ámbito de la novela, llevándolo más allá de Verne. A partir de ese momento, los referentes que manejaba se multiplicaron. Verne, Wells, Conan Doyle, Kipling, London, Poe, Lovecraft, Rider Haggard, el Tintín de Hergé, el Corto Maltes de Hugo Pratt, películas como King Kong o El mundo en sus manos... Quería meter todo eso en un alambique y obtener un destilado.
Una parte de la documentación la hice in situ. En 2009, mi mujer y yo pasamos las vacaciones de verano, recorriendo el sur de Inglaterra desde Canterbury hasta Cornualles. Precisamente en Cornualles era donde necesitaba encontrar una iglesia medieval no muy alejada del mar. Tras explorar un poco la costa sur, Pepa y yo descubrimos el lugar perfecto: la iglesia de San Gluvias, en Penryn, muy cerca de Falmouth y su puerto. La iglesia estaba en la cima de una colina boscosa, una zona solitaria algo alejada del pueblo (podéis verla en la foto de abajo), y a su alrededor se extendía un pequeño cementerio. Justo lo que necesitaba; además, la iglesia tenía un aire misterioso y sombrío.
Después de las vacaciones, me puse a trabajar en la estructura, en la trama y en los principales personajes. Iba a ser una novela hasta cierto punto coral, pero necesitaba un personaje carismático que atrapara la atención del lector. El profesor Ulises Zarco, de 46 años de edad, alto y fornido, ex-catedrático, explorador y director de la sociedad geográfica SIGMA; un hombre de carácter tonante y muy mal genio que, según se dice en el texto, es “misógino, e insufrible, y grosero, y colérico, y prepotente, y despótico, e impertinente; aparte de vanidoso, excéntrico y caprichoso”. Pero también es culto, inteligente, valiente, honesto y absolutamente leal.
Para este personaje partí del modelo clásico de “académico malhumorado”, como el Challenger de Doyle o el Lidenbrock de Verne, pero lo llevé un poco más allá, haciéndole más brusco y violento que sus referentes. En realidad, el profesor Zarco está a caballo entre el héroe clásico y el héroe pulp.
Zarco era el personaje carismático que necesitaba, pero resultaba demasiado extremo, demasiado radical, así que me parecía prudente incluir en la novela una voz más humana: Samuel Durango, 23 años, el fotógrafo que comienza a trabajar para SIGMA al principio de la historia. En el texto se intercalan páginas de su diario, ofreciendo su punto de vista. Tiene un papel fundamental en la trama. Otro personaje esencial es Elisabeth Faraday, inglesa de 43 años, esposa del arqueólogo y explorador Sir John Thomas Foggart. Es el polo opuesto de Zarco; mientras que en él todo es brusquedad, ella es pura cortesía, pero con una determinación a prueba de bombas y un fino sentido de la ironía.
Esos son los personajes principales, pero ya he dicho que la novela es en gran parte coral, así que hay otros caracteres relevantes: Adríán Cairo, ex-soldado, cazador profesional y mano derecha del profesor; Katherine Foggart, la hija de Elisabeth; Gabriel Verne, capitán del Saint Michel; Sarah Baker, secretaria y “chica para todo” de SIGMA, y esposa de Cairo; Aitor Elizagaray, primer oficial del Saint Michel; Bartolomé García, químico... Y, por supuesto, el villano de la historia, el armenio-británico Aleksander Ardán, un multimillonario propietario de la poderosa empresa minera Cerro Pasco Resources Ltd., que no es malo por pura maldad, sino por el motivo más usual: la ambición.
Bien, con los personajes definidos y la trama estructurada, me dispuse a comenzar la escritura. Pero antes hice algo: escribí una frase con grandes letras en un folio (verde, por cierto) y la colgué en una de las librerías de mi despacho, para tenerla siempre presente. Esa frase, que también aparece como cita en el libro, es el mensaje codificado que Otto Lidenbrock encuentra al principio de Viaje al centro de la Tierra, y dice así (ya me lo sé de memoria): “Desciende al cráter del Yocul de Sneffels, que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la Tierra, como he llegado yo. Arne Saknussemm”.
¿Por qué puse ese cartel? Porque, en mi opinión, en esa frase se concentra la esencia de la aventura... o quizá no su esencia, sino el aroma, o puede que la música. De entrada, la frase es una invitación al viaje, y también una promesa fabulosa: llegar al centro de la Tierra. El tono arcaico, su formulación como si fuera el mapa de un tesoro, y sobre todo esos maravillosos nombres... Yocul de Sneffels... Scartaris... Saknussemm... Pronunciadlos en voz alta, pausadamente; suenan exóticos, imponentes, severos y también, de algún modo, inquietantes. Llamadme exagerado, pero esa frase me parece pura poesía.
El caso es que me puse a escribir. La novela comienza con un prólogo donde se narra el extraño asesinato de un marinero inglés en un remoto puerto noruego del Ártico (esta clase de prólogo no es común en la aventura clásica; digamos que se trata de una concesión al lector actual). Acto seguido, tras un fragmento del diario de Samuel Durango, pasamos al primer capítulo, encabezado por un título (como el resto de los capítulos, a la vieja usanza). Estamos en el Madrid de 1920, en la sede de SIGMA –Sociedad de Investigaciones Geográficas, Meteorológicas y Astronómicas-, situada en la calle Almagro 9. Un inciso: esa calle está muy cerca de donde yo vivía antes. Hace muchos años, en el número 9 de Almagro había un palacete en ruinas (de finales del XIX o principios del XX) rodeado por un jardín Cuando yo era pequeño, los chavales lo llamábamos “la casa del miedo”, y si no te colabas dentro al menos una vez eras un gallina. Yo lo hice; era un edificio impresionante, pero estaba hecho polvo; la verdad es que era muy peligroso andar por allí. En fin, el caso es que el palacete que describo en la novela existió realmente.
En el primer capítulo se presentan los principales personajes y se establece el marco de la futura aventura: una enigmática cripta medieval en Cornualles, unas misteriosas reliquias y la búsqueda de John Thomas Foggart, un arqueólogo desaparecido desde hace un año. Como veis, es un esquema clásico, la búsqueda del explorador perdido; lo encontramos, por ejemplo, en Los hijos del capitán Grant, de Verne, pero también en la realidad, como la famosa historia de Stanley y Livingstone.
Tratad de entender lo que estaba haciendo. Me proponía recrear, evocar, el espíritu de la aventura clásica, así que tenía que usar forzosamente clichés propios del género. El profesor malhumorado, el explorador perdido... O la Sociedad Geográfica. Esa institución, en sí misma, ya es una resplandeciente promesa de aventura. Uno se la imagina con grandes librerías de cedro repletas de viejos volúmenes, con mapas antiguos enmarcados, con instrumentos científicos, llena de objetos exóticos... así describo SIGMA y, en particular, el despacho de Zarco.
Sí, estaba manejando tópicos. Era imprescindible para mis propósitos. Ahora bien, si te limitas a usar el tópico sin más, lo que obtienes es una aburrida copia. Pero si remozas el tópico, lo refrescas, lo actualizas y le das nueva consistencia, entonces el resultado puede ser muy estimulante. Para que me entendáis: George Lucas con Star Wars, y Lucas-Spìelberg-Kasdan con En busca del arca perdida, utilizaron todos y cada uno de los tópicos del género pulp. Pero los reciclaron de tal forma que parecían nuevos. Eso es lo que yo quería hacer con la aventura clásica.
Si nos fijamos en las dos películas citadas, vemos que una de las claves para ese remozamiento del tópico es el humor. El humor es un lubricante que permite que la maquinaria narrativa funcione con más suavidad, dando nuevo lustre a los metales oxidados. Es como decirle al lector: “Esto es un juego; venga, suspende la incredulidad y vamos a jugar juntos”. Por eso, La isla de Bowen, aunque no es una novela de humor, está entreverada de humor e ironía en cada una de sus páginas.
Como me interesaba especialmente potenciar el efecto sugestivo del texto, me esforcé en llenarlo de escenas evocadoras. Una iglesia medieval solitaria y aislada, en una noche muy cerrada, lloviendo, y en el viejo cementerio contiguo un grupo de hombres con linternas y paraguas a punto de entrar en una cripta. Las reuniones en la sociedad geográfica, el puente de mando del Saint Michel, la sala de lectura de la Biblioteca Británica, los clubs de caballeros, los puertos, las cavernas, las ruinas prehistóricas, el paisaje ártico... Con todo ello pretendía recrear la atmósfera del género.
El libro está divido en dos partes; la primera, de 280 páginas, se titula El enigma de la cripta, y la segunda, de 220, Aquí hay tigres. En realidad, la aventura sólo se despliega en toda su extensión a partir de la segunda parte. Antes también hay aventura, por supuesto, y peripecias, y viajes, y conflictos, y misterios, pero todo va más lento. Es el largo preámbulo del que hablaba en la anterior entrada. Tras la introducción, la novela comienza con un ritmo lento que se va acelerando progresivamente, se desata en la segunda parte y culmina con una apoteosis donde pasa de todo. Me esforcé en que ese preámbulo, al principio pausado, fuera divertido, haciendo interaccionar a los personajes, escribiendo los diálogos más ágiles y brillantes que me fuera posible, creando situaciones y conflictos interesantes, planteando misterios... Ahí me la jugaba; si me salía bien, la novela funcionaría; si la cagaba, sería un coñazo alargado (como esta entrada).
Había otro aspecto delicado. Como he dicho, la novela tiene dos partes; la primera es pura aventura clásica, sin apenas elementos no reales. Pero, dado que tomaba como principal referente a Verne, la novela también es un roman scientifique, así que la ciencia ficción irrumpe de lleno en la segunda parte. Pero como ya he dicho, es ciencia ficción más al estilo Wells. ¿Casarían bien las dos partes o se notaría el cambio? Por si acaso, me impuse que los elementos de ciencia ficción que iba utilizar pudieran haber sido imaginados por un escritor de comienzos del siglo XX. Ciencia ficción antigua, por tanto.
Y escribí, escribí, escribí. Debéis saber algo: para escribir una escena, la que sea, tengo que visualizarla mentalmente, lo cual requiere bastante concentración. Eso hace que mientras trabajo, de algún modo “viva” lo que estoy escribiendo. Pues bien, cuando estaba a punto de narrar la parte de la novela que sucede en el Ártico, decidí prepararme viendo unos cuantos documentales en Internet. Me tiré, no sé, un par de horas viendo imágenes del Polo Norte y alrededores; luego me puse al teclado, cerré los ojos y me imaginé la escena: una barca llegando a la playa de guijarros de una isla ártica... Y de pronto, durante un instante, dejé de estar en mi despacho y os juro que me transporté a esa playa. Lo sentí físicamente, el frío en la cara, los guijarros bajo las suelas de mis botas, el olor del mar... Duró poco, pero fue alucinante. Es increíble lo que puede hacer la imaginación.
No sé cuánto tardé en escribir la novela, porque entre medias la interrumpí para escribir otra (La estrategia del parásito). Debió de ser un año, puede que un poco más. Ah, por cierto, lo olvidaba; a lo largo de todo el texto hay constantes referencias a los clásicos de la aventura. Algunas son muy evidentes; por ejemplo, el capitán se llama Verne. Otras son menos claras, como que el barco se denomina Saint Michel porque así se llamaba el yate de Verne. Y otras son tan rebuscadas que ni yo mismo me acuerdo de ellas. Nada de eso tiene importancia, por supuesto; es algo totalmente independiente a la novela, y si no pillas las referencias no pasa nada. Pero si las pillas, te sientes de lo más listo.
En fin, terminé la novela y le puse el título. La isla de Bowen. Y ahí tuve una pequeña metedura de pata. Al comenzar a escribir la historia, necesitaba un nombre para un santo celta de Cornualles. Busqué nombres propios de esa zona y el que más me gustó fue Bowen. Como se suponía que ese santo medieval había sido el primero en llegar a cierta isla, implícitamente le dio su nombre. Por eso lo de la “isla de Bowen”. Vale, pero no se me ocurrió comprobar si ya existía alguna isla llamada así... y, qué demonios, existe: Bowen Island, en la Columbia Británica de Canadá. Bueno, no sería la primera vez que dos lugares distintos comparten el mismo nombre.
El caso es que terminé la novela y me quedé temblando. Ese tocho de 500 páginas que acababa de finalizar o funcionaba o era una mierda, sin término medio. Mordiéndome las uñas, le dejé el manuscrito a mi mujer y a mi hermano. A ambos les gustó, pero..., vaya, son mi familia La tercera persona que leyó el texto ya no era un familiar, sino un profesional de la edición, y su reacción fue entusiasta. Incluso demasiado entusiasta. Me quedé un poco perplejo.
Decidí presentar la novela al premio EDEBÉ. Y lo gané. Y, de pronto comenzaron a llegarme felicitaciones extremadamente entusiastas, comenzando por varios miembros del jurado y siguiendo por cuantos habían leído el texto en la editorial. Algunos aseguraban que era la cota de calidad más alta alcanzada por el premio (lo cual incluye otras tres novelas mías, por cierto). Y después llegaron las reseñas y las críticas. Las mejores y más laudatorias críticas que he tenido en mi vida. Una de ellas, por ejemplo, la del Diario de Mallorca, definía La isla de Bowen como “Una novela escrita en estado de gracia”. Soldevilla, crítico literario de La Vanguardia, tras publicar una encomiástica crítica en el suplemento cultural, llamó a la editorial para solicitar mi dirección de correo y me envió un amabilísimo e-mail dándome las gracias por haber escrito esa novela. De hecho, eso sucedía con frecuencia: la gente no solo me felicitaba, sino que también me daba las gracias. En fin, un cúmulo de reconocimientos que por el momento han culminado con la selección de La isla de Bowen, por parte de Babelia, como la mejor novela juvenil publicada en 2012.
Y yo estaba cada vez más desconcertado, no entendía nada. Pero si sólo es una novela de aventuras, me dije. ¿Qué demonios he hecho?... Sólo cabía una respuesta: había hecho exactamente lo que me había propuesto hacer. Pretendía recrear la novela de aventuras clásica y lo había conseguido; cuando los adultos leían mi novela, evocaban todas las novelas y películas de aventuras que habían leído y visto en su niñez. Mi buen amigo y gran escritor Rodolfo Martínez comentó que había sido como volver a la infancia. La isla de Bowen era una máquina del tiempo.
Bien, besitos y laureles para mí, pero qué requetelisto que soy. Sólo hay un pequeño problema en forma de pregunta: ¿Cómo demonios lo he hecho? Bueno, os lo acabo de contar, pensaréis... pero la cosa no es tan sencilla, porque lo que os he contado es en gran medida una racionalización a posteriori. Al ponerme a escribir la novela tomé muchas decisiones de forma consciente, pero otras muchas fueron fruto posterior de la intuición y del olfato, más que del cálculo. Ideas que se me ocurrían mientras escribía, escenas nuevas.. El mismísimo final de la novela no es exactamente el que tenia previsto. Un artefacto literario es como un reloj; un mecanismo lleno de piececitas en el que basta con que cualquier engranaje se desajuste para que el reloj funcione mal. El problema es que es imposible tener en la cabeza, de forma consciente, todas las piececitas de una novela. Por eso hay que fiarse de algo tan poco fiable como el subconsciente, que a veces lo hace bien y a veces lo hace fatal, sin que tú tengas el menor control sobre él.
Así que realmente no sé cómo hice La isla de Bowen; al menos, no del todo. Y eso es una putada. Dicen que de los fracasos se aprende; lo que ya no se dice tanto es que los éxitos te paralizan. Lo siguiente que escriba debería estar a la altura, ¿no? Lo malo es que de momento no consigo encontrar ningún proyecto que lo esté. He abandonado la novela en que trabajaba porque me parecía mala en comparación con La isla de Bowen. ¿Ése va a ser ahora mi referente, mi cota de calidad? Pues estamos buenos...
Me alegro mucho de haber escrito La isla de Bowen, entendedme; pero se ha convirtiendo en una especie de losa que cada vez pesa más. Mi querida amiga y editora Reina Duarte me sugirió que escribiera otra novela con los mismos personajes. Mmmm..., tentador. De hecho, ya lo había pensado; sería algo así como un experimento. En La isla de Bowen utilicé el esquema narrativo de la aventura clásica, pero si escribiese otra novela sobre SIGMA y el profesor Zarco me basaría en la estructura narrativa del pulp, y estoy seguro de que el resultado final sería muy distinto. Tentador e interesante, sí; pero no es el momento. Ya veremos lo que nos depara el futuro.
Y ya está, se acabó. Os pido disculpas por haber escrito una entrada tan larga, pero no quería empezar una serie de post. Si habéis conseguido llegar hasta el final, os agradezco vuestra paciencia, y os prometo que la siguiente entrada será más breve y menos endogámica. Gracias por perder el tiempo leyéndome.
Descends dans le cratère du Yokul de Sneffels
que l’ombre du Scartaris vient caresser avant les calendes de juillet,
voyageur audacieux, et tu parviendras au centre de la Terre.
Ce que j’ai fait.
Arne Saknussemm.