Uno de los aspectos que me gustan de la Navidad es la nostalgia. Cada Navidad que vivimos nos retrotrae a todas las navidades que hemos vivido, particularmente a las más felices, que, con toda seguridad, fueron las de nuestra infancia. Son fiestas para los niños y si quieres disfrutarlas debes volverte niño; olvidarte de los atascos, las aglomeraciones, las panzadas de comer, y recordar lo que sentías cuando eras un crío. Recordar la magia. No es fácil; lo sencillo es mostrarte muy adulto y echar pestes de los atascos, las aglomeraciones, las pantagruélicas pitanzas y El Corte Inglés. Eso está al alcance de cualquiera; lo difícil es recuperar la inocencia y descubrir de nuevo el hechizo que se esconde en una simple guirnalda de bombillas de colores. Pero volverte niño durante unos días significa rememorar el pasado y comprender que ese pasado, por mucho que intentes revivirlo, está muerto y no volverá. Lo dicho, pura nostalgia.
Pero hay más. Uno de los ritos de la Navidad consiste en reunirte con tus allegados, retomar el contacto con los parientes lejanos, con los viejos amigos a quienes durante el resto del año les hemos perdido la pista. Eso supone, en ocasiones, estar con gente a la que no nos apetece ni un pelo ver, pero también que no vamos a estar con gente que nos gustaría volver a ver. Todos hemos perdido por el camino a personas queridas; personas con las que compartimos muchos instantes, pero luego la vida nos condujo por senderos diferentes, el contacto se fue espaciando hasta perderse y ya sólo son fantasmas del recuerdo. Y luego están los muertos. La abuela Julia, mamá, papá, Eduardo, Luis, Tuto, Pepe, Pedro, Carlos, Paloma... Conforme pasan los años, los cadáveres se amontonan. Durante la mayor parte del año no los recordamos –el mejor regalo de los dioses es el olvido-; pero cuando llegan estas fechas, y dado que cada Navidad son todas las navidades, los muertos resucitan en nuestra memoria, más presentes que nunca a causa de su definitiva ausencia. Nostalgia es la palabra, sí.
Nostalgia por nuestra infancia, nostalgia por los que no están y los que ya nunca estarán, y una tercera clase de nostalgia: las cosas que se perdieron.
Las cosas tienen mala prensa. Aunque nuestra vida se rige por lo material –o precisamente por eso-, consideramos que lo más elevado es el mundo del espíritu (sea esto lo que sea) y reprobamos las cosas terrenales, tildándolas de intrascendentes y superficiales. En fin, esa es la opinión que prevalece, aunque no pase de ser una leyenda, pues luego perdemos el culo por acumular bienes. En cualquier caso, “no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita” y “el dinero no da la felicidad”. Bla, bla, bla, chorradas. ¿Quién ha dicho que las cosas no pueden hacerte feliz? Por ejemplo, los libros me hacen feliz. Ah, dirá alguno, pero es que la lectura pertenece al mundo del espíritu. Vale, pero no estoy hablando de eso; me refiero a que los libros que atestan mi biblioteca –eso objetos de papel, tinta y goma o hilo- me hacen feliz incluso sin necesidad de leerlos. Me gustan como simples objetos. Y mi TV+DVD me hace feliz. Y mi ordenador. Y el póster de King Kong que cuelga en mi despacho. Y mis figuras de Tintín. Y mi Nikon D300. Y mi colección de calidoscopios. Y una tosca figurita articulada rusa que compró mi padre hace mil años. Y mi coche. Y mis viejos tebeos...
Por ejemplo, hará unos quince años vi en una tienda un roller de plata vieja, estilo vintage, de la marca Faber Castell. Era precioso; estilizado, exagonal, con la plata finamente labrada en forma de malla, deliciosamente anticuado. Me encantó, pero no lo compré; era un objeto caro e inútil y uno no se compra esas cosas. Luego, la distribución de Faber Castell se fue al garete y no volví a verlo. Pero hace un par de años, con motivo de nuestras bodas de plata, localicé el roller en Internet y le pedí a Pepa que me lo regalase. Y ahí lo tengo, delante de mí mientras pulso el teclado; apenas lo uso, es sólo una cosa inútil... pero cada vez que lo veo, cada vez que lo cojo en mi mano, me hace feliz. Y es que depositamos muchas emociones en algunas de las cosas que nos rodean; porque son bellas, porque son curiosas, porque su utilidad nos satisface, porque nos traen recuerdos... Como decía Serrat en su canción: Son aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas y que hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
Le tengo mucho apego a los objetos, lo reconozco, y desde que era muy joven. Recuerdo que, cuando tenía 18 años, aún conservaba gran parte de mis juguetes de niño; no los usaba, los almacenaba en un armario, pero me gustaba tenerlos. Por aquel entonces (aún vivía mi padre), había en casa una asistenta interna llamada Mary. Mary tenía mi misma edad, era muy mona, muy simpática, con mucho carácter, un encanto. Llegó a formar parte de nuestra reducida familia; tanto es así, que se casó con un amigo mío y soy el padrino de su hija. Pues bien, Mary no dejaba de decirme que tenía que tirar esos juguetes, pues sólo ocupaban espacio y acumulaban polvo. Yo me negaba, por supuesto. Pero un día, al volver de clase, me encontré con que Mary había cogidos mis adorados juguetes y se los había regalado a unas monjas para los niños pobres. ¡Adiós a mi Scalextric! ¡Adiós a mi laberinto de bolas! ¡Adiós a mi adorada colección de Minicars! Sólo un férreo control me impidió matarla allí mismo, destriparla y bailar sobre sus vísceras. Siempre he lamentado la pérdida de aquellos juguetes. Aún lo lamento.
En estas fechas de regalos que nos recuerdan a otros regalos, esa es la tercera clase de nostalgia navideña, la nostalgia por los objetos que en algún momento nos hicieron felices y luego desaparecieron. Mi osito Toby (se llamaba así por un personaje de La Pequeña Lulú), aquellas pistolas de tapones rojas y amarillas que daban unos taponazos de aupa, un juego llamado Detectives (el Cluedo) maravillosamente ilustrado por Chester Gould, el Cheminova, un tanque de hojalata que echaba chispas por las ametralladoras, el Mecano, el Palé, El Cinexin, los comics de la Fleetway, las maquetas para construir de Revell... El View Master, santo cielo, ya no me acordaba del View Master. Era (y es, sigue existiendo) una especie de prismático de visión estereoscópica. Insertabas unos discos de cartón con pequeñas diapositivas y veías imágenes en tres dimensiones. La mayor parte de los discos contenían reportajes fotográficos sobre naturaleza o ciudades (recuerdo lo que me impresionaba el dedicado al Gran Cañón), pero también había algunos con cuentos infantiles. Eran fotografías de dioramas con figuritas y ahí estaban Los tres cerditos, La Bella durmiente, Caperucita roja... El que más me gustaba era Jack y las habichuelas mágicas; lo veía una y otra vez, sin parar.
Bueno, pues todo eso se ha perdido, ya no está, adiós, adiós. Aunque, claro, podéis consolaros pensando que eran mis cosas, mis recuerdos, y que, a fin de cuentas, a vosotros os importan un rábano. Pero, ¿y vuestras cosas, los objetos que amasteis y perdisteis? Esa muñeca, ese tren eléctrico, esa figura articulada, lo que sea... Cerrad los ojos un momento y recordad vuestro juguete favorito, aquel objeto que adorabais y que ahora ya no está. ¿Chapoteáis en la nostalgia? De ser así, estáis preparados para la Navidad.
Esta mañana, Madrid (como media España) ha amanecido cubierto de nieve. Hoy, a las 18:47, será el momento del solsticio y comenzará el invierno.
Feliz solsticio, amigos.
lunes, diciembre 21
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
16 comentarios:
¿Ningún comentario? Llega la Navidad y las vacaciones y la gente desaparece de Interné... en fin, es que parece que todo el mundo mira los blogs en el curro...
Cosas, cosas... yo echo de menos un dinosaurio verde (como el de Toy Story) al que le tenía un cariño enorme. Se perdió en unas vacaciones porque nos robaron en el apartamento.. lo único que se llevaron fue el dinosaurio y un poco de dinero. Lo más valioso de todo lo que había en aquel piso de playa era mi dinosaurio, desde luego.
¡Yo también tenía un cacharro de esos!!! El jueguete que con más nostalgia recuerdo era una cocinita de madera, preciosa, con sus cortinas de tela de vichy rojas. En años sucesivos siempre pedía a los Reyes "cacharritos" para aquella maravillosa cocina en la que los ingredientes eran polvo de ladrillo y tiza.
El Exín castillos, cuantas horas construyendo y destruyendo fortalezas fantásticas, cuantas batallas de piratas...
Y aquella caja llena con los tebeos de mi infancia, perdida en una mudanza familiar, tenía gran parte de la colección Dumbo, como echo de menos aquellas historias, he conseguido algunos números digitalizados a través de la mula, pero como bien dices Cesar no es lo mismo. Si pudiera recuperar aquella caja creo que recuperaría con ella una parte importante de mi niñez.
¡Un disco de Wiew Master! ¡Que de años sin verlo!
Yo tengo algunos jueguetes en la memoria como el madelman astronauta de 2001. Una gozada que vi y compré en Barcelona en los 60 en mi primer viaje a la ciudad. Y no conservo nada de nada. Bueno, el recuerdo. El fantástico recuerdo.
A mí me encantaba un perrito de juguete que caminaba y ladraba. También varios muñecos.
Y el juego de Cluedo y la Herencia de la Tía Agatha.
¡Felices fiestas!
He descubierto recientemente tu blog y me encanta. Lo iré siguiendo de cerca.
Y sí... las cosas más superfluas son las que muchas veces nos hacen tan felices.
¡Feliz Navidad!
¡Yo todavía tengo a mis dos peluches! Mi oso y mi muñeca de trapo.
Pero ah, como sufro viendo como se van desintegrando en el paso del tiempo.
La cosa de mi infancia-adolescencia que nunca olvidaré y que me introdujo de lleno en el mundo de la fotografía, fue una cámara Contessa de la casa Zeiss que me regaló mi padre y que luego, con muy buena intención pero poco acierto, me cambió por una Retina que no le llegaba a la suela de los zapatos.
Como era de esperar he encontrado, vía Google, amplia información sobre ella. Si alguien tiene curiosidad por saber de qué hablo, que miré aquí:
http://www.cameraquest.com/contessa.htm
Las Barbies, supongo. Me encantaban, aunque ahora las considero un modelo de conducta nada deseable -¿dónde está la Barbie traductora? En cualquier caso, ya hace demasiado tiempo. Ay, el Diseña la Moda! Eso sí lo echo de menos, era una chulada. Me encantaba pintar los dibujos, hasta me hice un catálogo con mis preferidos.
(Si alguien no ha leído Las Lágrimas de Shiva que deje de leer aquí)
Por cierto, como no tengo libros nuevos, releo los tuyos, y así de pronto tengo una duda existencial que no me deja dormir: ¿qué pasó con Javier y Violeta en las Lágrimas de Shiva? ¿Terminaron juntos o no? Molaría, pero son primos carnales, y él está en Madrid y ella en Santander, y en el libro no lo cuentas.
(Fin del SPOILER)
En fin, espero que tengas una Feliz Navidad y que te regalen muchas cosas chulas. Un beso,
Cristina
Nyna: bienvenida a Babel, amiga mía. Puedes merodear por aquí a tu antojo :) Felices fiestas.
Merak: Una novela es un fragmento de vida. Se supone que los personajes, antes y después de lo que aparece en el texto, vivieron y vivirán otras historias. El escritor sólo puede hablar de lo que aparece escrito en su relato, pero su opinión no vale un pimiento en cuanto lo que suceda después. De modo que, respondiendo a tu pregunta: no tengo ni idea de qué hicieron Javier y Violeta en el futuro. Lo siento; tendrás que preguntárselo a ellos ;)
Pues yo no tengo un juguete del que me acuerde especialmente, al menos ahora mismo.
Tengo recuerdo fragmentarios de varios con los que me une un cierto lazo sentimental: madelman (a los que se le jodían los dedos), especialmente el buceador. Un tebeo (ahora cómic) que iba sobre un submarino modernísimo y sus aventuras. Un microscopio que proyectaba la imagen en una pequeña pantallita. Una flauta dulce. Un cine Exín que nunca tuve (pero mis vecinos sí).
Conforme me voy haciendo mayor (o viejo...) me voy haciendo menos fetichista de objetos y más de pensamientos, ideas y conceptos. Por ejemplo, valoro mucho más el contenido de un libro que su continente.
Eso sí, me da mucha pereza tirar a la basura cosas, especialmente papeles y documentos. Supongo que eso también es un tipo de fetichismo.
Yo estoy en plena crisis de los cuarenta y en plan filosófico estoy precisamente intentando no apegarme tanto a las cosas materiales y a los bellos objetos inútiles.
Pero aún puedo sentir en las manos el tacto renegrido de la piel de peluche de mi Osito Mosito, veo las pestañas pintadas del ojo del mono Virquiki, y podría dibujar con mis manos el plano de la maqueta 2000.
Da igual no conservar los objetos reales. En mi cabeza están tan vivos como si los tuviese al lado. (¡Y ocupan menos espacio!)
El objeto de mi infancia/adolescencia no es, curiosamente, un juguete, ni una colección de cómics, ni una cámara. Es..., un magnetófono. Lo compró mi padre para aprender francés, y lo cogí yo y, con ayuda de mi vecino y mejor amigo, me dediqué a inventar historias y a grabarlas. Al principio, con guión; luego, dejando que la emoción del momento nos condujera por donde quisiera. ¡El placer que nos producía inventar efectos sonoros para enriquecer nuestras absurdas historias!
pues yo, que soy una firme creyente, no voy a dejar de creer por todas esas tonterias que dice usted, César, y, con todo el respeto del mundo, no me parece bien que haga creer a otras personas esas cosas. Eso de que perdió la fe a los 13, 14 años, es una burrada, porque con esa edad no se puede tener fe, ya que aún era usted un crio. "dios" es una falta de ortografia enorme, porque Dios es un nombre propio, ya que como Él no hay nadie. Esto es todo, caballero, y le pido que no diga esas cosas del cristianismo, porque tambien hay bastantes pruebas que afirman su existencia. Le pido un poco más de respeto hacia los cristianos, y hacia Dios.
Y por último una pregunta; si usted niega rotundamente la existencia de Dios, ¿por qué hace un libro del diablo, -La Catedral? el diablo entra dentro del cristianismo. Espero que algún dia pueda contestarme a esta pregunta.
Cinderella/anónima: Creo que se ha equivocado al colgar su comentario en esta entrada. Supongo que se refiere a lo que digo en "El juego de los herejes".
De modo que con trece o catorce años no se puede tener fe... vaya, entonces ¿por qué las personas creyentes como usted hacen que los niños tomen su primera comunión a los diez años? ¿Es algo así como adelantar los deberes, para que cuando les llegue la fe les coja confesados y sacramentados?
En cualquier caso, si no perdí la fe a los 13 o 14, será que jamás he tenido fe, qué le vamos a hacer.
En cuanto a lo de escribir dios con mínuscula, lo hago porque "dios" es una palabra tan inconcreta -y el personaje tan diverso, según las diversas culturas-, que considero el término más un nombre común que un nombre propio. Sin embargo, Cristo, por ejemplo, lo escribo con mayúscula. Cuestiones de matiz.
De modo que tiene pruebas históricas -ergo científicas- de la existencia de Jesucristo, ¿eh? Pues estaré encantado de conocerlas, así que le ruego que me diga cuáles son. Aunque, como señalo en el texto, yo sí creo que Jesús existió. Otra cosa es que fuera dios, claro.
Me pide que respete al cristianismo y a los cristianos. Vale. Respeto a los cristianos y respeto su derecho a creer en lo que les salga de las narices. Ahora bien, comprenderá que difícilmente puedo respetar una doctrina, la cristiana, en la que no creo. Ni tengo por qué respetarla. Libertad de expresión, amiga mía, libertad de pensamiento, libertad de discrepancia. De hecho, la respeto a usted tanto, que, pese a no estar de acuerdo con nada de lo que dice, no defino sus palabras como "tonterías". Pero usted sí que lo hace conmigo, ¿verdad? Será que yo la respeto a usted más que usted a mí...
Por último, me pregunta que por qué escribí un libro, "La catedral", donde aparece el diablo. Le voy a contestar con otra pregunta: ¿ha oído hablar de la Literatura Fantástica? Le sorprenderá, pero hay personas, por ejemplo, que escriben sobre los vampiros sin creer en ellos.
Publicar un comentario