martes, marzo 29

Eduardo Mallorquí (III)

Leonor del Corral Abuin, la esposa de José Mallorquí, nuestra madre, falleció a causa de un mieloma el 1 de junio de 1971. Durante los casi cuatro años que duró su enfermedad el ambiente se enrareció en nuestra familia; fue como si nos dejaran los nervios a flor de piel y hasta el menor roce nos hiciera saltar. Mi padre, que adoraba a su mujer, estaba destrozado. Mis hermanos, por su parte, comenzaban por aquel entonces a construir sus propias vidas. José Carlos, el mayor, había acabado arquitectura y tenía una novia, compañera de universidad, llamada Teresa. Eduardo se dedicaba a traducir y seguía colaborando en La Codorniz como articulista y crítico teatral. Desde hacía un tiempo había vuelto a salir con una antigua novia, María Pilar. Su vida parecía seguir el camino correcto.

Cuando murió su mujer, nuestro padre se hundió en la depresión. Llenó la casa de fotos de nuestra madre, visitaba su tumba casi a diario, había convertido el dormitorio en un altar. En cierta ocasión, a través de la rendija de una puerta, le vi junto al armario, abrazado a los vestidos de su mujer que él nunca sacó de allí, llorando desconsoladamente. Se me partió el corazón.

El 20 de noviembre de 1971, Eduardo se casó con María Pilar. Creo que en parte lo hizo para huir del asfixiante ambiente que se respiraba en nuestra casa. No se le pude culpar por eso; de haber podido, yo también me habría ido. Cuatro meses más tarde, el 3 de marzo de 1972, José Carlos y Teresa se casaron. Y yo, un chaval de 18 años, me quedé solo en casa con nuestro padre. Creo que, de no ser tan joven e irreflexivo, me habría vuelto loco. Pero era joven e irreflexivo, y estaba descubriendo el mundo, abriéndome a la vida, así que no era del todo –o nada- consciente del drama que se desarrollaba a mi alrededor.

No perdí el contacto con Eduardo; seguía siendo mi mentor, mi guía, mi maestro, le adoraba, de modo que le visitaba con frecuencia en el apartamento de la calle Doctor Fleming donde vivía junto a María Pilar. De hecho, Eduardo me dejaba de vez en cuando las llaves del apartamento para que fuera allí con mi novia de entonces a practicar... toqueteos, no nos engañemos; en aquella época, follar en España no era un pecado: era un milagro. Por entonces, la calle Doctor Fleming era el centro de la prostitución de lujo de Madrid, así que gran parte de las vecinas de mi hermano eran putas. Pero de lujo. Muchas veces, cuando iba allí, me cruzaba con mujeres despampanantes y eso, unido a los escarceos con mi novia, hace que, en mi memoria, ese apartamento esté impregnado de erotismo.


Por desgracia, las cosas no iban bien en el matrimonio de mi hermano. Veréis, María Pilar, su mujer, era muy, muy guapa; y también era trabajadora e independiente. ¿Qué fallaba entre ellos? Dos cosas. La primera, la que más preocupaba a mi hermano, era que las relaciones “íntimas” entre ellos no funcionaban bien. La segunda, que conocí mucho después, era que Eduardo pretendía que María Pilar dejara de trabajar. Quería que se quedara en casa, cuidando del hogar, quería una mujer enteramente dedicada a él. El reposo del guerrero, supongo. ¿Una actitud extraña para un “intelectual de izquierda”? Pues sí; era una de sus muchas contradicciones. El caso es que siempre buscó esa clase de mujer, aunque nunca, salvo quizá al final de su vida, la encontró.

El siete de noviembre de 1972, Mary, nuestra joven, dulce y encantadora asistenta, me despertó poco antes de las ocho de la mañana. “A tu padre le pasa algo”, me dijo, demudada. Salté de la cama y corrí al dormitorio de mi padre. Allí estaba el practicante que, a diario, le suministraba insulina para su diabetes; movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba: “Pobrecito, pobrecito...”. Miré a mi padre. Estaba tumbado en la cama, con la cabeza ladeada y un brazo, el derecho, extendido. Las sábanas estaban llenas de sangre. Creí que había vomitado, que estaba inconsciente, e intenté hablar, preguntar por qué nadie hacia nada, pero no pude, tenía un nudo en la garganta. Entonces, al cabo de no sé cuántos segundos, la vi. Aún estaba en su mano, una pistola Astra de nueve milímetros. Di un puñetazo sobre un mueble, dije algo, no recuerdo qué, abandoné el dormitorio, fui a una salita de estar, me dejé caer en un sillón y rompí a llorar. Yo no lo sabía, pero si toda vida tiene un punto de inflexión, un momento en que todo cambia, aquel momento fue el fulcro de mi vida. Y, probablemente, también de la de Eduardo.

¿Cómo le afectó el suicidio de nuestro padre? Fue demoledor. En el cosmos existe una radiación de fondo de microondas que lo llena todo; son los restos, el eco, del big bang, la gran explosión que dio origen al universo. Pues bien, el suicidio de nuestro padre se convirtió en la radiación de fondo de la vida de mi hermano. Y, en cierto modo, también de la mía. Pero yo era diez años más joven que él, así que encajaba mejor los golpes. En cualquier caso, nuestro padre abrió una puerta que, en la mente de Eduardo, nunca se cerró.

Sí, la muerte de José Mallorquí fue una bomba atómica en nuestras vidas. Pero no fue él único golpe que recibió Eduardo; unas semanas después del entierro, María Pilar, su mujer, decidió separarse de él. Eduardo no se lo esperaba, aunque todo lo anunciaba. La historia de ese divorcio es curiosa. Eduardo era gran admirador de Enrique Jardiel Poncela y un día conoció a su hija, Evangelina Jardiel, que era psicóloga. Dado lo mal que le iba en el matrimonio, decidió recurrir a sus servicios, así que María Pilar y él tuvieron varias sesiones con ella. Eduardo pretendía que Evangelina ayudase a María Pilar a superar sus problemas “íntimos”, pero la psicóloga hizo algo distinto: le aconsejó a María Pilar que se separara, porque Eduardo tenía una personalidad destructiva.

Cuando lo supo, mi hermano se agarró un cabreo inmenso; quería matar a Eva Jardiel, a la que consideraba una rata traidora. A mí también me indignó entonces, pero ahora, con la perspectiva del tiempo, no puedo evitar maravillarme de la perspicacia de esa mujer. Caló a mi hermano y salvó a María Pilar de la quema. La verdad es que hizo bien. ¿Cómo lo digirió Eduardo? Sencillamente, nunca lo digirió. Diecinueve años después, escribió lo siguiente en su diario:

*¿Qué es lo que más lamentas a estas alturas de tu vida?
-Tengo una larga lista de lamentaciones; pero la mayor es no haber encontrado una pareja que me hiciera más feliz que infeliz.
*¿Qué opinas de María Pilar, la primera?
-Como novia fue estupenda, porque tener a los veinte años una novia así de guapa fue como caminar dos palmos por encima del suelo. Como esposa, catástrofe inmitigada. Respeto su capacidad de trabajo, su decisión, su empuje, su elegancia vistiendo. Por lo demás, una perfecta tarada (...)

Lo que sigue es innecesariamente ofensivo y no lo voy a reproducir. Pero ya veis: la culpa del fracaso de su matrimonio fue enteramente de María Pilar, él no tuvo nada que ver. Siempre se consideró inocente de todo cuanto hacía o ocurría, jamás se planteó que pudiera haber en él fallo alguno. La culpa siempre la tenían los demás.

No obstante, en el plazo de año y medio Eduardo había recibido tres contundentes mazazos. Primero, la muerte de nuestra madre. Mi hermano pareció encajarla bien (de hecho, no tenía muy buena opinión de ella), pero muchos años después, Fernando Catalá, el que había sido su mejor amigo, me dijo que, en su opinión, el gran palo de la vida de Eduardo fue la muerte de su madre, porque siempre habían estado muy unidos. Es curioso, Eduardo se sentía unido a papá, pero siempre se relacionó más con mamá; había mucha complicidad entre ellos. Puede que Fernando tuviese razón: Eduardo quería muchísimo a su madre, pero no lo sabía. La palmó sin saberlo. El segundo golpe fue la trágica muerte de nuestro padre y el tercero el fracaso de su matrimonio. La puntilla se la dio el alcohol, pero ya llegaremos a eso.

Yo tenía 19 años y me había quedado solo en la casa paterna. Tras separarse de María Pilar, Eduardo se vino a vivir conmigo. Ahí empezó nuestra particular pesadilla, un mal sueño de vino y rosas.

Estoy harto, cansado de mí mismo, de este país, de esta sociedad, de esta época. Estoy hasta los cojones elevado hasta la potencia 638. A mi cuerpo le faltan células para albergar tanto descontento”.
Diario, Eduardo Mallorquí. 27 de octubre de 1992

14 comentarios:

Nieves dijo...

Se me humedecen los ojos pocas veces en un blog. Está siendo un viaje muy intenso. Muchas gracias por el valor y el esfuerzo de compartirlo :)

Júlia dijo...

Muchísimas gracias por compartir este texto, es triste pero magnífico. No cabe duda que tu hermano fue todo un personaje y que su historia es una de esas que merece ser contada.

Jose Luis G. dijo...

Impresionado.

JOSE CARLOS MALLORQUI dijo...

Fueses como te ve César. O como te veía yo. O como te veían los demás. O -lo más improbable- como te veías tú... Descansa en paz Eduardo.

Caballero de Olmedo dijo...

Menudo Tour de Force, César... Un abrazo

Juanma dijo...

Madre mía, César, me dejas sin palabras. Espero impaciente la próxima entrada. Lo de intentar ser el último hijo de una familia rota lo he vivido, pero de una manera mucho más leve.

Abrazos.

Anónimo dijo...

Vaya,yo también me quedo sin palabras ante tanto cúmulo de desastres...bien se dice que las desgracias nunca vienen solas y creo que casi todos podemos contar episodios de nuestras vidas en los que ocurre eso...parece que el destino, o lo que sea,se ceba en nosotros.
Nos estás enganchando con la historia de tu hermano (la tuya también,claro),como si fuera una conversación entre amigos delante de un café y sin sentir que pasa el tiempo. Esperamos todos tus merodeadores la siguiente entrega...
Un saludo de Aurora Boreal

Anónimo dijo...

menudo viaje a las profundidades del alma (atormentada)...
mazarbul

Anónimo dijo...

Me gustó mucho tu cuento El rebaño, acabo de leerlo y por ello me di a la búsqueda de tu obra. Me encuentro con este tu blog. Felicidades.

Saludos desde México, D.F.


R

miwok dijo...

No sé bien qué decir después de leer las tres entradas sobre tu hermano, desde luego sólo con las cosas que han pasado en tu familia te da para escribir unas cuantas novelas. No me imagino cómo sobreviviría yo a algo tan trágico y tan brutal como dos suicidios de personas queridas, supongo que te cambia irremediablemente. Te deseo lo mejor.

César dijo...

Gracias por vuestros comentarios, pero no tengo mucho más que añadir. Pensad de todas formas que lo que estoy contando ocurrió hace mucho tiempo. Ya sólo es pasado.

R: Bienvenido, amigo mío. Es un placer tenerte por aquí

Roberto dijo...

No sé si respondas a los comentarios,pero creo que no. Simplemente para decirte que me gustó mucho tu texto titulado El rebaño.

Saludos, desde México, D.F.


R

César dijo...

Roberto: Claro que respondo a los comentarios, amigo mío. Me alegro mucho de que te haya gustado "El rebaño". Gracias por decírmelo :)

Anónimo dijo...

Este texto autobiográfico me parece muy triste y valoro la perspectiva del narrador que ve los hechos con distancia, sin sentimentalismos pero tampoco de manera indiferente. Me gustaría seguir leyendo.


Saludos desde México, D.F.

PD: Gracias por contestar a mi comentario, César.